Las mujeres y las sombras del amor. Georgina Sánchez Ramírez
en este libro, el cual nos abre caminos para la comprensión de un esquema social caduco, basado en un amor romántico que limita, pero que también nos brinda alientos de transgresión. ¡Enhorabuena!
Patricia Ponce
Veracruz, septiembre de 2019
01 El término maternalizado hace referencia no al cuidado materno que se puede derivar de una madre hacia su criatura en edad de dependencia (de 0 a 3 años), sino a extender este tipo de atención hacia otras personas adultas (familiares, parejas, estudiantes y demás) con una desmedida prodigalidad que deviene en control afectivo sobre quienes, de suyo, pueden y deben ser independientes en todos los sentidos, pero que lo aceptan por confort.
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INTRODUCCIÓN
En nuestro mundo contemporáneo, en el que la información es sumamente accesible mediante la conexión con el ciberespacio, plantear tópicos que atrapen la atención es un gran reto. El esfuerzo no responde a una necesidad de protagonismo, sino porque es importante impulsar la reflexión respecto a cuestiones que confrontan, lastiman e impiden la realización de las personas en general y de las mujeres en particular. En tal sentido se desarrolla el contenido de este libro: el amor en pareja vivido desde las mujeres.
Los términos cautiverio y trampa serán muy importantes en nuestros planteamientos, y la relación entre ambos está dada desde su etimología. Una trampa es algo en lo que una persona puede caer de manera no consciente o no reflexiva y quizá le conduzca a un lugar sin salida; en consecuencia, permanecer cautiva suele ser el resultado de entramparse, de vivir una ilusión de que no se está tan mal, o quizá de que todo mejorará sin más esfuerzo que el de fantasear para evadir la condición de cautiva; para muchas mujeres, además supone sacrificar planes personales para conseguir una pareja y permanecer en esa posición, a costa de otras aspiraciones. La trampa radica en la creencia de que así debe ser, o de que un día, repentinamente no existirán más trampas para salir del cautiverio. La situación femenina de estar entrampada y cautiva se preserva con la construcción social de enamoramiento (que no del amor), que suele caracterizarse porque se establece en desigualdad.
Un antecedente inevitable es la obra magistral que en 1990 nos obsequió la gran feminista Marcela Lagarde, Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locas, en donde quedó de manifiesto que como una manera de adaptación a la realidad que creemos inmutable, las mujeres nos adecuamos a nuestras prisiones, a veces incluso con alegría o conformidad. Entonces, la categoría de cautiverio no solo califica los ámbitos que se reconocen como espacios privativos —la casa, el convento, la cárcel, el manicomio— sino también las prisiones subjetivas. Estas últimas son aquellas establecidas culturalmente ya en la infancia y contribuyen a moldear las características con las que nos pensamos y conocemos; desde ahí socializamos la desigualdad, la naturalizamos y la normalizamos.
En el aprisionamiento que nos habita radica la actitud con que nos amamos a nosotras mismas y a las demás personas, y para el caso de nuestro libro, se abre el umbral para con ese paradigma, hablar de la construcción del encuentro sexoafectivo con el otro en el marco del Amor romántico. La constante en él es la preexistencia de relaciones de asimetría de poder entrelazadas con la culpa, el miedo y la fascinación que provoca el saberse cautivas, y se entrampa la manera de vivirse en relación. Así que de la mano de la osadía, nos atrevemos a incrementar un tipo más de cautiverio a los descritos por Lagarde y que no es excluyente de los otros confinamientos; la palabra que lo define es enamoradas.
¿Qué es lo que propicia que se mantengan vigentes ciertas relaciones desiguales que lastiman y obstaculizan una expresión que debería ser de las mejores de la humanidad? La respuesta se liga a un sistema que no solo avala este tipo de vínculo, sino que lo perpetúa a través de adaptaciones y readaptaciones a lo largo de la historia, atravesando geografías en todo el planeta. Nos referimos al patriarcado; es necesario reconocerlo, pues de otro modo será difícil transformarnos al interior de nosotras mismas.
