Llamadas de Ámsterdam. Juan Villoro
existió con él, la perfeccionaba en su imaginación para hacerse el mayor daño posible.
Con todo, hubo un tiempo, diez años ya espectrales, en que vivieron juntos. Su momento decisivo, la “condensación” de la que le hablaron al menos dos terapeutas, tenía un solo nombre, “Ámsterdam”. Juan Jesús obtuvo una beca para mirar la luz que entraba por las ventanas de Vermeer. Se vio en bicicleta, con una bolsa de red en el manubrio para llevar pan o quesos o pinturas. Nada le hubiera molestado más en México que andar en bicicleta y llevar el pan colgado del manubrio, pero Ámsterdam estaba para eso, para vivir de otro modo y hacer estimulantes las molestias. Nuria aceptó el plan con sencilla felicidad. Renunció a su trabajo sin alardes ni reproches ni gestos concesivos, compró guías de los Países Bajos, descubrió a un novelista policiaco que narraba estupendos asesinatos en los muelles de Róterdam, consiguió una agenda para su vida futura con un Mondrian en la portada.
Empacaron sus adornos, muebles y libros favoritos y los mandaron por barco a esa tierra donde le ganarían terreno al mar.
Después de varias reuniones de despedida en las que alguien aconsejaba ir a San Petersburgo y en el entusiasmo de la noche sonaba no sólo lógico sino necesario ir a Holanda para conocer las noches blancas de Dostoyevski, Nuria fue a ver a su padre y regresó descompuesta.
–¿No me vas a preguntar nada? –Habló como si llevaran una eternidad en silencio y él ya hubiera acabado de descorchar la botella que tenía en las manos.
–¿Qué te pasa? –preguntó, en forma maquinal.
El padre de Nuria tenía leucemia. Se la acababan de descubrir. Él había querido ocultar su enfermedad, pero la madre decidió enterar a las hijas.
Las lluvias habían llegado a la ciudad y un torrente negro lamía las ventanas, como una concreción del ánimo en ese departamento sin adornos. Juan Jesús acarició a Nuria. Le pareció más hermosa y lejana que nunca. La oyó llorar durante dos, tres horas. No sabía que se pudiera llorar tanto. Al cabo de varias tazas de té que dejó intactas, Nuria dijo:
–No lo voy a volver a ver.
Juan Jesús supo lo que tenía que hacer. Era su turno.
Canceló el viaje con la misma sencillez con que ella lo aceptó. Fueron sus mejores días juntos. Nuria irradiaba una dicha absoluta entre los estantes donde las cosas favoritas habían desaparecido. Tardaron en comunicar su cancelación a los amigos y pasaron semanas sin citas, dignas de su agenda vacía con el Mondrian en la portada. Las molestias locales se volvieron tan sugerentes como las que anhelaban en Ámsterdam; misteriosamente, estaban de regreso. Les gustaba hablar a Holanda para preguntar por sus cosas y averiguar la ruta por la que volverían. Su única ocupación era Felipe, el padre de Nuria. Tenían que estar con él, apoyarlo como pudieran. En esos días de mudanza inmóvil, Juan Jesús propuso tener un hijo. Nuria se frotó la ceja donde supervisaba sus problemas. Tardó en contestar. No descartaba nada pero aún debía probarse cosas a sí misma y, sobre todo, debía velar por su padre; sus reservas emocionales se consumían en esa enfermedad; tal vez después, claro que sí, no creas que no.
Felipe Benavides había sido senador de la república por el PRI, un hombre de cuidada oratoria, con ciertos excesos de vocabulario (decía “justipreciar”, había colocado un balcón circundante en su biblioteca sólo para referirse al “ambulatorio”, opinaba que el tequila reposado era más “sápido”). Oírlo era como verle los zapatos, lustrados por un bolero que pasaba a diario por su casa. Juan Jesús tenía una estupenda mala relación con él. Felipe Benavides procuraba por todos los medios que su voluntad se confundiera con los deseos de los demás. Organizaba viajes, comidas, idas al teatro, como si obedeciera los caprichos de una grey exigente. Lo favorecía el hecho de tener cuatro hijas semihistéricas entre las que intercedía con tácticas de tahúr. Nuria era la quinta. Creció un poco a destiempo, relegada de la pandilla inquieta, ruidosa, competitiva. Sus hermanas vivían para medirse entre sí y disputar por la predilección del senador.
