La Familia de León Roch. Benito Pérez Galdós
un monstruo. Habrá honradez, señor sabio; habrá honradez, hijos y hasta nietos.
—¿Has elegido?
—He elegido... Te advierto que no doy gran valor á la belleza física. Los hombres superiores no se dejan seducir y enloquecer como tú por unos ojos más ó menos grandes y una boca que luego han de afear los años... La hermosura tan sólo vive ¡ay! como dijo el poeta, l’espace d’un matin... Hay un conjunto agradable y simpático, maneras distinguidas, cierta discreción, cierta travesura agradable, chiste y hasta sandunga... De educación no estamos bien; pero no pensamos poner cátedra... Hay mucho bueno, algo que no lo es tanto; abundan las genialidades tontas, los caprichos, los hábitos de despilfarro...»
León palideció, fijando en su amigo una mirada ávida.
«A mí me importa poco que rompa platos que no valen nada, que haga pedazos un cuadro de Murillo, que haga picadillo de encajes... Hay cosas en que los maridos no deben meterse.»
Roch miró con estupidez el hule verde de la mesa en que apoyaba sus codos.
«¡Hombre, cómo se va el tiempo!...—dijo bruscamente, levantándose y abriendo la ventana.—¡Si es de día!...»
La claridad de la mañana entró en la sala. Iluminados por aquélla, los dos rostros aparecieron melancólicos y pálidos. La luz de la lámpara brillaba aún lacrimosamente dentro del tubo y alargaba fuera una lengüeta negra, delgada, hedionda.
«¡Qué vida para reparar la salud!» dijo León. Miró luego por la ventana el cielo turbio y lloroso, cuya tristeza servía de cuadro sombrío á la tristeza de los dos trasnochadores. León empleó un rato en la contemplación vaga de que apenas se da cuenta el espíritu en horas de cansancio y que fluctúa entre el sueño y la pena, no siéndonos posible decir si dormimos ó padecemos. En aquel momento Federico halló en su amigo un aspecto excesivamente triste, pues todo en él era negro, la ropa y la barba; y su hermosa fisonomía, de un moreno subido, tenía cierto tinte acardenalado, á causa del insomnio. Su ancha frente, llena de majestad, mas revelando brumosas cavilaciones, dominaba su persona como un cielo cerrado y opaco que guarda en sí la luz y sólo muestra las nubes.
Volviéndose repentinamente hacia su amigo, León dijo: «Pues buena suerte.
—Siento no poder dormir un poco—manifestó Federico.—Me muero de sueño; pero tengo que ponerme en camino con Fúcar.
—¿Te vas?
—¿No te lo había dicho? Se han empeñado en que les acompañe... Vamos adelante, adelante con los faroles.»
Cimarra aderezó sus palabras con una sonrisa maliciosa.
«Buen viaje,» dijo León volviéndole la espalda.
Sintióse más tarde el ruido de los coches del Marqués, ya dispuestos para llevar á los viajeros á la estación de Iparraicea. Subió Federico á su cuarto para arreglarse precipitadamente, y al poco rato oyóse en el falansterio el estrépito que acompaña á la salida y entrada de huéspedes, arrastre de equipajes, rugido de mozos, chillar de criados. León permaneció en la sala de juego, y aunque sentía la voz del Marqués y de su hija que entraban en el comedor para desayunarse, no quiso salir á despedirles.
Media hora después partió un ómnibus cargado de mundos y de criados, seguido de la berlina que llevaba á los tres viajeros. León vió el primer coche pasar junto á su ventana; pero antes de ver el segundo, dió media vuelta, y marchando de un ángulo á otro con las manos en los bolsillos, dijo para sí: «Debo estar tranquilo: yo no tengo culpa.»
Salió después al pasillo, donde empezaban á aparecer arrebujados y claudicantes los bañistas de más fe. Los bañeros, con sus mandiles recogidos, entraban en los calabozos donde yacen las marmóreas tinas, y con el vaho sulfuroso salía por las puertecillas ruido de los chorros de agua termal y el de las escobas fregoteando el interior de las pilas.
Después salió á la alameda, y como viese á lo lejos los dos coches que subían por el cerro de Arcaitzac, dió un suspiro y dijo para sí:
«¡Desgraciados los que no logran encadenar su imaginación!»
