Derecho Penal. Enrique Cury Urzúa
había sido el progreso asombroso de las ciencias naturales conseguido, entre otras razones, merced a la liberación de las tutelas ético–religiosas que la habían limitado en el período precedente pero que, por eso mismo, tendían a desdeñar los componentes morales y valóricos en general implicados en los problemas jurídicos. Esta actitud, mezclada con la convicción de que quienes no se plegaban a las exigencias del orden en que se habían puesto tantas esperanzas no podían ser sino anormales y degenerados, les impidió percibir las deficiencias y carencias que subsistían en el nuevo régimen, induciéndolos, además, a propiciar soluciones éticamente inaceptables para los conflictos que derivaban de ellas, con prescindencia de la dignidad humana de los protagonistas.615
El positivismo, por consiguiente, provocó desorientación e, incluso, fue empleado muchas veces para legitimar irrupciones arbitrarias en la esfera de derechos de los ciudadanos. Sin embargo, como a pesar de todo respondió a un deseo de saber auténtico y al propósito de poner los conocimientos adquiridos al servicio de la sociedad, hizo también aportes valiosos al progreso del Derecho penal.
Ante todo, obtuvo que el enfoque racionalista y abstracto de los clásicos se corrigiera, en particular allí donde el Derecho penal de actos descuidaba demasiado la consideración del autor y sus circunstancias. Provocó, asimismo, un examen crítico del sistema de sanciones y su ejecución, abriendo paso a ciertas conquistas válidas de la teoría preventiva especial y echando las bases para la instauración del “duplo binario” 616 con la introducción de las medidas de seguridad.617 Sobre todo, aportó los fundamentos para la organización y desarrollo de la criminología. Por otra parte, muchos de sus postulados, revisados y actualizados, perduran en tendencias modernas, como la de la Nueva Defensa Social, la cual se aproxima especialmente a una cierta ortodoxia genovesa encabezada por GRAMMATICA.
La polémica entre clásicos y positivistas se proyectó tardíamente entre nosotros. Recién a comienzos de la década de 1940, RAIMUNDO DEL RÍO,618 haciendo suyos los postulados, propone a discusión las nuevas tendencias. La posición de los clásicos, a su vez, muy confundida con ideas propiciadas por la llamada Escuela Moderna (o de la Política Criminal) de LISZT619 –que, en rigor, tenía muchos más puntos de contacto con el positivismo naturalista que con el clasicismo racionalista– es defendida por PEDRO ORTIZ.620 El debate fue poco fecundo en creaciones originales, pero cooperó a la recepción de algunas ideas fundamentales. Numerosas leyes complementarias del Código Penal recogen instituciones acuñadas o sugeridas y puestas en vigencia por la doctrina positivista. Así, la introducción del sistema de “remisión condicional de la pena” como un recurso para combatir las consecuencias indeseables de las penas cortas privativas de libertad (Ley 7.821, de 20 de agosto de 1944, modificada por la 17.642 de 4 de mayo de 1972 y por la 18.216 de 14 de mayo de 1983, que reformuló una vez más la institución y consagró otras dos medidas como “alternativas” a las penas privativas o restrictivas de libertad: la “libertad vigilada” y la “reclusión nocturna”);621 la creación de un sistema de medidas de seguridad y corrección –aunque prácticamente inoperante– en la Ley 11.625, de 4 de octubre de 1954, sobre Estado Antisociales, hoy derogada, etcétera.
A pesar de todo, el Derecho penal chileno ha continuado siendo predominantemente clásico. Por otra parte, ni los proyectos de reforma nacionales (ERAZO–FONTECILLA, 1929; ORTIZ–VON BOHLEN, 1929; SILVA–LABATUT, 1938; Comisión designada en 1945; Comisión del llamado Foro Penal en 2005; Comisión de Código Penal en 2013) ni el del Código Penal Tipo para Latinoamérica han modificado esa tendencia en lo esencial.
Nuestra ciencia del Derecho penal entre tanto experimentó una evolución alentadora después de la Segunda Guerra Mundial. A ella contribuyó de manera importante el jurista español LUIS JIMÉNEZ DE ASÚA, quien abandonó su patria al concluir la contienda civil y se radicó en Buenos Aires, desde donde desarrolló hasta su muerte, en 1970, una actividad académica y editorial infatigable. Esto significó una amplia difusión de los sistemas europeos continentales en América Latina, que fue reforzada además con la traducción de algunas obras fundamentales como el Programa de Derecho Criminal de CARRARA, el Tratado de LISZT (algo anterior) y los de MANZINI, MAGGIORE, BETTIOL, ANTOLISEI, MEZGER, WELZEL, DOHNA, JESCHECK, WESSELS, JAKOBS, STRATENWERTH, ROXIN, MAYER, FEUERBACH, FERRAJOLI, FUNDACA MUSCO y RAINIERI, por no citar sino algunos.
