Jaulas vacías. Bibiana Camacho
hiciera su trabajo. Estuve merodeando con la cámara en los lugares que teníamos permitidos. El pasillo, la entrada del edificio, la parte del muro que me correspondía vigilar, y nada. De pronto noté una sombra que se desplazó rápidamente en la entrada del edificio. Fue algo fugaz, como si un fantasma hubiera atravesado corriendo de extremo a extremo el área que podía ver a través de la cámara. Suspiré, ya me había ocurrido en otras ocasiones. Alucinación depresiva, le llamaban. Se supone que es un síndrome que nos hace ver cosas que no existen y es producto de la soledad en la que vivimos. Dura unas horas y desaparece, pero si no desaparece y la Central se da cuenta, tienes que irte al otro lado del muro porque ya no sirves para vivir en sociedad. Aunque nunca he entendido a qué le llaman sociedad, si todos vivimos aislados, no nos conocemos y mucho menos interactuamos.
Di otro recorrido con la cámara y entonces no me quedó duda de que había un montón de sombras merodeando por la entrada del edificio, el muro e incluso el pasillo, justo afuera de mi departamento. Corrí hacia la mirilla y traté de observar, pero alguien había puesto un obstáculo. Regresé a la pantalla, los cuerpos del muro habían desaparecido. Traté de contactar a Georgina, pero no me contestó, y yo no podía comunicarme directamente si ella no me daba acceso. Llamé a la Central, me contestó la grabación de siempre y marqué la opción seis. Luego la comunicación se cortó. Tomé la pistola de plástico y apunté a la pantalla que reflejaba decenas de sombras que iban de un lado a otro, pero no me atreví a accionar el gatillo. Creí que venían a rescatarnos, no sé por qué cruzó esa idea por mi cabeza. ¿Será la gente que vive del otro lado del muro o será alguien más? ¿Cómo saberlo?
Agucé el oído pegado a la puerta del departamento, pero no escuché nada. Entonces abrí. Si habían traspasado el muro, yo quería verlos, saber quiénes eran. Sobre la mirilla había un chicle pegado; eso era todavía más extraño porque las golosinas estaba prohibidas, así como el alcohol, el cigarro, el azúcar, la sal. Era una medida preventiva para mantenernos sanos y no gastar en servicios médicos, porque si uno se enfermaba se convertía en un intruso.
El chicle color rosa aún estaba suave y en un extremo se veía la marca de un diente. Entonces una cascada de recuerdos aparecieron en mi mente. Recordé a mis padres, hermanos, amigos y a Federico, que se habían quedado del otro lado. Las demás puertas estaban cerradas y no escuché nada. Toqué el timbre de Georgina; no me abrió. Estuve un rato mirando de un lado a otro. Luego me aventuré a las escaleras, pero la puerta que les da acceso estaba sellada. Llamé al elevador; mientras esperaba pensé que alguien vendría dentro, pero llegó vacío.
Regresé a mi departamento; la pantalla estaba apagada, intenté encenderla varias veces sin éxito. Me recosté, estuve largo rato recordando mi vida pasada, antes de las Medidas de Emergencia, antes del Plan de Limpieza y Disciplina, antes de la gran crisis. Me quedé dormida de tanto llorar, ¿cómo había sido capaz de olvidar todo aquello durante diez años?
–Corazón, mi vida, ¿ya te levantaste? –la inconfundible voz melosa de Georgina me despertó–. Ya es tarde, ¿eh? Tu jornada está por comenzar.
No le contesté, me di un regaderazo rápido y me preparé café. Encendí la computadora y me dispuse a trabajar. Todo había sido un sueño, pensé, al ver la pantalla que funcionaba perfectamente; al otro lado del muro no había ni rastro de los cuerpos del día anterior. Luego observé el pasillo y la parte exterior del edificio: todo tranquilo.
–Mi vida, ¿ya estás trabajando? Sólo te quiero preguntar algo, no te quiero interrumpir, eso que me decías de la menstruación…
–¡Basta Georgina, deja de dar lata, chingá, estoy trabajando! –estaba de malas y en ese momento me daba igual que llamara a la Central para acusarme. Por fin dejó de molestar. Yo no lograba concentrarme, los recuerdos se arremolinaban en la memoria. Extrañaba mi vida anterior, a la gente que amaba, ¿qué caso tenía mantenerse con vida completamente aislada, muerta de miedo, sin gente querida y encima asesinando a los que se hallaban del otro lado del muro?
