Rebeldes. Amy Tintera
ha salido a cazar con algunos de nosotros. Volverán pronto —me sonrió—. Va a estar contentísimo de verte. Habla de ti todo el tiempo.
El Riley que había conocido no hablaba mucho, quizá Micah estaba exagerando. Aun así, sentí alivio. Riley y yo no éramos exactamente amigos de la manera en que Ever y yo lo habíamos sido, pero me había sentido triste cuando pensé que había muerto.
Micah me llevó a una tienda mediana al fondo de la reserva, que se había utilizado como área de dormitorios improvisada. Había mantas y almohadas esparcidas por todos lados y algunos Reiniciados todavía dormían en los rincones. Había pilas de ropa en una mesa.
—Escoge lo que creas que te va bien —dijo Micah—. He hecho que todos entregaran la ropa extra que tenían para que los nuevos Reiniciados pudieran ponerse algo.
Me giré para mirar rápidamente, preguntándome si los Reiniciados de la reserva nos odiaban en secreto. Yo lo haría.
Cogí unos pantalones y una camiseta de manga larga que era más o menos de mi talla y volví a salir con Micah.
—Te veré allí, junto a la fogata, para desayunar cuando estés lista —me dijo.
Asentí y me dirigí al otro lado de la reserva, al área de duchas. Ayer me había dicho un Reiniciado que habían instalado el sistema de drenaje hacía varios años y parecía funcionar muy bien. Los cubículos del baño eran pequeños y cerrados, de madera, pero las duchas no tenían más que una pared que separaba una de la otra, con la parte de enfrente completamente abierta. No había cortina para cubrirse.
Cogí un diminuto pedazo de tela (parecía que habían cortado todas las toallas por la mitad) y me dirigí hasta la última de la fila, cuidando mantener las cicatrices de mi pecho escondidas mientras me duchaba rápidamente en el agua helada. Ya era suficientemente rara por aquí. No necesitaba que la gente susurrara sobre mis feas cicatrices también.
Temblé mientras me secaba con la toalla y alcanzaba mi ropa.
—Oye, Wren, ¿estás aquí?
Me detuve al escuchar la voz de Addie.
—¿Sí?
Sus pasos se acercaron y su cara apareció al otro lado de la pared.
—¡Oye! —le grité, apretándome la toalla contra el pecho. Gesticulé para que se fuera—. ¿Me puedes dar un minuto?
—Cielos, lo siento —su voz sonó molesta mientras retrocedía hasta desaparecer de mi vista—. No sabía que eso te pusiera así.
Rápidamente me metí una camiseta por la cabeza.
—Casi estoy vestida.
—Qué bien, porque tenemos un problema.
Suspiré mientras me subía los pantalones y me secaba el pelo con la toalla. Estupendo. Justo lo que necesitaba, más problemas.
Salí de la ducha y la encontré a un par de metros, cruzada de brazos. Eché la ropa sucia en un cubo etiquetado Lavandería y caminamos hasta la luz del sol.
—¿Cuál es el problema?
—Los maniáticos que dirigen este lugar son el problema —Addie lo dijo en voz alta, de modo que varios de los Reiniciados que estaban por ahí se giraron y fruncieron el ceño.
Me detuve y la miré.
—No creo que hacerlos enfadar ahora sea la mejor idea —le dije en voz baja.
—No me importa —señaló algo, aunque cuando seguí su dedo no pude discernir exactamente qué—. Esa loca está reuniendo a todas las chicas y les está diciendo que se saquen los chips anticonceptivos.
Arqueé las cejas.
—¿Qué loca?
—La pelirroja, Jules. La compinche de Micah.
—¿Le has dicho que no?
—Sí, le he dicho que no. Parece ser que es mi deber tener hijos. Parece ser que se alienta la procreación. Y como soy una Menos-Sesenta, me animan en especial —levantó las manos en el aire—. ¡Algunos de los Reiniciados de Austin están creyendo estas tonterías!
Me moví incómodamente mientras miraba de reojo a Jules, que estaba fuera de una tienda no muy lejana. Su pelo rojo flotaba en la brisa y mantenía los ojos entrecerrados mientras nos miraba.
Eso era extraño. Y no exactamente algo con lo que quisiera lidiar.
—No lo tienes que hacer—dije.
—¡Vaya que no lo tengo que hacer!
—¿Hay algún problema aquí?
Me di la vuelta para ver a Micah de pie detrás de mí, con una ceja arqueada. Me miró con calma, luego a Addie.
—Tu compinche quiere que me quite el chip anticonceptivo —dijo Addie.
Arqueó las cejas aún más.
—¿Mi compinche?
—Jules —le dije, mientras le dirigía una mirada de cálmate a Addie. Apenas la conocía y sus tendencias parlanchinas ya estaban poniéndome de nervios.
—Sí —ignoró mi mirada—, dice que es mi deber.
—Bueno, no sé si tu deber, pero aquí somos muy afectos a los niños Reiniciados —dijo Micah imparcialmente.
—No lo voy a hacer.
— La CAHR te esterilizó a la fuerza —dijo Micah.
—Eso no me molesta.
La mandíbula de Micah se movió, como si intentara controlar el mal genio.
—Debería ser su decisión —le dije en voz baja—. No la vas a obligar, ¿no?
Traté de mantener el tono de la pregunta ligero, pero en realidad estaba preocupada.
—No, es decisión suya.
Suspiró, como si estuviera decepcionado.
—Qué alivio —dijo Addie secamente—. Yo y mi fábrica de bebés vamos a decírselo a las demás.
No sabía si mirarla con exasperación o reírme por el comentario, y las comisuras de su boca se levantaron en una sonrisa cuando captó las dos expresiones en mi rostro. Borré de él todo rastro de diversión y me giré hacia Micah.
—Me sorprende que sobreviviera en la CAHR —dijo Micah, mirándola mientras se alejaba—. No parece recibir muy bien las órdenes.
Me encogí de hombros. Addie había estado en la CAHR durante seis años, así que debía haber hecho algo bien. Y yo no podía evitar pensar que quizá simplemente estaba cansada de que le dieran órdenes. Sin duda yo lo estaba.
Dos niños Reiniciados corrían alrededor de la fogata y Micah siguió mi mirada. Sonrió de oreja a oreja.
—¿Genial, no crees?
—Extraño —murmuré. La niña Reiniciada tenía unos cuatro años y gritó mientras una niña más pequeña la perseguía peligrosamente cerca del fuego. Nadie parecía preocuparse por eso, así que supuse que no importaría si las dos se caían y se asaban.
Si animaban a engendrar bebés Reiniciados, no parecía haber mucha gente dispuesta a hacerlo. Sólo había visto al bebé anoche y a otro niño, además de las dos pequeñas cerca de la fogata.
—¿Hay muchos niños? —le pregunté.
Micah se dirigió hacia la mesa de comida y me hizo señas para que lo siguiera.
—No —dijo, cabizbajo, mientras me pasaba un plato hondo—. Había más, pero ya se fueron.
—¿Adónde? —pregunté. Una chica como de mi edad me puso avena en el plato. En realidad, casi todos tenían