De la dictadura a la democracia limitada del Frente Nacional. Edna Carolina Sastoque Ramírez
es afín a la forma más sencilla del avenimiento de Simmel: hay un premio de cantidad definida y la solución, una regla cuantitativa acerca de cómo se reparte entre las partes que negocian. Su expresión típica: “¿cuánto pide usted para dejar de molestar?”6. Eso, señalaba Bejarano (2000), no es aplicable a muchos procesos de negociación de paz que requieren más bien redefinir el problema que ha causado el diferendo. Lo que implica llegar a un acuerdo que concilie “visiones del mundo distintas” (p. 70), la noción de que ese acuerdo haga posible la aspiración de “que queremos un nuevo país” (p. 69). Este es un problema cualitativo cuya solución depende de la creatividad de quienes negocian. E involucra por supuesto una dimensión política. En el caso de los pactos de Benidorm y Sitges, esa redefinición fue restablecer el compromiso de los partidos históricos con la democracia constitucional pero, paradójicamente, con una limitación transitoria del principio de la regla mayoritaria como esencia de la democracia7.
– El carácter político de las negociaciones implica llegar a acuerdos sobre los fines (“el país que queremos”) y sobre los medios para lograrlos, pero hay medios que no son negociables cuando uno de esos fines es la paz, como es la violencia. La esencia de la paz es la renuncia a los medios violentos para resolver conflictos, una vez se han creado formas alternas de lograrlo (2000, p. 74). En la negociación del Frente Nacional, otro medio que se condena es la censura y la restricción a la libertad de prensa (que habían sido practicadas por liberales y conservadores y exacerbadas durante la dictadura de Rojas).
– Bejarano (2000) propuso otra distinción, la que existe entre la “negociación horizontal [que se da entre los adversarios]... y otra que llamamos la negociación vertical, es decir lo que cada uno tiene atrás para negociar, o sea la del consenso sobre la posición negociadora. Yo me siento a una negociación sobre la base de un consenso mínimo que mis mandantes me han dicho, señor negocie hasta aquí o negocie por aquí o lo que quiero de esta negociación es esto o lo otro” (p. 92)8. Ello no implica que las posiciones sean inamovibles. Es usual que evolucionen en la medida en que avanzan las negociaciones; pero el negociador debe estar en condiciones de persuadir a sus mandantes de que esa evolución les conviene. De no ser así, el negociador corre el riesgo de perder la confianza de estos y desacreditar los resultados de la negociación. En el caso del Frente Nacional, Lleras Camargo no tuvo mayores problemas de negociación vertical, al gozar del apoyo irrestricto de su partido y de los expresidentes liberales Alfonso López Pumarejo y Eduardo Santos. Por el lado conservador, la situación fue distinta: Gómez tenía rivalidades con el otro expresidente conservador (Ospina Pérez) y con copartidarios que aspiraban a la presidencia (Guillermo León Valencia, Gilberto Alzate Avendaño y Jorge Leyva). En la etapa final de la negociación, que se analizará en detalle más adelante, hubo incluso una inversión de las posiciones iniciales de conservadores y liberales. La primera propuesta de estos había incluido el apoyo liberal a un candidato presidencial conservador para el periodo 1958-1962. No fue posible un acuerdo entre conservadores sobre el suyo, y Gómez terminó ofreciéndole a Lleras Camargo la candidatura bipartidista –a cambio de la alternación en el cargo pactada para los cuatro periodos entre 1958 y 1974 (que no se había contemplado en un principio). Pero ambas partes desempeñaron un papel muy activo en la negociación vertical con la opinión pública y los diversos estamentos de la sociedad colombiana que tuvo lugar antes y después de la caída de Rojas.
El objeto de la negociación del Frente Nacional era derrocar la dictadura y reconstruir instituciones democráticas funcionales. La negociación entre liberales y conservadores fue simétrica: a diferencia de lo ocurrido antes de 1953, unos y otros estaban marginados del poder por el régimen de Rojas (incluso, en la primera etapa tenían acceso limitada al canal dominante de comunicación con la opinión pública, la prensa, debido a la censura oficial). El éxito de la negociación dependía de convencer a la mayoría de los colombianos de que el acuerdo bipartidista propuesto era a la vez deseable y viable. Como en toda negociación, tuvo momentos privados; las etapas públicas fueron los más importantes, por cuanto los acuerdos se publicaban en documentos que plasmaban las coincidencias entre las partes y sus respectivos compromisos9.