En Chile, como en todo el resto del continente, este florecimiento estuvo marcado por la influencia de la doctrina italiana, más accesible a nuestros académicos también por razones idiomáticas. A ese período corresponde en especial la obra de LABATUT, al que debe acreditarse el mérito de haber presentado por primera vez, bajo la forma de un manual destinado a la docencia, un sistema del Derecho penal vigente en nuestro país. En ese momento, sin embargo, ya la ciencia alemana había adquirido un desarrollo extraordinario y dominaba casi por completo el panorama del Derecho penal comparado. La proyección de ese estado de cosas sobre la doctrina nacional es patente en la creciente producción literaria que caracterizó a las últimas décadas del siglo pasado y la primera del actual. En mayor o menor medida lo acusan las obras generales o monográficas de NOVOA, BUNSTER, ETCHEBERRY, COUSIÑO, FONTECILLA, SCHWEITZER, POLITOFF, BUSTOS, GRISOLÍA, YÁÑEZ, BULLEMORE y MACKINNON, PIÑA, VAN WEEZEL, VARGAS, LUIS ORTIZ, GARRIDO, MERA, NÁQUIRA, RODRÍGUEZ COLLAO, KUNSEMÜLLER, MATUS Y RAMÍREZ, HERNÁNDEZ, COUSO, GUZMÁN DALBORA, MAÑALICH y mías, entre otras.622 Para percibirlo, además, basta con echar una mirada a los artículos, comentarios y recensiones aparecidos en las décadas de 1950, 1960 y principios de la de 1970 en la Revista de ciencias penales, la publicación periódica más importante que se editó en Chile sobre la materia pero que, por desgracia, actualmente ha dejado de aparecer.
La situación descrita es satisfactoria solo hasta cierto punto.
Por supuesto es positivo contar con un caudal de literatura especializada del que la práctica no disponía hace apenas medio siglo. Pero es necesario subrayar, en primer lugar, que en los últimos años del siglo XX el flujo de trabajos disminuyó en forma alarmante. Por otra parte, aun prescindiendo de esta infortunada circunstancia, no está de más preguntarse hasta dónde hemos conseguido elaborar unos sistemas de Derecho penal plenamente válidos para nuestro país a partir de concepciones estructuradas no tan solo en torno a un ordenamiento jurídico extraño sino, sobre todo, a supuestos históricos, sociales y culturales distintos de los nuestros.
La respuesta a esta pregunta debe ser cautelosa. Evidentemente, la exagerada dependencia de la literatura jurídica procedente de una cultura diferente es indeseable. Pero también lo es el “provincianismo” científico, que agota el debate de las soluciones proporcionadas por la literatura nacional, negándose a reflexionar sobre las posibilidades de encontrar en el Derecho comparado algunas soluciones susceptibles de adaptarse a los problemas planteados por el propio.
Entre nosotros la cuestión presenta distintas facetas. Por un lado, la doctrina se ha dejado seducir con frecuencia por las construcciones ciertamente admirables de algunos autores extranjeros –en especial alemanes– trasplantándolas, a veces de manera acrítica, a nuestra dogmática. Por otro, la práctica, salvo raras excepciones, ha eludido la responsabilidad de discutir seriamente esos puntos para verificar si son operables y eficaces en los casos concretos. Asilada en la superficialidad del “buen sentido” y la “interpretación literal”, la jurisprudencia ha renunciado a menudo su participación en la tarea de contribuir al desarrollo de un sistema consistente con la ley en vigor y la realidad nacional. El resultado es un divorcio entre el Derecho vigente y su aplicación. Aquel no siempre es lo que sostiene la literatura y pocas veces es lo que invocan las sentencias de los tribunales.
Para que se produzca una reacción adecuada son necesarios esfuerzos honestos de una y otra parte. La ciencia debe proseguir investigando con una visión abierta a las sugerencias y soluciones que proceden del Derecho comparado; pero, al mismo tiempo, tiene que detenerse más en la contemplación de la ley y la realidad nacional, a fin de adecuar mejor sus resultados a las exigencias de estas. La práctica, por su parte, debe desembarazarse del prurito autoritario a que la vuelven proclive sus facultades resolutivas, para comprender que el servicio de estas últimas implica la obligación de informarse permanente sobre los progresos de la teoría, poniéndola además a prueba cada vez que las circunstancias lo permitan.623
Finalmente, es necesario señalar que,