Parafraseando a Nicolás Schongut (2012: 28-29), en los estudios feministas se han podido exponer las condiciones socioculturales que el patriarcado asienta en varones y mujeres, de tal manera que la masculinidad se erige en un modelo hegemónico que instituye una división social entre unos y otras e inscribe la producción y reproducción de las desigualdades entre ambos sexos, como si se tratara de un tatuaje permanente sobre la sociedad.
Si seguimos la teoría de Jamake Highwater (citada por Christiane Northrup, 1999), la era patriarcal lleva al menos cinco mil años de vigencia. Así, en una cultura regida por “el padre”, lo femenino está devaluado tanto por los varones como por las propias mujeres, pero mientras que tal escenario se siga normalizando y considerando inalterable sin una visión crítica, no encontraremos otra forma de organización social a futuro. Lo preocupante, sobre todo para las mujeres, es que se trata de un sistema que descansa en la infravaloración y violencia hacia lo femenino, haciéndonos asumir culpabilidad por no ser la otredad, lo que sí vale, lo masculino; Lagarde (2001) agregaría que, además, la existencia de las mujeres se justifica a partir de los varones. Por consiguiente, nuestros cuerpos, sentimientos, emociones, creatividades, imaginaciones, intuiciones y logros, son calificados con el parámetro inquisidor de quienes supuestamente valen más: los varones.
Esta infravaloración, al menos en México, no es confrontada a pesar de lo grave que resulta para el 50 % de la ciudadanía, es decir, la población femenina. Incluso se rechaza la idea de que el país sigue teniendo características inadmisibles de violencia hacia las mujeres, como secuela de una cultura de masculinidad hegemónica, naturalizada bajo el manto del modelo patriarcal. A continuación presentamos unas cifras para documentar dichas peculiaridades, mismas que se minimizan o disimulan como quien no quiere mostrar a “la loca de la casa”.
La última Encuesta Nacional sobre las Dinámicas de Relación en los Hogares (ENDIREH, 2016), que se realizó a lo largo de todo el territorio nacional con datos de 14,363 hogares, presenta una medición de la violencia de género hacia las mujeres en edades de 15 años y más, considerando cuatro clasificaciones: emocional, física, sexual y económica-patrimonial. De las mujeres consideradas en la encuesta, el 66.1 % han sufrido al menos un incidente de algún tipo de violencia de las antes mencionadas, ejercida por cualquier agresor.
Por cada diferente tipo de violencia investigado, los resultados generales según las respuestas de las encuestadas son: violencia emocional, 49 %; sexual, 41 %; física, 34 %; económica-patrimonial, 29 %. Las mujeres fueron entrevistadas en sus hogares: los lugares donde reproducen y viven su cotidianidad y que al menos de manera idealizada, se presumen como el sitio para la expresión de los afectos fundados en una relación que en algún momento pudo haber planteado la posibilidad del amor. Ese amor que se aprecia por su atractivo, el de pareja, pero envuelto en la trampa del sistema patriarcal y su violenta expresión de los varones hacia las mujeres, junto con una escala de violencia que se reproduce hacia hijas e hijos, tal como ocurre en México y en otras culturas occidentalizadas.
Con todo, el amor de pareja es fascinante y ha sido destinatario del mayor interés, reflejado en múltiples tratados, expresiones literarias y musicales, sin dejar de lado el teatro, la pintura y la escultura, entre otras posibles demostraciones documentadas en el devenir histórico, las cuales muestran a veces con realismo e idílicamente en gran parte de las ocasiones, lo que al afecto y la pasión entre parejas se refiere. No obstante, en tanto que varones y mujeres no somos educados de igual forma en las diferentes culturas y periodos, la constitución de lo que hacemos, sentimos y pensamos como amor de pareja también es diferencial y desigual, de allí su importancia como reflexión al ser un factor que suele definir a las mujeres; esto ocasiona que en varios contextos se asuma que somos amorosas por naturaleza.
Puede decirse que el amor es un sentimiento inherente a la humanidad, que es capaz de constituir una de sus mejores manifestaciones al asociarse con la empatía, solidaridad, compasión y valentía. Sin embargo, no es nuestro interés desarrollar un tratado filosófico al respecto; lo que pretendemos es analizar el amor de pareja en la época contemporánea, en particular el que se da entre un varón y una mujer, a partir de la experiencia de mujeres de alta escolaridad que accedieron a