Novela natural. Gueorgui Gospodínov

Novela natural - Gueorgui Gospodínov


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era tiempo para escribir. Todo aquello se había derrumbado en apenas unos días. Pero el derribo había empezado en realidad al menos un año antes, a pesar de que ambos hubieran cerrado los ojos a la evidencia, entregados a una especie de placer masoquista. Se levantó y sacó de la maleta un paquete de tabaco de su reserva intangible. Anoche se lo habían fumado todo. Con treinta años, no le apetecía «volver a empezar». ¿No era aquella la expresión más estúpida del mundo, útil tan solo para novelitas de saldo y pelis de sobremesa? Darle la espalda a todo. Levantarse después de la caída. Reunir la voluntad para un nuevo comienzo. Mierda todo.

      Levantarse de dónde. Qué comienzo ni qué hostias. ¿Volver cinco años atrás? No, cinco son muy pocos. Diez, quince… Todo comenzó mucho, mucho antes…

      Se acercaba el mediodía. Tenía varias opciones delante de sí. Mandarlo todo a la mierda y largarse a otra ciudad; a poder ser, a otro país. Colgarse de la cisterna del váter. Reunir todo su dinero, comprar cinco cartones de tabaco y otras tantas botellas de rakía, encerrarse en su cuarto y esperar a palmarla. Bajar y pillarse un bocata y un café muy largo y muy cargado.

      Quince minutos más tarde, decidió empezar por la última.

      7

      En la abadía de esta rosa,

      un escarabajo negro es el monje.

      ¿Cómo es posible la novela hoy en día, cuando se nos ha privado de lo trágico? ¿Cómo es posible en absoluto la idea de novela, cuando lo sublime está ausente? Cuando solo existe lo cotidiano en toda su previsibilidad o, lo que es peor, en el misterio indescifrable de mil casualidades devastadoras. La cotidianeidad en toda su ineptitud. Aquí es donde lo trágico y lo sublime lanzan algún destello. En la ineptitud de la cotidianeidad.

      Antaño, cuando el tiempo transcurría lentamente y el mundo aún estaba hechizado, escuché —o inventé— el siguiente misterio: si arrancas un pelo de la cola de un caballo y lo mantienes sumergido en agua durante cuarenta días, el pelo se transformará en serpiente. A falta de caballo lo intenté con un pelo de burro. No recuerdo si aguanté cuarenta días ni si el pelo mutó en serpiente, probablemente no, teniendo en cuenta además que la cola no era de caballo.

      Da igual, había descubierto que bastaba con que el rumor del misterio permaneciera durante un minuto en mi cabeza para que los cuartos traseros de todos los burros parecieran espléndidas gorgonas. Había leído sobre Gorgona en unos mitos ilustrados de la Antigua Grecia. Apunté aquello en un cuaderno pautado con una estampa de Levski3 en la cubierta. Era el primer milagro que me otorgaba la naturaleza, el primer misterio de la cotidianeidad. ¡Qué sería de mí si viera los cuartos traseros de los burros únicamente como cuartos traseros de burros! Como los veo ahora, en una naturaleza deshechizada. Por cierto, hace tiempo que no le miro el culo a un burro.

      Aquí estaríamos en disposición de añadir que, ya en la antigüedad, Epicuro y su alumno Lucrecio insistieron en la generación espontánea de los seres vivos bajo la influencia de la humedad [sic] y la luz solar.

      Si la ontogénesis realmente repite la filogénesis o, dicho de otra manera, si a lo largo de una vida humana se repiten todos los siglos de la historia de la naturaleza, entonces la infancia se sitúa alrededor de los siglos xvii y xviii. Al menos en lo que se refiere a la actitud amorosa hacia esa naturaleza en cuestión. Linneo —el tipo que, igual que un Adán, dio nombres a las plantas y sentó las bases de la nomenclatura binominal incorporando las llamadas nomina trivialia o denominaciones simples— tituló uno de sus primeros ensayos Praeludia Sponsaliorum Plantarum («preludio a los esponsales de las plantas», escrito a principios del siglo xviii pero publicado apenas en 1909). He aquí una descripción de la polinización, extraída del manuscrito en cuestión, y que bien podría pertenecer también a Andersen:

      Los pétalos de la flor, en sí mismos, no aportan nada a la reproducción, pero sirven de lecho matrimonial que el Gran Creador ha dispuesto de manera tan espléndida y ha adornado con ese camastro tan precioso, colmándolo de fragancias, para que el marido y la esposa puedan celebrar allí sus nupcias con toda su solemnidad. Cuando el lecho está preparado llega el momento en el que el marido ha de abrazar a su amada esposa y derramarse dentro de ella…

      8

      Sub rosa dictum

      «Estoy embarazada», dijo aquella noche.

      Nada más.

      El cine y la literatura ofrecen dos formas para reaccionar en semejantes casos:

      a) El hombre se muestra sorprendido pero feliz. Se le queda una mirada tontorrona, se acerca a ella y la rodea con sus brazos. Con cuidado, no vaya a hacerle daño al bebé. No sabe que aún no es más que un puñado de células. A veces acerca el oído a su barriga, bueno, es pronto para que dé patadas. En primer plano, los ojos de ella, profundos y húmedos, ya maternales.

      b) El hombre se lleva una sorpresa desagradable. Desde el inicio de la novela hay algo en él que nos causaba aprensión y es precisamente ahora, en el momento de la verdad, cuando toda su hipocresía sale a flote como una línea roja en un test de embarazo. No puede disimular su enfado, no desea ese hijo, ha estado engañando a esa mujer. En primer plano, los ojos de la mujer.

      Y bien, Ema volvió a casa, se sentó frente a mí sin quitarse el abrigo y simplemente dijo: «Estoy embarazada». No hacía falta especificar de quién. ­Llevábamos casi medio año sin acostarnos. Simplemente dijo: «Estoy embarazada», y con ello anuló las dos opciones arriba mencionadas. No tuve ninguna posibilidad de reacción. No recordaba haber leído sobre una situación semejante. Enterarte de que tu mujer está embarazada de otro es algo que sucede una vez en la vida. No, una vez en unas cuantas vidas. Te levantas de un salto, te cagas en todo, vuelcas una mesa, rompes su florero favorito. Hay que aprovechar el momento. Fuera relampaguea. Se acerca una tormenta. El mundo tampoco puede permanecer indiferente.

      Pero no, nada de eso ocurre.

      Traté de encender con toda la calma un cigarrillo. No sabía qué decir. Mi silencio pareció sobresaltar a mi mujer y dejó escapar que se lo habían mostrado ya en la ecografía, así de pequeñito, de un centímetro y medio.

      «No sé qué decir», confesé. Me sorprendió no sentir nada de odio, nada de celos. Cómo reaccionar ante lo impensado. Qué hacer.

      Dijo que quería conservarnos al niño y a mí.

      Permanecí junto a Ema otros dos meses.

      El bebé creció entre siete y diez centímetros.

      Cada día me despedía mentalmente de ella, de los gatos, de mi cuarto.

      Dos meses en los que nadie tomó una decisión.

      Cada día que pasa, tu mujer se convierte ante tus ojos en madre. Solo que tú no puedes ser ya el padre.

      9

      hacia una historia natural del retrete

      ¿Dónde empieza una historia? ¿Qué se dice en el inicio? ¿Empezaría desde la ira, si leemos a Homero? ¿O desde los nombres? Si Platón acierta en su Crátilo cuando afirma que existe una corrección innata de los nombres tanto para los helenos como para los bárbaros, entonces la historia debería arrancar desde ahí.

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