Presidente. Katy Evans
que me voy a poner este —anunció.
Mi madre siempre pedía consejo a mi padre sobre qué llevar en ocasiones especiales, pero si alguna vez no señalaba el vestido que ella quería, se ponía el que había confiado en que él eligiera.
Me imaginaba a mi madre guardando el vestido negro y colocando el rojo con cuidado sobre la cama.
A mi padre no le gustaba que mi madre atrajera demasiada atención, pero a ella le encantaba. ¿Y por qué no? Tiene unos ojos verdes impresionantes y una melena rubia y espesa. Aunque mi padre es veinte años mayor, y además lo aparenta, mi madre parece más joven a medida que pasa el tiempo. Yo soñaba con ser tan guapa y elegante como ella de mayor.
Me preguntaba qué hora era. El estómago me gruñía con el aroma de las especias, que se filtraba en mis fosas nasales. ¿Romero? ¿Albahaca? Las confundía sin importar las veces que Jessa, nuestra ama de llaves, me explicara cuál era cuál.
En el piso de abajo, el chef de algún restaurante de lujo se encargaba de la cena en nuestra cocina.
El Servicio Secreto llevaba horas preparando la casa. Me enteré de que alguien probaría la comida del presidente antes de que se le sirviera.
La comida tenía un aspecto tan delicioso que habría probado cada bocado encantada, pero mi padre le pidió a Jessa que me llevara al piso de arriba. No quería que estuviera presente porque era «demasiado joven».
«¿Y qué?», pensé. La gente antes se casaba a mi edad. Era lo bastante mayor como para quedarme en casa sola. Querían que me comportara con madurez, como una señorita, pero ¿qué sentido tenía si nunca se me brindaba la oportunidad de desempeñar el papel para el que me estaban educando?
—Es una cena de negocios, no una fiesta, y Dios sabe que necesitamos que las cosas vayan bien —refunfuñó mi padre cuando intenté defender mi participación.
—Papá —me quejé—, sé cómo comportarme.
—¿Crees que Charlotte sabrá comportarse? —Miró a mi madre y ella sonrió en mi dirección—. No cumplirás los once hasta la semana que viene, eres demasiado pequeña para estos eventos y solo hablaremos de política. Mejor quédate en tu cuarto.
—Pero es el presidente —insistí con tanta convicción que me tembló la voz.
Mi madre salió de su dormitorio con ese glorioso vestido rojo que le abrazaba la figura con elegancia y me vio mirar ansiosamente hacia el ajetreo de abajo.
—Charlotte —profirió con un suspiro.
Dejé de estar en cuclillas y me enderecé.
Ella suspiró de nuevo y luego se dirigió hacia su dormitorio, cogió el teléfono de su mesilla de noche, marcó un número y dijo:
—Jessa, ¿puedes ayudar a Charlotte a vestirse?
Abrí mucho los ojos y, milagrosamente, Jessa entró en un santiamén en mi habitación, sonriendo alegremente y sacudiendo la cabeza.
—¡Chica, persuadirías a un rey para que abdicara!
—Juro que no he hecho nada. Es que mi madre me ha visto espiando y ha debido de darse cuenta de que esta es una oportunidad única en la vida.
—De acuerdo entonces, te voy a hacer una bonita y larga trenza —anunció la mujer mientras abría los cajones de mi tocador—. ¿Qué vestido vas a ponerte?
—Solo tengo una opción. —Le enseñé el único vestido que todavía me iba bien y ella me ayudó a ponérmelo con cuidado.
—Estás creciendo demasiado rápido —señaló con cariño mientras me acompañaba al espejo. Luego se colocó detrás de mí y me peinó el cabello.
Contemplé mi reflejo y admiré el vestido; me encantaba el azul del satén. Me imaginaba de pie junto a mi madre con su vestido rojo y a mi padre con su traje a medida. Entrar en el misterioso y prohibido mundo de mis padres era emocionante, pero nada era tan emocionante como conocer al presidente.
Cuando el presidente llegó, un grupo de hombres lo seguía, todos con esmóquines. Eran altos y atractivos, pero yo estaba demasiado ocupada mirando al joven situado al lado del presidente como para advertir mucho más.
Era guapísimo. Su cabello era marrón oscuro y aunque estaba peinado hacia atrás, era rebelde en las puntas y rizado en el cuello.
El chico era un par de centímetros más alto que el presidente. Su traje parecía más pulcro, hecho a medida con más cuidado. Me miraba y, aunque sus labios no se movían y su expresión no revelaba nada, juraría que sus ojos se reían de mí.
El presidente Hamilton estrechó la mano de mi madre antes de saludar a mi padre. Aparté los ojos del muchacho situado a su lado y vi que los labios del presidente se curvaban un poco al mirarme. Cuando llegó mi turno, le di la mano.
—Mi hija, Charlotte…
—Charlie —corregí.
Mi madre sonrió.
—No ha querido perderse la diversión.
—Chica lista. —El presidente me sonreía mientras señalaba a su lado con evidente orgullo, y luego le dio un empujoncito al joven—. Este es mi hijo Matthew, algún día será presidente —añadió en un tono conspirador.
El muchacho que yo no podía dejar de mirar se rio en voz baja. Era una risa grave y profunda que me hizo sonrojar. De pronto, no quería estrecharle la mano, pero ¿cómo iba a evitarlo?
Tomó mi mano con la suya, que era cálida, seca y fuerte. La mía era suave y temblaba.
—Qué va —negó, luego me guiñó un ojo.
Yo le sonreí con timidez y reparé en que mis padres nos miraban con atención.
—Usted no tiene pinta de presidente —declaré en dirección al presidente Hamilton.
—¿Qué pinta tiene un presidente?
—Pues de viejo.
El presidente Hamilton rio.
—Dame tiempo. —Se señaló el pelo canoso y brillante. Luego le dio una palmada a Matthew en la espalda y dejó que mis padres lo guiaran hasta el comedor.
Los adultos se centraron en hablar de política y economía, mientras yo me centraba en la deliciosa comida. Cuando mi plato quedó limpio, llamé al camarero y le pedí en voz baja que me trajera otro plato.
—Charlotte —me advirtió mi padre.
El camarero miró a mi padre con los ojos muy abiertos y después a mí con la misma expresión, e intenté repetir la pregunta en voz muy baja.
El presidente me miró con interés.
Preocupada, me pregunté si era de mala educación pedir más antes de que todos hubieran acabado.
El rostro de Matthew reflejaba una expresión seria, pero sus ojos parecían volver a reírse de mí. No apartó la mirada de mí cuando le dijo al camarero:
—Yo también repetiré.
Le dirigí una mirada de agradecimiento y luego empecé a sentirme nerviosa de nuevo. Su sonrisa era muy poderosa, sentía que me perforaba el corazón.
Bajé la vista a mis manos, apoyadas en el regazo, y admiré mi vestido. Confiaba en que Matthew pensara que era guapa. La mayoría de los niños del colegio lo pensaban; al menos, eso era lo que me decían.
Mientras mis padres hablaban con el presidente y con Matthew, me puse a juguetear con mi trenza; me la colocaba sobre un hombro y, después, detrás. La atención de Matthew volvió a mí y, cuando sus ojos brillaron con otra carcajada silenciosa, sentí otra vez que tenía un agujero en el estómago.
El camarero nos trajo a ambos sendos platos con codorniz rellena y quinoa. Mis padres todavía me miraban como si hubiera