Poco antes de la comida Georgina tocó a mi puerta. Estaba por correrla cuando me jaló hacia su departamento. Estaba pálida y le temblaba la barbilla. Sin decir palabra me mostró su pantalla, mucho más grande que la mía y con varios recuadros pequeños para tener una visión más amplia de nuestro entorno. Había gente en Santa Fe: los de afuera habían logrado entrar; eran miles de personas deformes, organizadas en grupos que entraban a las torres; traían armas de todo tipo, ropa adecuada para un combate. Nuestra torre era la última y estábamos justo al lado de una que se había derrumbado; las minas no habían soportado tanto peso y prácticamente se tragaron al edificio. Había una especie de cráter y los de afuera ya lo estaban atravesando. Georgina hizo varios intentos por llamar a la Central, estaba desesperada, lloraba y repetía una y otra vez: “No me pueden hacer esto a mí, desgraciados, no me pueden hacer esto a mí”. Su desconsuelo se debía a que no se la habían llevado a un lugar seguro, si es que alguien pudo escapar.
Me levanté de un salto y dejé a Georgina sollozando, llamé al elevador y bajé a la planta baja. Los intrusos se aproximaban corriendo y yo abrí los brazos, creí ver a Federico y a mi hermano. Luego vi que levantaban las armas y me apuntaban, como en un videojuego.
¿QUÉ ESTÁS SOÑANDO?
La pregunta en un susurro la hizo sobresaltarse: “¿Qué estás soñando?” Miró alrededor todavía amodorrada, pero con el susto ahuecándole el estómago. No había nadie. Se dejó caer en la almohada y apretó los ojos.
El recuerdo del día, meses atrás, en que Yolanda desapareció regresó a su mente con una claridad abrumadora: al salir del elevador un sábado, pasado medio día, percibió el olor a esmalte de uñas que tanto detestaba. Lo habían hablado varias veces. “Píntate las uñas cuando no esté en casa y abre las ventanas para que se vaya la peste.” Azotó la puerta en cuanto el pestillo dio de sí. Creyó que la encontraría aplastadota en el único sillón del departamento, con los pies sobre el cristal de la mesa de centro, en la que habría varias botellitas de barniz de distintos colores y una cerveza en el piso. En efecto se topó con la escena que conocía tan bien, pero de Yolanda, nada. Abrió la puerta del baño sin tocar: nadie. Las pantaletas de ambas estaban colgadas una en cada llave del agua de la regadera. Las de ella, grandes y de algodón; las de Yolanda, diminutas y de encaje. Descubrió la taza del excusado lleno de mierda y la coladera de la regadera tapizada de los pelos tintados de azul de Yolanda. Ya le había dicho que los recogiera cada vez que se bañara, porque le daba asco toparse con ese conjunto de cabello celeste que no sólo obstruía el desagüe, sino que adquiría formas caprichosas como insectos repugnantes.
Dentro de la habitación desordenada tampoco encontró a Yolanda. Había ropa regada por todas partes. Varios pares de zapatos tapizaban el área de la duela cerca del clóset. Sobre el espejo con marco de latón colgaba un par de vestidos, entre los que reconoció uno que tenía rato sin encontrar y que pensó que estaría perdido en las profundidades de sus cajones. “Trampa, mentira”, esas dos palabras fueron las primeras que se le vinieron a la mente. Regresó a la sala y, después de meditar durante algunos segundos, tuvo el presentimiento de que la encontraría en su habitación; la muy cínica quizás estaría hurgando en sus cajones, en su armario. Le pareció raro que, con todo el escándalo, Yolanda no hubiera salido a su encuentro con esa sonrisa encantadora de “no rompo un plato” con la que lograba, con harta frecuencia, salirse con la suya. Pero en su cuarto tampoco estaba, a pesar de los indicios de que seguro había estado ahí momentos antes. Leticia solía ser sumamente ordenada y meticulosa con sus cosas, de modo que los cajones abiertos con la ropa regada y los cosméticos abiertos sobre el tocador no eran obra de ella.
Regresó a la sala desconcertada; el enojo iba y venía en oleadas intensas. Yolanda era desordenada, olvidadiza y confianzuda, pero se conocían hacía tanto que Leticia le tenía cariño y habían aprendido a convivir juntas.
Las preguntas se arremolinaron en su cabeza: ¿Y si le pasó algo?¿Y si alguien entró a casa? Observó la sala, no parecía faltar nada; la televisión, el aparato de sonido y las bocinas estaban en su lugar. De hecho había un disco en la tornamesa, uno de Thelonious Monk que Yolanda jamás escuchaba porque la aburría.
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