Aprendiendo con Freud. Lou-Andreas Salomé
coincidencias: buscando alojamiento tropiezo con el Dr. Jekels;2 me informa de que el curso de Freud comienza precisamente hoy; la residencia de Freud, a la que he acudido para recoger mi tarjeta de admisión, está muy cerca; el aula (en la Clínica Psiquiátrica), que creía en la Universidad, está casi en frente de la puerta del Hotel Zíta, donde nos alojamos. Y pocos pasos más allá, el restaurante de los freudianos, al que acuden después de las clases y no sólo entonces: die Alte Elster. Un buen principio.
Freud tiene un aspecto más envejecido y cansado que en los días del Congreso (de Weimar); él mismo lo comentó al hacer juntos parte del camino de regreso. Quizás, el actual enfrentamiento con Stekel.3 El curso da la sensación de responder al meditado deseo de asustar ante las dificultades que entraña el psicoanálisis: incluso si lográsemos, «con la rapidez del buceador que recoge algo del fondo del mar», hacernos con algo inconsciente, la generalización de este fragmento no nos reportaría sino una imagen deformada; e insiste en que ello casi sólo puede sernos accesible en la enfermedad, ya que el hombre despierto y consciente se resiste a que nos ocupemos del particular.
Y sin embargo, todo esto no es sino secundario comparado con la grandeza única de lo que no dijo: el que, en principio, haya sido posible captar algo del inconsciente gracias a su modo simple y genial a la vez de acceder a él en las formas patológicas y similares. Este descubrimiento no podía haberse conseguido más que en lo patológico, allí donde la vida interior renuncia algo a sí misma al salirse de su camino, al mecanizarse en la expresión, al hacerse susceptible de morder el anzuelo lógico en sus durmientes aguas, en todas las oscilaciones entre la profundidad y la superficie. Me di cuenta de cómo habían enraizado en mí estos pensamientos desde el primer momento en que se mencionó el tema freudiano: desde mi primer y superficial contacto con él, lo que sucedió gracias a los escritos de Swoboda.4 El inconsciente de Swoboda es respecto al de Freud como un germen de vida, algo en crecimiento, lo que madura para el futuro, frente a lo que ya pertenece al pasado, a lo muerto, a lo esterilizado. Pero es precisamente por ello que Swoboda no puede hacer sino adelantos metafísicos, y su «periodicidad» no es sino un semiintento de introducirse en el terreno de lo científicamente observable. En consecuencia su labor se asemeja a las hipótesis freudianas, por ejemplo allí donde trata un material casuístico, porque nada profundo aporta acerca de su origen, y allí donde dice algo al respecto, cae en especulaciones filosóficas, mientras que Freud puede mantenerse alejado de ellas en el terreno de la interpretación empírica, poniendo al descubierto algo realmente nuevo.
Este aspecto debe ser siempre vigorosamente destacado.
Alfred Adler a Lou Andreas-Salomé
(Viena, 6 de agosto de 1912)
Tanto su carta como la perspectiva de poder conversar con Vd. en octubre, aquí en Viena, están para mí tan íntimamente unidas que se las agradezco conjuntamente... Comparto su apreciación de la importancia científica de Freud incluso en cada uno de los aspectos en que más me aparto de él. Su esquema heurístico es importante y útil como esquema, puesto que se reflejan en él todas las líneas de un sistema psíquico. Pero a ello se añade el que la escuela freudiana tome el ornamento sexual como esencia de las cosas. Es posible que Freud, como persona, me haya incitado a tomar una posición crítica. No puedo arrepentirme de ello.
VISITA A ALFRED ADLER
(lunes, 28 de octubre de 1912)
Primera visita a Adler.5 Hasta bien entrada la noche. Es amable y muy razonable. Tan sólo me molestaron dos cosas: el que hablara de un modo excesivamente personal de las actuales disputas, y también, el que parezca un botón. Como si se hubiera quedado sentado en algún lugar de sí mismo.
