Regreso al planeta de los simios. Eladi Romero García

Regreso al planeta de los simios - Eladi Romero García


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sin alcohol. A continuación, se acomodó en una de las mesas, se despojó de la parka y sacó de ella el libro electrónico que siempre llevaba consigo. Un poco de lectura antes del concierto, unido a las visitas realizadas en Las Fraguas, sin duda completaría la ración de cultura con la que cada día, invariablemente, alimentaba su espíritu. Una medicina a la que se había acostumbrado desde muy chico, y que para él representaba la más completa de las taumaturgias posibles.

      Mientras aguardaba el bocadillo, enfrascado ya en una novela de intriga que recreaba la Barcelona de los años sesenta del anterior siglo, entró en el bar una mujer rubia, de perfecta anatomía, que solo aparentaba cierta edad por unas apenas imperceptibles grietas en su rostro. Adrián levantó durante unos segundos su mirada, para regresar de inmediato a su relato. Al momento apareció el camarero con su bebida y su morcilla bien encajada en un pedazo de pan candeal. El oscuro color del embutido contrastaba con el blanco de la esponjosa miga cubierta de una crujiente costra que, con solo su tacto, hizo las delicias del viejo profesor. Con un primer bocado de tanteo, este volvió a recordar de inmediato aquellos sabores tradicionales tan frecuentemente paladeados durante su anterior estancia en Burgos.

      La rubia, tras despojarse de su abrigo oscuro, se había arrimado a la barra para pedir un café. Adrián volvió a mirarla, ahora con algo más de atención, pudiendo apreciar unas largas piernas cubiertas con unas medias oscuras, y un cuerpo encajado en un traje con falda de color rojo, en el que podían apreciarse unos senos de modélico tamaño, es decir, ni muy diminutos ni demasiado abultados. Todo en ella parecía haber sido diseñado a la perfección, en particular aquellas nalgas que sobresalían del taburete en el que se hallaban aposentadas.

      «Bueno..., ya la has valorado y le has dado un diez y medio. Tu faceta de viejo verde se ha manifestado con creces. Vuelve a la morcilla, que es lo único que vas a morder esta noche».

      El bocadillo le aguantó cuatro dentelladas más, para desaparecer engullido en su estómago. Y aunque tuvo la tentación de repetir, supo controlarse en beneficio de su salud. Un cortado descafeinado, lentamente saboreado mientras leía su intriga, sirvió para rematar aquella sencilla pero exquisita cena. Discretamente satisfecho, consultó su reloj y comprobó que marcaba casi las siete y media. Un breve y relajado paseo hasta la Casa del Cordón, previa visita al excusado del bar, le permitiría aligerar la digestión y afrontar el concierto con todas las garantías requeridas.

      Al aproximarse a la barra para abonar la cuenta, lo hizo acercándose todo lo que pudo, aunque con discreción, a aquella fantástica rubia, que seguía con su café como si a su alrededor no existiera mundo alguno. Al instante percibió un agradable aroma de perfume a la mandarina que le empujó a alabar mentalmente el buen gusto de la mujer, mucho más bella de lo que había podido apreciar cuando entró en el establecimiento. De momento, el alzhéimer no parecía haber menoscabado la pasión que siempre había sentido por las damas hermosas.

      A las ocho menos diez se encontraba ya ante la puerta de la Casa del Cordón, donde tampoco es que se aglomerara una abrumadora multitud. Pablo und Destruktion sin duda no era un portentoso arrastrador de masas como sí podían serlo Beyoncé o Abraham Mateo, y la cola para acceder al auditorio apenas incluía diez personas. Una vez dentro, Adrián incluso pudo elegir un sitio próximo al escenario, en un espacio en el que no llegaron a juntarse más de trescientas personas sentadas. De hecho, el aforo quedó sin completar, de forma que el evento que allí iba a producirse recordaba más al concierto de un quinteto de cuerda barroco que al de un representante de la moderna psicodelia.

      En el escenario, Pablo y sus dos colaboradores, un batería y un bajo, se encontraban ya afinando los instrumentos sin prestar demasiada atención al público. Adrián, acomodado en una esquina, estiró todo lo que pudo las piernas y se dedicó a observar al personal, en general gente de mediana edad, dominando los treintañeros. Aunque tampoco nadie parecía bajar de los veinte años, acabó sospechando que se trataba del asistente de mayor edad. Circunstancia que, precisamente por las sesenta y dos primaveras que arrastraba y que le hacían estar de vuelta de casi todo, tampoco le preocupaba demasiado.

