Venganza. Amy Tintera
Desde los escalones del cobertizo de su cabaña, Aren observaba a dos guerreros levantar una tienda de campaña. El viento soplaba fuerte y les estaba costando trabajo impedir que la tienda se moviera mientras clavaban los postes en la tierra. Podría haber ofrecido ayuda o conseguir a un ruino elemental que desviara las ráfagas, pero ese día no se sentía especialmente caritativo. Ningún día, en realidad.
Jovencito, los ancestros no te bendijeron con ese don para que te lo guardaras. La voz de su madre sonó con claridad en sus oídos. Estaba casi seguro de que nunca le había dicho exactamente eso, pero no importaba. Su voz siempre estaba en su cabeza, incluso cuando él no la quería ahí.
—Mi don no sirve para montar una tienda de campaña —refunfuñó en voz alta. Imaginó la mirada de desaprobación que habría recibido por esa afirmación.
—¿Qué has dicho?
Aren se sobresaltó. Iria se encontraba frente a él. Él podía jurar que esa joven no tocaba el suelo al caminar. Siempre se aparecía así, de repente.
—¿Qué? Nada —dijo rápidamente—. Hola, Iria.
Ella sonrió.
—Hola, Aren.
Parecía exhausta, a consecuencia del programa brutal que se habían impuesto para llegar a Ruina lo más pronto posible. De todos modos, tenía esa belleza que la ropa sucia y un par de ojeras no podían ocultar.
—Me alegra ver que lo lograste —dijo agachándose para sentarse junto a Aren en el escalón. Su hombro rozó el de él.
—Os busqué a Em y a ti tras la batalla en el Fuerte Victorra.
—Nos fuimos enseguida, por riesgo a represalias: Olivia mató a la reina.
Eso no era del todo cierto. No había posibilidad de represalias, no después de que Olivia matara a la reina de Lera. Él no había visto a Olivia hacerlo (estaba herido, tirado en el suelo, cerca de ahí), pero había oído la respiración atemorizada de Cas y los llantos sofocados. Ese sonido se parecía tanto a los gritos de Aren la noche que murieron sus padres que se puso las manos en las orejas para intentar ignorarlo. De nada había servido.
—Sabes que no habría hecho este viaje si los guerreros trajeran algo malo entre manos, ¿verdad? —preguntó Iria. Su expresión era seria y estaba tratando de mirarlo a los ojos; él se resistía.
—Lo sé. No imagino que me hubieras mantenido con vida en la selva sólo para venir aquí a matarme.
Cuando mencionó la selva, algo titiló en el rostro de Iria. A él de pronto el corazón empezó a latirle con fuerza y se frotó la nuca tratando de ignorarlo.
—Qué bonito hogar has montado aquí —dijo Iria tras un silencio incómodo. Aren se encogió de hombros. No era un hogar, y de ninguna manera era bonito.
—Hemos traído comida —prosiguió Iria—. ¿Te lo dijo Em? Muchas alubias y algo de carne seca.
—Lo sé, gracias —se puso en pie y luego deseó no haberlo hecho. Extrañó la tibieza de ella a su lado—. Dime si tenéis algún problema. Manteneos alejados de los ruinos, sobre todo de Olivia.
Iria se levantó.
—¿Cómo está ella?
—Adaptándose. Y enfadada, desde luego. Estuvo un año en cautiverio y salió para descubrir que el noventa por ciento de los ruinos habían sido asesinados. Rara vez está de ánimo caritativo.
—Entiendo.
Era imposible que lo entendiera, pero Aren no lo señaló. En cambio, dijo:
—Aquí estás a salvo —aunque en realidad no podía garantizarlo.
Iria le sonrió. Arrugaba un poco la nariz cuando sonreía, con lo que la atención se centraba en sus pecas.
—Gracias, Aren.
Él rápidamente dio media vuelta y entró en la cabaña. Olivia estaba junto a la ventana, descorriendo la cortina mientras miraba hacia afuera a hurtadillas.
—Conozco a esa chica —dijo Olivia—. Solía venir al castillo cuando yo era más joven.
—Iria. Estuvo con nosotros en Lera.
—Eso, Em lo mencionó.
Olivia vio cómo Iria se alejaba.
—¿Confías en ellos, en los guerreros?
—Claro que no —y tras una pausa añadió—: confío en Iria.
Olivia levantó una ceja. No era un gesto aprobatorio.
—Bueno, casi... —añadió enseguida—. Es que... en la selva, cuando los guerreros me capturaron, ella ofreció dejarme ir.
—¿Ella qué?
“Quitaré esa venda de tus ojos.” También las palabras que Iria había pronunciado unas semanas atrás sonaban en sus oídos. Estaban en la selva, la noche siguiente a que los guerreros apresaran a Em y a él, y que Cas escapara. Él tenía una venda en los ojos y los brazos atados frente a él cuando esa voz dulce susurró en su oído.
—Ofreció soltarme... —dijo mientras el calor subía por su cuello. El recuerdo de Iria tirando de la venda para quitársela tomó forma en su cabeza... La manera como él parpadeó en la oscuridad para toparse con ella tan cerca que su narices casi se tocaban.
—Y... ¿qué? ¿Te quedaste de todas formas? ¿No llegaste a la fortaleza con los guerreros?
—No acepté su ofrecimiento —dijo—. Podrían haberla acusado de traición. Ella me aseguró que los guerreros no me matarían, así que me quedé. Era mejor tenerlos vigilados.
—Supongo —dijo Olivia escéptica.
Aren se dio la vuelta, temeroso de que ella viera las emociones que surcaban su rostro. El recuerdo de esa noche ardía con tal claridad en su mente que era difícil mantener una expresión neutral.
“No seas tonta”, dijo él aquella vez después de que Iria le quitara la venda, con un rastro de humor en la voz, “podría matarte”.
“No vas a matarme.” Lo afirmó con tal seguridad que Aren se sintió insultado. Todavía recordaba la risa tranquila que siguió, como si fuera la cosa más ridícula que ella hubiera escuchado jamás. Antes de eso, él no había conocido a un solo humano que no le temiera.
Declinó su ofrecimiento; ella volvió a colocarle la venda y se acomodó junto a él. A la mañana siguiente, Aren despertó con la cabeza en su hombro y los otros soldados se rieron de él. Ella apretó su mano discretamente y se marchó.
—Su primera lealtad es con los guerreros —dijo Olivia con firmeza—. Siempre lo será.
Aren asintió con la cabeza. No tenía sentido discutir con ella ni intentar explicar que una guerrera tenía en realidad buenas intenciones, que Iria había ofrecido cometer traición por él.
Quizás era un estúpido, o demasiado optimista, o estaba distraído por la manera como se le arrugaba la nariz cuando sonreía.
Pero Aren estaba casi seguro de que la lealtad de Iria estaba con él, no con sus compañeros guerreros.
DIEZ
El aire estaba cargado de risas y música. Em se detuvo en el cobertizo de su cabaña y buscó de dónde venía el ruido. Los guerreros habían encendido una gran fogata frente a sus tiendas. Una muchedumbre rodeaba a un hombre con una guitarra, sentado en una roca.
Em echó un vistazo a las cabañas a su alrededor. Había algunos ruinos observando desde sus ventanas pero ninguno se unió a los guerreros.
Em abrió la puerta y asomó la cabeza dentro de