La gran vida. Michael Caine

La gran vida - Michael  Caine


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había alcanzado el ecuador de mi argumentación, escuché al magistrado gritar:

      —¡Cállese!

      Era la tercera vez que intentaba interrumpirme. Hice una pausa para tomar aliento y aprovechó la ocasión.

      —¿Cuánto dinero lleva encima, joven?

      Me registré los bolsillos: tres libras y diez chelines.

      —A partir de ahora, pagará esa cantidad semanalmente en concepto de manutención —dijo—. Y si vuelvo a verlo por aquí por el mismo motivo, lo enviaré a la cárcel.

      Ni lo sueñes, pensé.

      Al salir de la sala arriesgué una sonrisa hacia Pat y, para mi sorpresa, me la devolvió. Desde entonces solo volví a verla en contadas ocasiones, siempre con nuestra hija Dominique, y estuvimos en buenos términos hasta que finalmente desapareció de mi vida. Murió de cáncer en 1977.

      Entonces no fui consciente, pero aquel juicio en 1960 marcó el punto más bajo de mi vida. Las cosas solo podían ir a mejor, y lo hicieron. Comencé a recibir más trabajo en televisión y por vez primera disfrutaba de unos ingresos más o menos estables. Me mudé con Terence Stamp (le perdoné su amabilidad con la policía) de Harley Street a una casita tras Harrods. Aunque ahora ambos teníamos trabajo más o menos fijo, acordamos que, si alguno de los dos «descansaba» (ese gran eufemismo entre los actores), el otro pagaría el alquiler. La casa contaba con una ubicación excelente, pero estábamos un poco apretados: solo había un dormitorio. Aquello originó más de un problema, dadas nuestras intensas vidas amorosas. Llegamos a un trato: el primero en triunfar se quedaba con la cama. El otro pobre memo tiraba un colchón y unas sábanas en la salita y esperaba. A base de práctica, ambos alcanzamos una asombrosa destreza en el arte de hacer la cama: menos de cinco segundos.

      El año 1961 comenzó bien, con una obra para televisión titulada Ring of Truth a la que siguió otra, en dos capítulos, llamada Why the Chicken? (no pregunten; yo lo hice y me arrepentí). Estaba escrita por John McGrath, un director de teatro y televisión que se había convertido en buen amigo, y dirigida por Lionel Bart, con quien también trabé amistad. Aquello estuvo muy bien, pero me sentí muy decepcionado cuando Lionel Bart hizo Oliver en el teatro y no me dio el papel de Bill Sikes. Aquel papel me parecía hecho a mi medida y habría sido un trabajo estable en una época en la que era difícil tener estabilidad laboral. Pero esto viene a demostrar que uno nunca sabe cómo se van a desarrollar las cosas. Ahora sé que aquello fue, en realidad, un golpe de suerte. El espectáculo se representó durante seis años y aún estaba en cartelera el día que pasé frente al teatro montado en mi Rolls Royce tras cosechar un éxito triunfal con Alfie no solo en Inglaterra, sino también en Estados Unidos. Sentí un escalofrío al rebasar el cartel: el nombre de aquel actor llevaba escrito en letras luminosas desde 1961. Me habría perdido demasiadas cosas.

      Aunque entonces no era capaz de verlo (habría hecho falta ser un genio), las piezas del puzle que conducían a Alfie iban encajando. Gracias a Why the Chicken? (lo sé, lo sé…), John McGrath me dio un papel en su siguiente obra para televisión, The Compartment, un thriller psicológico a dos voces sobre dos tipos —un esnob cretino y un cockney— que compartían un vagón de tren. Aquello sí que estaba hecho para mí: el señorito no correspondía al acercamiento amistoso del cockney y, hacia el final de los cuarenta y cinco minutos, el cockney intentaba asesinarlo. Perfecto. Aquello resumía de forma impecable mi concepto sobre los señoritos. También era perfecto porque, básicamente, se trataba de un monólogo, en la televisión y en directo. Y perfecto, por último, porque un buen número de personas con influencia lo vieron y se dieron cuenta de que yo podía sostener un espectáculo de cabo a rabo. Pero ni siquiera yo comprendí del todo la importancia de The Compartment hasta unas semanas después de que se emitiese. Terry Stamp y yo paseábamos por Piccadilly cuando escuchamos que alguien nos llamaba desde el otro lado de la calle. Nos giramos y era Roger Moore. Roger Moore, el protagonista de El Santo e Ivanhoe, el gallardo, cortés y definitivo héroe inglés. Miramos a los lados preguntándonos a quién saludaba, pero se acercó a nosotros.

