Cuando es real. Erin Watt

Cuando es real - Erin Watt


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voy a cambiar de look —digo—. Me gusta como soy.

      Me gustan mis vaqueros cómodos y ajustados, mis camisetas coloridas y las Vans que W y yo que nos diseñamos en la mañana de orientación el pasado semestre. Las zapatillas están cubiertas de un montón de detalles que marcan nuestras citas favoritas. Tienen una varita mágica a lo largo de la suela izquierda, porque ambos somos fans de Harry Potter. Luego un farol, para representar el escaparate que hay en Wilshire, donde W me besó por primera vez. Donde sí que hubo lengua. Sus iniciales están en la parte de atrás de un zapato, y las mías están en la otra. Él también tiene un par igual, pero no se las pone. Dice que no quiere estropearlas.

      —¿Tienes un look? —Oakley levanta las cejas.

      —Sí, y es mejor que el tuyo —respondo, cansada de su actitud—. ¿Te mataría llevar pantalones que realmente se ajustaran a tu cintura? A nadie le interesa verte la ropa interior.

      —Nena, todos quieren ver mi ropa interior. Me pagan cien mil dólares por cada foto que saquen los paparazzi.

      —¿Nena? —me burlo.

      Él se inclina y junta sus dedos, sorprendentemente elegantes.

      —¿No te gusta? Entonces elige otro. Eres mi «novia» —me recuerda, también con burla.

      —¿Entonces te van las niñas?

      —¿Qué? —Se echa hacia atrás—. No. Vale. ¿Qué tal…

      —Finge pensar y luego chasquea los dedos—… vieja?

      —Genial. —Le ofrezco la más falsa de las sonrisas—. Yo te llamaré a ti… pichafloja.

      —Vaughn, es asqueroso —interrumpe mi hermana.

      Oakley se cubre la boca. Juro que veo una sonrisa. Espero a que responda y no me decepciona.

      —No tengo ningún problema, cara cangrejo.

      —Bueno, ya está bien. No hace falta que aparezca nada de eso en el contrato.

      El abogado de Oakley remueve los papeles con inquietud.

      Me giro de nuevo hacia Claudia. He cedido en lo de los besos, en las citas, en la ruptura organizada con mi novio en las redes sociales, pero ni de coña voy a dejarles que me cambien el aspecto físico. Tendré que luchar por algo, ¿no?

      —Pensaba que queríais a una chica normal. Yo soy una chica normal. Esto es lo que llevamos las chicas normales.

      Cuando Claudia y Jim intercambian una mirada, sé que esta batalla la he ganado. Están de acuerdo con mantener mi aspecto… por ahora.

      —Pero cuando os hagamos fotos, al menos deja que te maquillemos. Querrás que lo hagamos —me promete Claudia.

      Mmm. No me gusta como suena eso.

      La negociación continúa. ¿Cuándo saldrá nuestra primera foto oficial? ¿Dónde sucederán las citas? ¿Iré a alguna gala de premios con él? ¿Y la semana de la moda de Nueva York? ¿Con qué frecuencia deberían vernos juntos? ¿Todos los días? ¿De vez en cuando?

      Ah, y yo no voy a tener el número de teléfono de Oakley. Como si me importara.

      Pero aun así me parece raro, porque, ¿qué chico de diecinueve años no tiene permitido darle su número a su propia novia? ¿Y cómo se comunica con sus amigos? Espera… ¿tiene siquiera amigos? ¿O son todos falsos como yo?

      Lo miro de soslayo y siento un ramalazo de compasión. Ay, madre. ¿Ya estoy empezando a sentir pena de él? Creo que puede ser.

      Pero entonces mi estómago gruñe y me recuerda que aún sigo enfadada. Y hambrienta.

      —Nos mandarás un mensaje a Amy o a mí si quieres ponerte en contacto con Oakley —dice Claudia.

      —Tengo la sensación de que necesito tener mi propio equipo. Mi equipo puede ponerse en contacto con el tuyo —bromeo.

      Nadie se ríe. En cambio, Claudia parece como si realmente estuviese considerándolo, pero luego lo descarta.

      —No, creo que dos adultos tuiteándose el uno al otro y comentándose en Instagram va a parecer demasiado falso. Y tu forma de expresarse, eso lo queremos conservar. Mientras que Amy lleva publicando cosas en la página de Oak un par de años.

      ¿Tengo una forma de expresarme?

      —Como queráis. —Estoy cansada y tengo hambre. Una barrita de cereales no ha sido bastante, y mi estómago vuelve a gruñir para alertar a todo el mundo de ese hecho.

      —¿Solo te has comido esa barrita de cereales en lo que llevamos de día? —pregunta Oakley.

      La sorpresa me embarga. De todas las personas en esta sala, ¿Oakley ha sido el único en preguntar?

      —He desayunado, pero me gusta comer como una persona normal.

      Una leve sonrisa se apodera de sus labios.

      —Jim, tenemos que comer.

      —Oh, claro. —Jim se gira hacia Paisley—. Ve y compra uno de todo lo que haya en la cafetería que hay ahí en frente.

      Veo la oportunidad de tomar aire fresco y de escapar.

      —Yo también voy. —Eso sin mencionar que no quiero estar aquí sin Paisley.

      —Ah, no, te necesitamos aquí —objeta Jim.

      —Lo siento —le susurro a mi hermana. Ella no tiene por qué servirme.

      Paisley se ríe.

      —Es mi trabajo, tonta. Ahora vengo.

      Sale como si estuviese feliz de salir de allí, mientras yo me quedo observándola, deseando poder ir con ella.

      Al otro lado de la mesa, Oakley se echa hacia atrás, se vuelve a cruzar de brazos y pone cara de engreído, como si hubiese hecho desaparecer el hambre en el mundo.

      —¿Y bien? —me incita.

      —Y bien, ¿qué?

      —¿No vas a darme las gracias?

      —¿Por qué? Es Paisley la que va a ir a por la comida.

      —No comerías de no ser por mí.

      Señalo al reloj.

      —Llevo cinco horas metida en esta sala de reuniones. Los prisioneros de cárceles de máxima seguridad reciben mejor trato. Si no fuese por ti, estaría en la playa releyéndome El cuento de la criada y habría comido algo. Pero, por supuesto, gracias por decirle a tu representante que mande a mi hermana a comprarme comida.

      A él no le gusta mi respuesta arrogante.

      —Hace demasiado frío para ir a la playa.

      —No he dicho que vaya a meterme en el agua. —Hablo en el mismo tono que uso cuando les digo a mis hermanos pequeños que están actuando como dos idiotas inmaduros.

      —¿Y por qué vas a la playa, entonces?

      Le miro boquiabierta.

      —¿Por qué va la gente a la playa? Porque mola.

      —Si tú lo dices —responde, pero la petulancia que ha demostrado antes se reduce, como si las razones por las que me guste la playa fuesen importantes… o incluso interesantes. O puede que esté confundido porque no entiende por qué elegiría ir allí en vez de estar a unos cuantos metros de su santísima persona.

      Pero no se lo voy a decir.

      En cambio, apuro lo que me queda de Coca-Cola, la dejo sobre la mesa con más fuerza de la necesaria, luego me recuesto en la silla y rehúso a pronunciar otra palabra.

      ¿Es infantil?

      Pues sí.

      Pero me llena de satisfacción.


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