Le dije que no había llegado a él a través del psicoanálisis sino por los trabajos de psicología de la religión6 que en su libro (Über den nervösen Charakter) [Acerca del carácter nervioso] llevan a ricas confirmaciones y a conceptos emparentados con los míos en lo tocante a la formación de la ficción. Pero en cuestiones prácticas no pudimos avanzar casi nada. Tampoco cuando, después de cenar, discutimos vivamente sobre cuestiones psicoanalíticas. Considero poco fructífero el que, para conservar la terminología7 de «arriba» y «abajo» y de la «protesta masculina», tan sólo pueda dar un carácter negativo a lo «femenino», mientras que algo pasivo (y actuante como tal, en lo sexual o de modo general) descansa como fundamento positivo del yo. En él, toda entrega se ve desprovista de su positividad y realidad, simplemente porque la califica de «medio femenino para fines masculinos», cosa que halla muy pronto su venganza en la teoría de las neurosis, donde, como consecuencia, no se constituye el concepto de compromiso. Por el contrario, Freud ha considerado siempre el compromiso, incluso cuando concebía anteriormente el fundamento de las neurosis de un modo más uniteralmente sexual,8 como lo esencial, es decir, como la perturbación mutua entre dos partes. Adler tan sólo en apariencia llega a desprenderse de ello, puesto que en sus seguros «secundarios» (que contienen justamente lo opuesto a las sobrecompensaciones del sentimiento de inferioridad gracias a los seguros primarios) la vida instintiva reprimida resurge de nuevo enmascarada, sólo que entonces es considerada como un artificio de la psique.
Toda neurosis me parece una confluencia de yo y de sexo; en lugar de estimularse recíprocamente, abusan mutuamente de sí: el yo se «limita» con tendencias sexuales, y éstas hacen lo propio con el yo. La pulsión del yo se sexualiza, por ejemplo en la crueldad (sadismo), y lo sexual salta, en el masoquismo, por encima de las barreras impuestas por el yo. Me fue muy antipático lo que Adler relató sobre Stekel, y lo que espera para sí de su publicación periódica, a pesar de que sabe muy bien de qué medios se ha valido Stekel para hacerse con ella. Considera que Stekel es a pesar de todo, una buena persona; ciertamente que no es tan profundamente malo, cuanto que no es capaz de imponer su pensamiento de modo dominante. Lo que más me ha gustado de él es su movilidad, que le impulsa a interrelacionar muchas cosas; sólo que resulta superficial y poco fiable, dando saltos en lugar de recorrer paso a paso grandes distancias. Ahora, por ejemplo, se convierte en símbolo yoico sexual (Sexuelles ich symbol) en sentido adleriano, todo aquello que no era antes más que símbolo sexual en forma aparentemente yoica, y sobrepasa a Freud allí donde admite una causa orgánica y no un origen psicosexual.
Al acompañarme a casa, Adler me invitó a asistir a las discusiones de los jueves por la tarde, cosa de la que no quiero hablar francamente con Freud.9 Acepté con satisfacción.
Alfred Adler a Lou Andreas-Salomé
(29 de octubre de 1912)
Le quedaría muy agradecido si silenciara aún por unos días lo que le he confiado sobre el asunto Stekel-Freud-Zentralblatt. Su silencio no perjudicará a nadie y evitará me vea inmiscuido en la lucha en que se hallan empeñados Stekel y Freud. Considere que no deseo pronunciarme a favor de ninguno de los dos.
CARÁCTER DEL CASTIGO
Mi habitación, cuya amplia ventana da a numerosos jardines y en la que no me despierta por la mañana más que el piar de los pájaros, parece concebida para el trabajo. Pero todavía no he conseguido iniciarlo. Hoy he leído el último número de Imago donde ha publicado Freud el más bello de sus artículos sobre los salvajes y los neuróticos.10 Me parece muy interesante comprobar como, en otros tiempos, la contravención de la moral era considerada una intromisión en las relaciones universales positivas, de modo análogo a como ocurre con las realidades científicas en el sentido que les damos hoy en día. Por ello, y aunque no pudiera apreciarse un castigo inmediato, recurrían a él en defensa propia (del mismo modo quizás a como se aísla a personas con enfermedades contagiosas o se queman objetos infectados). Freud ve ahí el origen del castigo y me parece a mí que es algo también presente en la venganza, en lo que impulsa a realizarla (lo que puede explicar igualmente por qué el vengador puede convertirse a continuación en el niño de la casa, concediéndosele el derecho a besar el pecho de la madre de familia). Creo que si insistimos más sobre el motivo que sobre la acción, es decir sobre lo que se considera su superior valor ético a posteriori, ello no nos revelará más que en apariencia el hecho ético en sí; a decir verdad, dicho valor surge de la contracción