En esto, los negociadores enfrentaron retos propios de lo que Harold Nicolson (1942, cap. IV) denominó la diplomacia democrática: superar la desinformación de los ciudadanos; las demoras propias de un proceso de negociación que se vuelve cada vez más participativo; el riesgo de la imprecisión de lo acordado (inevitable cuando se inicia con un lenguaje general y abstracto y se procede a propuestas cada vez más concretas), y la necesidad de una ratificación formal y vinculante de los distintos grupos de interés involucrados (en el Frente Nacional, la consulta popular del plebiscito fue la fórmula elegida).
Hay elementos, tanto éticos como de aptitud profesional, que hacen posible una negociación exitosa (Nicolson, cap. V). Entre ellos están: la confianza entre –y la probidad de– los negociadores (no siempre fácil de lograr cuando su relación anterior ha sido de hostilidad y de descalificación mutua); la veracidad y la transparencia; la serenidad y la ecuanimidad, y la adaptabilidad (que impone a cada negociador entender la perspectiva del otro). La adaptabilidad va de la mano de otras cualidades –la creatividad y la imaginación para la construcción de soluciones en la medida en que las circunstancias de la negociación cambian.
La palabra “retórica” es polisémica. Las definiciones del DRAE registran esa ambigüedad. La primera acepción es positiva: “arte del bien decir, de embellecer la expresión de los conceptos, de dar al lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover”; la segunda, despectiva: “uso impropio o intempestivo de esta arte”. Las percepciones encontradas sobre la retórica se remontan al rechazo de algunos atenienses clásicos (Sócrates, Platón y Aristófanes) a los abusos percibidos de un grupo de profesores de retórica, los sofistas10.
En la siguiente generación, la Retórica de Aristóteles consagró una perspectiva más equilibrada, que permitió que esta se convirtiera en una disciplina esencial de la educación en artes liberales hasta bien avanzado el siglo antepasado11. Aristóteles define la retórica como la técnica de persuadir. Tiene relación con la argumentación filosófica rigurosa –“acontece a la retórica ser como un esqueje de la dialéctica” (1994, p. 178)– pero es distinta de ella. ¿Por qué es necesario acudir a medios de persuasión que no son estrictamente lógicos? Ofrece dos razones, ambas ligadas a la relación entre la retórica y la deliberación pública. En primer lugar, “en lo que toca algunas gentes, ni aun si dispusiéramos de la ciencia más exacta, resultaría fácil, argumentando solo con ella, lograr persuadirlos, pues el discurso científico es propio de la docencia” (1994, p. 170), dado que “se supone que el que el que juzga es un hombre sencillo” (1994, p. 182). La otra razón consiste en que la retórica se utiliza en un contexto adversarial, el del debate público. “Si es vergonzoso que uno mismo no pueda ayudarse con su propio cuerpo [en la lucha física], sería absurdo el que no lo fuera también en lo que se refiere a la palabra” (1994, p. 171).
La técnica retórica tiene tres elementos: el ethos, o sea el talante del orador; el pathos, que usa la emoción para predisponer la audiencia, y el logos, la argumentación propiamente dicha. El ethos se refiere a las condiciones personales de quien habla (por ejemplo, su virtud o los servicios prestados a la patria) y su identificación con quienes lo escuchan. En palabras de Leith (2012), el discurso que utiliza el ethos está “basado en los supuestos comunes de su audiencia o, en casos especiales, el hecho de que esa audiencia tienda a ser deferente con la autoridad [del orador]” (p. 49). El pathos es “cuando [los oyentes] son movidos a una pasión por medio del discurso. Pues no hacemos los mismos juicios cuando estamos tristes que estando alegres, o bien cuando amamos que cuando odiamos” (Aristóteles, 1994, p. 177).
El logos, la argumentación, será el eje principal del análisis del presente libro. El logos de la