Descansó tres horas en su cuarto, y á las nueve ocupaba un asiento en el coche de Ugoibea. Su semblante había cambiado por completo, y parecía el más feliz de los hombres.
VIII
María Egipciaca.
Pasaron algunos meses, y León Roch se casó el día señalado, á la hora señalada y en el lugar señalado para tan gran suceso, sin que cosa alguna contrariase el plan formado á su debido tiempo y con todo rigor cumplido. Su alma gozaba de aquel contento que viene tranquilo, manso y sin ruido, como el soplo de primavera; contento que recrea la vida sin embriagarla, y que ofreciéndose al alma en dosis mesuradas, no la deja satisfacerse por entero, y así la pone á salvo del tedio. Filósofo y naturalista, León creyó que ningún estado mejor podía ni debía ambicionar.
La belleza de María Egipciaca tomó desarrollo admirable después de la boda, y en este aumento de hermosura vió el esposo como un gallardo homenaje tributado por la Naturaleza á la idea del matrimonio, tan sabia y filosóficamente llevada de la teoría á la práctica. «Somos un doble espejo, decía, en el cual mutuamente nos recreamos, y á veces no sabemos si la imagen contemplada es la mía ó la de ella. De tal modo se confunden nuestros sentimientos.»
El amor de María Egipciaca, que era al principio tímido y frío como corresponde á un Cupido bien educado que acaba de quitarse la venda, fué bien pronto arrebatado y ardoroso. La pasión, que primero había estado detrás de la cortina, presentóse después con su tea incendiaria, su cáliz divino, su dogal de ansias perpetuas que producen una estrangulación deliciosa, por lo que el marido estuvo durante algún tiempo olvidado de sus planes pedagógicos, aunque su razón en los momentos lúcidos le hacía comprender la urgente necesidad de ponerles en uso y de realizar en la práctica el mejor de los sistemas. Poco á poco fué recobrando su habitual equilibrio, y los sentimientos irritados descendieron al punto subalterno que en su alma les correspondía. Hallóse al fin como quien sale de un letargo. Vió su espíritu como grande y hermoso país que ha estado largo tiempo ocupado por una inundación; pero ya las aguas bajaban, dejando ver primero los picachos más altos, después las lomas, al cabo la llanura. Entonces dijo: «Esto va pasando: necesariamente tiene que pasar. Cuando pase, yo abordaré resueltamente la temida cuestión, y empezaré á modelar (empleaba con mucha frecuencia este término de escultura) el carácter de María. Es un barro exquisito, pero apenas tiene forma.»
La mujer de León Roch era de gallarda estatura y de acabada gentileza en su talle y cuerpo, cuyas partes aparecían tan concertadas entre sí y con tan buena proporción hechas, que ningún escultor la soñara mejor. Sus cabellos eran negros, su tez blanca linfática con escasísimo carmín, y así se realzaba su expresión seria y apasionada en tal manera, que cuantos la veían se enamoraban y sentían envidia de su esposo. No tenía tipo español, y su perfil parecía raro en nuestras tierras, pues era el perfil de aquella Minerva ateniense que rara vez hallamos en personas vivas, si bien suele verse en España y en Madrid mismo, donde hallará el curioso un ejemplar, único, pero perfecto. Sus ojos eran rasgados, grandes, de un verde oceánico, con movible irradiación de oro, y miraban con serenidad sentimental que podría pasar por sosa aquí donde, si se reúne mucha gente y un ejército de ojos negros, se advierte un verdadero tiroteo granizado de saetazos. Pero las miradas de María no tenían fama de desabridas, sino de orgullosas. Sus labios eran tan rojos como recién abiertas heridas, su cuello airoso, su seno proporcionado, y sus manos pequeñas y de dulce carne acompañadas, como las de Melibea.
Hablaba con calma y cierto dejo quejumbroso que llegaba al alma de los oyentes, y reía poco, tan poco que cada día iba creciendo su fama de orgullo; y era tan reservada en sus amistades, que en realidad no tuvo amigas. Había adquirido desde su infancia tal renombre de sensatez, que sus mismos padres la diputaban