      —¿Tú eres Michael Caine? —me preguntó.

      Asentí con la cabeza.

      —Te he visto en The Compartment —dijo— y quiero que sepas que vas a ser una estrella.

      Me estrechó la mano, sonrió, y siguió su camino. Yo me quedé con la boca abierta. Si lo decía Roger Moore quizá fuese verdad.

      Roger no fue el único. Dennis Selinger, el mejor agente de actores de Gran Bretaña, me vio en The Compartment y me fichó. Y Dennis fue una de las piezas fundamentales del puzle. Él sabía que mi economía era precaria pero estaba empeñado en que, en aquel momento de mi carrera, participara solo en los trabajos adecuados, no en cualquiera que diese dinero. Fue él quien me condujo hasta Next Time I’ll Sing to You, la obra de teatro de James Saunders. Era obvio que la obra sería un éxito de crítica y, por tanto, el sueldo sería penoso, pero Dennis intuyó las espléndidas reseñas que recibiría, y no se equivocaba. Cuando la obra se trasladó al Criterion de Piccadilly, nos doblaron el sueldo y por fin, a la edad de treinta años, alcancé el West End. Y, lo que es más, mucha gente importante vino a ver el espectáculo, entre ellos Orson Welles, que se presentó entre bambalinas para felicitarme. Fue abrumador. En todo caso, para mí fue mucho más decisivo que, una noche, ­Stanley Baker —otro de los protagonistas de Infierno en Corea— ­apareciese en mi camerino. Stanley era una de las estrellas de cine más importantes de Gran Bretaña y me dijo que iba a protagonizar y producir una película titulada Zulú. La película giraría en torno a la batalla de Rorke’s Drift, en 1879, entre el Ejército británico y el reino Zulú, y estaban buscando a un actor para el papel de cabo cockney.

      —Mañana a las diez ve a ver a Cy Endfield al bar del Prince of Wales Theatre, creo que tienes posibilidades —me dijo, deseándome suerte.

      Siempre he pensado que la vida oscila en base a pequeños —a veces insignificantes— incidentes y decisiones. El día siguiente me presenté en el teatro a las diez en punto y Cy Endfield, que era un director americano orondo y de hablar pausado, me dijo que lo sentía pero que ya había asignado el papel a mi amigo James Booth porque le veía más aspecto de cockney que a mí. Ya me había acostumbrado al rechazo y me encogí de hombros.

      —No pasa nada —mentí, y me giré en dirección a la puerta de salida.

      El bar del Prince of Wales Theatre es alargado y gracias a eso hoy en día soy una estrella de cine: cuando estaba alcanzando la puerta, escuché la voz de Cy:

      —¿Sabes imitar un acento británico refinado?

      Me detuve y me di la vuelta.

      —He sido actor de repertorio durante años —contesté—. He interpretado a personajes sofisticados multitud de veces. No hay acento que no pueda imitar. Es fácil —dije con los dedos cruzados tras la espalda.

      —¿Sabes qué? —dijo Cy observándome de arriba abajo desde el otro extremo del bar—. No tienes pinta de cockney. Más bien pareces un oficial mariquita. Vuelve aquí.

      Me eché un vistazo en el espejo que había tras la barra del bar. Tenía razón. Un metro noventa, flaco, ojos azules y ricitos rubios. Jimmy Booth tenía el aspecto que todo el mundo imagina en un chulazo cockney, y además lo era. Yo también era un chulazo cockney pero no lo parecía. Regresé hacia Cy… y no me arrepentí.

      —¿Podrías hacer una prueba de cámara con Stanley el viernes por la mañana? —preguntó Cy—. Interpretarás a un teniente esnob, Gonville Bromhead. Se cree superior a todos los demás, especialmente a Stanley. ¿Crees que serás capaz?

      Quizá por ser americano, Cy carecía del inherente prejuicio de clase británico según el cual un actor de clase obrera no puede interpretar a un oficial en la gran pantalla. Recordé el servicio militar. Recordé Corea. Estaba bastante seguro de que sería capaz.

      El viernes ya no estaba tan seguro. Hice la prueba a trompicones, pifiándola en mis diálogos y sudando de pavor a pesar de la ayuda de Stanley y la paciencia de Cy. Por fin terminamos, subí las escaleras trastabillando y me dispuse a pasar el


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