A los 67 años, Felipe Benavides preservaba su abundante cabellera en un esmerado tono caoba. Al tercer tequila, sus ojos adquirían el brillo lapislázuli que hizo leyenda en la Facultad de Derecho. La práctica de la abogacía le había dejado contactos de hierro para asegurarse puestos más o menos políticos y un sinfín de anécdotas escabrosas para amenizar reuniones. Aunque lo que contaba era siempre venal, ruin, miserable, su voz de locutor de los años cuarenta y sus fantasiosos adjetivos daban una confusa dignidad a las historias del hampa, el latrocinio, los sótanos de la justicia. Había conquistado a más de una mujer con sus patricias descripciones del mal; quien lo escuchaba se sentía misteriosamente protegido por sus palabras, en un círculo cómplice; el senador hablaba con la pericia del sobreviviente, de quien sabe que los modos raros son los verdaderos. Aquel abogado sin deseos de litigar trabajó a fondo en las sobremesas y urdió una red de solidaridades que lo llevó al escaño que reclamaba su apostura física: existía para aparentar a un senador.
Pero en nada invirtió tanta energía como en lograr la irrestricta adoración de sus hijas. Logró transformar a su mujer en una sombra conveniente, algo más que una criada, algo menos que una tía que estuviera de visita. La genética respondió con fanática lealtad a sus deseos. Las cinco tenían su sonrisa avasallante. Un hijo (que juraba haber deseado) hubiera arruinado su neurótico harem. La primera vez que Juan Jesús vio a Nuria junto a su padre conoció los alcances de la idolatría: se anticipaba al complejo código de señales del senador con una ternura hipertensa.
–¿Cómo te cayó? –le preguntó ella después del primer encuentro.
–Se pinta el pelo, ¿verdad?
Así selló su estupenda mala relación con el suegro. Felipe Benavides era un benefactor interesado; se las arreglaba para ayudarlos en pos de fines egoístas que tarde o temprano llegarían. Nuria lo adoraba con una entereza envidiable que trataba en vano de ocultar. Obviamente, todo podría haber sido peor. Juan Jesús se resignó a disfrutar las bulliciosas reuniones en casa de sus suegros.
En algún momento se preguntó si habrían cancelado el viaje en caso de que la madre enfermara. La suposición era absurda; aquella mujer estaba hecha para extinguirse en forma fulminante, sin dar molestias. En cambio, su suegro se entregó a un tránsito despacioso, sin muchos síntomas aparentes, que acercó a sus cinco hijas y renovó sus posibilidades de disputa. Una confiaba en los hospitales de Houston, otra estaba casada con un cardiólogo que odiaba al inmunólogo de Benavides, la tercera recomendaba curaciones con planchas de bronce y brujos de Catemaco, la cuarta repasaba los seguros médicos y posibles demandas por negligencia. Sólo Nuria parecía un tanto al margen. Poco a poco, Juan Jesús entendió su verdadera fuerza, lo mucho que se parecía a su padre. Con suave reticencia, la hermana menor se convirtió en árbitro de las disputas y llevó los acuerdos comunes al rumbo que deseaba. Desde su cama de enfermo, Felipe la miraba con la misma idolatría que ella solía brindarle.
Los muebles aún no regresaban de Holanda cuando ella decidió pasar las noches en casa de su padre. Los médicos insistían en el “elemento emocional” y el apoyo de Nuria resultaba decisivo. Al cabo de unas semanas, la mejoría fue asombrosa; el mal seguía en el cuerpo, pero neutralizado. Una tregua para vivir. Cuando llegó el Derby de las Américas, el senador volvió al hipódromo, con unos binoculares costosísimos, regalo de su hija menor. En las muchas comidas de festejo, entrelazaba sus dedos con los de Nuria y le besaba el dorso de la mano: “Mi doctora estrella”, decía. Ahora, el tercer tequila no lo llevaba a la picaresca del crimen sino a considerar que la leucemia había remitido lo suficiente para permitirle morir de cualquier otra cosa. “Estoy tan sano como ustedes”, señalaba de uno en uno a los contertulios, como si les atribuyera enfermedades aún no descubiertas.
Juan Jesús había cobrado cierto afecto por el hombre de repentino pelo blanco y voz débil, que aceptó con silencio y entereza la posibilidad de morir. El sobreviviente, en cambio, hablaba en tono ventajoso, se ufanaba del final que no llegó pero le otorgaba derechos raros; había estado en el umbral como en los separos policiacos; su cuerpo negoció una tregua en esas sombras.
Era ruin criticar a Felipe por sus desplantes de convaleciente, pero las ideas de Juan Jesús se enredaban