      Comenzaron a sonar las primeras notas, imprecisas, mientras el batería practicaba con el bombo. Pablo saludó, agradeció la presencia de un público que aunque no excesivamente numeroso sí se mostraba bastante entusiasta, y a continuación solicitó silencio para que todo el mundo pudiera disfrutar de sus canciones. Adrián, cada vez más estirado de pies y brazos, agradeció no tener a nadie en los lados a quien pudiera molestar su actitud.

      «Que empiece ya..., o el público se va...», cantó mentalmente.

      De repente, notó una fragancia a mandarina que le hizo recordar su cena en el bar. Se giró lentamente, como a menudo había visto hacer en las películas de terror, para encontrarse justo tras su asiento con la rubia del traje rojo. Confuso, sin saber qué hacer, volvió de inmediato su mirada hacia el escenario.

      «Vaya casualidad..., y además, está sola».

      El bajo del dúo que acompañaba a Pablo inició la andadura del concierto. En aquel auditorio perfectamente remodelado en el interior de un edificio tardogótico, realmente la música sonaba a la perfección. El líder del grupo hizo sonar su guitarra acústica y comenzó a cantar un tema incluido entre los preferidos por Adrián. La cosa parecía ir sobre ruedas. Disimuladamente, se fue girando de nuevo para encontrarse otra vez con el rostro de la mujer, quien, ahora ya sin disimulo alguno, acabó por sacarle la lengua en un gesto marcadamente sensual.

      «Esto no puede estar sucediendo…».

      El viejo profesor, sintiendo el perfume cada vez más intensamente, no pudo evitar rascarse compulsivamente la cabeza. Para él, la situación resultaba perceptiblemente más insólita que los olvidos del día anterior. Porque hasta el presente, ocasionales fallos de memoria los había tenido, sí, sobre todo desde que superó la sesentena, pero nunca, jamás, ninguna desconocida le había sacado la lengua como acababa de hacerlo la rubia sentada a sus espaldas.

      Lo único que se le ocurrió pensar fue que se trataba de una prostituta buscando clientes, aunque el lugar elegido no parecía el más adecuado para tal propósito. Nada menos que una entidad de la categoría de la Casa Cultural del Cordón convertida en un lupanar... O también podía tratarse de algún tipo de trastorno, algo similar a la antigua histeria de época victoriana adaptada a los tiempos modernos. Incluso pensó en un síndrome de Tourette en su variante gestual. Adrián no es que fuera un experto en esos temas, pero intuía que, aunque para la sorprendente mueca de la mujer podían existir diversas explicaciones, estaba razonablemente seguro de que ninguna de ellas la consideraría como algo habitual.

      «Bueno, ya se le pasará...», supuso mientras intentaba concentrarse en el concierto.

      Durante el tiempo de las dos canciones siguientes, Adrián prácticamente ni pestañeó por no provocar más alteraciones en la mujer. Sin embargo, cuando Pablo iba a iniciar el siguiente tema, sintió la mandarina mucho más próxima a su cogote.

      —Es bueno..., este Pablo und Destruktion, muy bueno.

      No sin cierta prevención, el pensionista ladeó lentamente la cabeza hacia su derecha, para encontrarse con la cara de la rubia prácticamente adherida a su hombro.

      —¿Cómo..., dice usted? —preguntó nervioso.

      —Que toca muy bien, este Pablo.

      —Sí, lo hace bien, sí.

      —¿Lo conocías ya?

      —Sí..., bueno, es que es asturiano —se le ocurrió decir a Adrián como única explicación.

      —Ya... Pues a mí me habían hablado muy bien de él, pero no lo había escuchado nunca. Y no me arrepiento en absoluto de haber venido. Me lo estoy pasando en grande.

      —Vaya, me alegro —manifestó el viejo profesor, como si se sintiera responsable de que la mujer disfrutara con aquella música. Mientras hablaba, intentaba hacerlo sin apenas abrir la boca, no se le fuera a escapar algún regüeldo con sabor a morcilla—. Y si pone más atención, aún le gustará más, ya verá usted.

      —Captada


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