Lady Felicity y el canalla. Sarah MacLean
de los cuellos estirados y los abanicos que se agitaban para propagar chismes y especulaciones a través del aire estancado del salón de baile.
Y en el centro, el hombre que estaban desesperados por ver: el ermitaño duque de Marwick, tan nuevo y flamante a pesar de que había ostentado el título desde que su padre muriera. Desde que el padre de los dos muriera.
No. Padre no. Progenitor.
Y el nuevo duque, joven y apuesto, había regresado como el hijo pródigo de Londres. Sobrepasaba una cabeza en altura al resto de los allí reunidos, tenía el cabello rubio, el rostro como cincelado en piedra y los ojos color ámbar de los que los duques de Marwick habían hecho gala durante generaciones. Estaba en forma, era soltero y representaba todo lo que la alta sociedad deseaba de él.
Aunque no era nada de lo que la alta sociedad creía que era.
Diablo podía imaginar los susurros ignorantes que estarían recorriendo el salón de baile.
—¿Por qué un hombre de tal prominencia actúa como un ermitaño?
—¿A quién le importa, mientras sea un duque?
—¿Crees que los rumores son ciertos?
—¿A quién le importa, mientras sea un duque?
—¿Por qué nunca ha venido a la ciudad?
—¿A quién le importa, mientras sea un duque?
—¿Y si está tan loco como dicen?
—¿A quién le importa, mientras sea un duque?
—He oído que ha entrado en el mercado, necesita un heredero.
Fue eso último lo que había obligado a Diablo a emerger de la oscuridad.
Veinte años atrás, cuando eran hermanos de armas, habían hecho un trato. Y aunque habían sucedido muchas cosas desde que se forjara ese trato, había algo que todavía seguía siendo sagrado: nadie incumplía un trato con Diablo.
No sin castigo.
Y por eso, Diablo esperaba con infinita paciencia, en los jardines de la que había sido la residencia en Londres de muchas generaciones de duques de Marwick, a que llegara el tercero con quien había hecho el trato en cuestión. Habían pasado décadas desde que él y su hermano Whit —ambos conocidos en los rincones más nefastos de Londres como los Bastardos Bareknuckle— vieron al duque por última vez. Décadas desde que escaparon de la residencia campestre del ducado en mitad de la noche, dejando atrás secretos y pecados, para construir su propio reino de secretos y pecados, aunque de distinta clase.
Pero quince días antes se habían entregado las invitaciones en los hogares más fastuosos de Londres —los que tenían los nombres más venerables—, e incluso llegaron a Marwick House sirvientes armados hasta los dientes con plumeros, cera de abejas, planchas y cuerdas para tender. Una semana antes se habían entregado cajas —que contenían velas, mantelería, patatas y oporto— y media docena de divanes para el enorme salón de baile de Marwick, cada uno de ellos adornado con los volantes de las candidatas más eminentes de Londres.
Tres días antes, La voz de Londres aterrizó en el cuartel general de los bastardos en Covent Garden y allí, en la cuarta página, un titular en tinta emborronada rezaba: «¿Se va a casar el misterioso Marwick?».
Diablo había doblado cuidadosamente el papel y lo había dejado encima del escritorio de Whit. Cuando regresó a su lugar de trabajo a la mañana siguiente, lo atravesaba una daga, clavándolo en la madera.
Y así se había decidido.
Su hermano, el duque, había regresado y había aparecido sin previo aviso en ese lugar ideado para los mejores hombres y repleto de los peores, en la tierra que había heredado en el momento en que reclamó su título, en una ciudad que ellos habían convertido en suya. Y al hacerlo, había puesto en evidencia su codicia.
Pero la codicia, en ese lugar, en esa tierra, no estaba permitida.
Por eso, Diablo esperaba y observaba.
Después de unos minutos que se hicieron eternos, el aire cambió y Whit apareció a su lado, silencioso y mortal como un soldado de refuerzo. Como debía ser, puesto que aquello se parecía bastante a una guerra.
—Justo a tiempo —saludó Diablo en voz baja.
Un gruñido.
—¿El duque busca esposa?
Hubo un asentimiento en la oscuridad.
—¿Y herederos?
Silencio. No por ignorancia, sino por rabia.
Diablo observó como su hermano bastardo se movía entre la multitud que había en el interior y se dirigía al extremo más alejado del salón de baile, donde un oscuro pasillo se adentraba en las entrañas de la casa. Volvió a asentir.
—Pondremos punto final a ello antes de que empiece. —Dio unos golpecitos a su bastón de ébano, cuya cabeza de león plateada estaba ya desgastada por el uso y encajaba perfectamente en su mano—. Entraremos y saldremos, provocando los daños suficientes como para que no pueda seguirnos.
Whit asintió, pero no dijo lo que ambos estaban pensando: que el hombre al que Londres llamaba Robert, duque de Marwick, el muchacho al que una vez habían conocido como Ewan, era más animal que aristócrata, y el único que casi había conseguido superarlos. Pero eso había sido antes de que Diablo y Whit se convirtieran en los «Bastardos Bareknuckle», los reyes de Covent Garden, y aprendieran a empuñar las armas con precisión y a vencer cualquier amenaza.
Esa noche le demostrarían que Londres era su territorio, y le harían regresar al campo. Tan solo era cuestión de entrar y recordarle la promesa que habían hecho mucho tiempo atrás.
El duque de Marwick no engendraría herederos.
—Buena caza.—Las palabras de Whit sonaron como un gruñido, pues su voz sonaba rasgada por el desuso.
—Buena caza —respondió Diablo, y los dos se desplazaron en completo silencio hacia las oscuras sombras