Venganza. Amy Tintera

Venganza - Amy Tintera


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la Ley sobre Lealtad en Tiempo de Guerra. Toda amenaza contra el gobierno o contra nosotras se considerará traición y como tal será castigada —ladeó la cabeza con una gran sonrisa hacia Davi—. ¿Entendido?

      Davi palideció. Em se apretó las manos. En realidad, Olivia y ella no habían hablado de eso. La Ley sobre Lealtad en Tiempo de Guerra no había estado en vigor desde que su madre era adolescente. No admitía el menor desacuerdo con los soberanos. No había sido popular.

      —Entendido —dijo Ivanna con la voz entrecortada—, su majestad.

      —Fabuloso —dijo Olivia dando una palmada—. Vamos a trabajar bien juntos, ¿verdad que sí?

      Em miró los rostros a su alrededor. Davi e Ivanna parecían molestos. Mariana y Aren parecían nerviosos. Sólo Jacobo respondió con una sonrisa.

      Em tuvo la sensación de que aquel consejo estaba condenado al fracaso.

      CINCO

      g1

      —¿Qué piensa, su majestad? —Aren preguntó a Em en tono divertido y ella le sonrió. Pero más que divertido estaba orgulloso, y le dio la impresión de que Em lo sabía.

      —Se ven perfectas.

      Aren echó una mirada a la hilera de cabañas de troncos a lo lejos. Esa mañana había salido con Em, Olivia y Mariana a caminar en busca de las cabañas de los mineros; en sólo dos horas las hallaron. Olivia y Mariana caminaban delante de ellos.

      Había cerca de treinta. La mitad eran viejas, con techos irregulares y cobertizos torcidos. Estaban ahí desde que Aren tenía memoria. Las demás eran recientes: las habían construido los intrusos de Lera.

      —Debió haber mucha gente aquí trabajando en las minas —dijo Aren—. No sabía que Lera estuviera tan interesada en el carbón.

      —Es Olso la que lo está —dijo Em—. Mi madre decía que por eso mantenían tan buenas relaciones con nosotros.

      —¿Para qué?

      —Buena pregunta.

      —¡Para sus barcos! —gritó Mariana girándose hacia ellos. Se detuvo para dejar que la alcanzaran—. Usan carbón para propulsar sus barcos. Estuve en uno de ellos camino de Olso a Lera.

      —Propulsarlos ¿cómo? —preguntó Em.

      —Decían que es un motor que funciona a vapor. Nunca había estado en un barco tan veloz.

      Olivia frunció el ceño.

      —Entonces probablemente los guerreros seguirán siendo una amenaza.

      —Con toda seguridad —dijo Em.

      Olivia puso mala cara antes de volver a mirar las cabañas.

      —Son deprimentes.

      —Mejores que las tiendas de campaña —dijo Aren.

      —¿Cuánto tiempo crees que tome reconstruir el castillo? —preguntó Olivia.

      —Años.

      Olivia lo miró horrorizada.

      —¡¿Años?!

      —Eso dijo Ivanna.

      Olivia sacudió la cabeza.

      —No. Iré a hablar con ella, debemos acelerar las cosas. Nunca nos tomarán en serio si vivimos en estas chozas.

      Aren no creía que fuera tan importante dónde vivieran. Castillo, tienda, cabaña: todos eran sitios inseguros. El castillo que alguna vez había sido su hogar había desaparecido, y no le interesaba mucho construir uno nuevo. Sus padres nunca volverían a vivir allí con él, así que nunca lo sentiría como su hogar.

      Olivia echó a correr; su cola de caballo se sacudía de un lado a otro.

      —¡Por lo menos elijamos la mejor para nosotras, Em!

      Em rio.

      —¡La que quieras!

      —Vamos a tener que dormir muchos en cada cabaña —dijo Aren—. No me pongáis con Jacobo: ronca.

      —Puedes quedarte conmigo y con Liv —dijo Em.

      —¿De verdad? Pensé que tendríais vuestra propia cabaña ahora que sois reinas.

      —Tenemos espacio limitado —Em se encogió de hombros—. Además, te prefiero cerca.

      —Por mi reina, lo que sea —dijo él con una sonrisa burlona y dándole un empujoncito con el codo.

      —¿Lo que sea? Porque me gustaría un baño caliente y una gran cena con tartas de higo de postre, por favor.

      El estómago de Aren rugió. Estaban alimentándose a base de nueces, semillas y los peces que el río proveía. Pronto la comida sería un verdadero problema. En Ruina casi no había cultivos.

      —Eso quisiera yo también —respondió. Cogió la cantimplora que llevaba colgada del cinturón y dio un trago—. Tenía sus ventajas estar en Lera, ¿o no?

      Em asintió con la cabeza, sin decir palabra. Era evidente que intentaba mantener una expresión impasible, pero cada vez que Aren mencionaba a Lera, o a Cas, sus rasgos se ensombrecían.

      Él no entendía el afecto de Em por Cas. No quería entenderlo. De todos modos, nunca volvería a verlo. Al menos eso esperaba Aren. Él no quería volver a ver a un solo habitante de Lera, jamás. Que Cas estuviera lejos era lo mejor, aunque eso entristeciera a Em.

      Sintió pinchazos en la piel cuando el viento sopló sobre su nuca. Giró los ojos al cielo.

      Ya lo sé, ya lo sé, se dijo.

      El viento no amainó, como convencido de que en realidad nada sabía; como si supiera que Aren no escuchaba las palabras de su madre que se repetían en su cabeza: La amabilidad que muestres a los demás algún día regresará.

      El viento tenía razón: no estaba escuchando las palabras de su madre. Él toda la vida había sido amable, hasta el momento en que sus padres fueron asesinados y su casa incendiada. Lo que había mejorado la vida era la acción, no la amabilidad.

      Volvió a echar un vistazo al rostro sombrío de Em. Habían sido amigos desde que aprendieron a caminar. Por lo general, podían hablar de lo que fuera.

      Abrió la boca pero las palabras se quedaron atoradas en su garganta. Siempre se quedaba sin brío cuando más necesitaba hablar.

      Llegaron a las cabañas y Olivia salió de una.

      —Son mejores las viejas —dijo—; las nuevas son más pequeñas.

      —Deberíamos quedarnos con una de las chicas —dijo Em—. Seremos sólo Aren, tú y yo.

      —Está bien —dijo Olivia exhalando ruidosamente. Le guiñó un ojo a Aren como si en realidad no estuviera enfadada. Se parecía mucho a Em, con la misma piel aceitunada, el mismo cabello oscuro, pero, irónicamente, en versión más pequeña y frágil.

      Un movimiento fugaz llamó su atención y giró la cabeza bruscamente a la izquierda. Dos hombres salían dificultosamente de la última cabaña. Uno estaba herido y llevaba la pierna izquierda a rastras mientras su amigo lo cogía del brazo. Se alejaron de las minas en dirección a los árboles desnudos del norte.

      —Parece que tenemos algunos rezagados —dijo Olivia.

      —Déjalos —dijo Em—, apenas pueden caminar.

      Olivia apretó los labios.

      —¿Ellos nos dejaron ir cuando apenas podíamos caminar? —Y señalando a Aren añadió—: ¿Lo dejaron ir después de quemarle la mitad de la piel?

      Aren escondió las manos, de pronto plenamente consciente de su estropeada carne. En realidad, no


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