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radical” de la historia que siempre han promovido los revolucionarios.

      Estos dos objetivos, la liberación y la justicia, no son, en efecto, más compatibles entre ellos que lo que fueron la libertad e igualdad en la Revolución Francesa. Si la liberación implica también liberarse de todas las posibilidades, ¿cómo impedir que quien es ambicioso, diligente, inteligente, guapo o fuerte, triunfe? Y ¿qué deberíamos hacer para evitarlo? Es mejor no intentar responder a esta difícil cuestión. Es más apropiado invocar viejos resentimientos, que discernir lo que comportaría explicitarlos. Al declarar la guerra en nombre de estos dos ideales a las jerarquías tradicionales y a las instituciones, la izquierda puede disimular la incompatibilidad que existe entre ellos. Además, la justicia social es un objetivo tan sagrado que purifica cualquier acción que se emprenda en su nombre.

      Marx repudió las diversas formas de socialismo de su época por “utópicas”, y distinguió el “socialismo utópico” de su “socialismo científico”, que prometía el “verdadero comunismo” como su predecible secuela. Su inevitabilidad histórica le eximió de la obligación de describirlo. La ciencia, a su juicio, consistía en las leyes del “movimiento histórico” descritas en El capital y en otras obras, según las cuales el desarrollo económico conllevaba cambios en la infraestructura económica de la sociedad, lo que permitía augurar la desaparición de la propiedad privada en el futuro. Después de la época socialista —la “dictadura del proletariado”— el Estado también “desaparecería”, ya no sería necesaria la ley, y todo pasaría a ser propiedad colectiva. No habría ya división del trabajo y cada persona disfrutaría de todo el espectro de necesidades y deseos, «la caza de la mañana, la pesca de la tarde, el cuidado del ganado en la noche y participar en la crítica literaria después de la cena», como se nos explica en La ideología alemana.

      Retrospectivamente, decir que esto último es una afirmación científica y no utópica parece una broma. Lo que Marx afirma de la caza, la pesca, la agricultura y la crítica literaria es su manera de describir la vida sin propiedad privada. Pero si se pregunta quién facilitará las armas para cazar o la caña de pescar, quién organizará la jauría de perros que se necesita, quién mantendrá el cuidado de los refugios y los ríos navegables, quién dispondrá de la leche y de los terneros y quién publicará la crítica literaria, se nos contesta que todos esos asuntos no son de nuestra incumbencia. Y en cuanto a si será posible lograr la ingente organización que exigen todas esas placenteras actividades que disfrutará la nueva clase universal sin leyes ni propiedad privada y, por tanto, sin cadena de mando ni jerarquía, se consideran cuestiones tan triviales que no se repara en ellas. O, mejor dicho, son demasiado complicadas para contestarlas, por lo que se las pasa por alto. Darles respuesta exige, si no un ligero impulso crítico, al menos reconocer que el comunismo que preconizaba Marx entraña una contradicción: es una situación en la que se disfruta de todas las ventajas que tiene el orden legal, pero no existe la ley; en la que se logran todos los beneficios de la cooperación social, a pesar de que nadie goza de esos derechos de propiedad que, hasta la fecha, han sido los que han hecho posible precisamente la cooperación.

      Dicho esto, debemos reconocer que los espectáculos marxistas ya no se encuentran precisamente en la izquierda. Es difícil saber por qué cambiaron de sitio y quién fue el responsable de que lo hicieran. Pero por las circunstancias que fuera, la política de izquierdas ha abdicado del paradigma revolucionario promovido en su momento por la Nueva Izquierda y ha optado en su lugar por defender las rutinas burocráticas y la institucionalización de la cultura del bienestar. Mantiene sus dos objetivos, el de la liberación y la justicia social, pero los promueve actualmente a través de la legislación, la labor de diversos comités y comisiones gubernamentales que se encargan de erradicar las causas de la discriminación. De ese modo, la justicia social y la liberación se han burocratizado. Si vuelvo por un momento la vista hacia los intelectuales de izquierdas de las décadas previas al desmoronamiento de la Unión Soviética, encuentro una cultura que esencialmente hoy solo sobrevive en reductos académicos, que se alimentan de esa prosa fragosa y repleta de jerga que se acumulaba en las bibliotecas universitarias cuando la universidad era un bastión de la “lucha anticapitalista”.

      Pero adviértase la palabra empleada. Pertenece a un determinado vocabulario que, gracias al marxismo, penetró en nuestro lenguaje y que se fue simplificando y reglamentando poco a poco durante la época en que los socialistas representaban a la clase intelectual. Desde sus comienzos, el comunismo siempre ha luchado por adueñarse del lenguaje, y en parte el aprecio por las teorías de Marx residía en que estas ofrecían las etiquetas adecuadas para nombrar al amigo y al enemigo y dramatizar su conflicto. Ese hábito fue contagioso y los movimientos de izquierdas que surgieron después, siguen contaminados con el mismo veneno. Puede afirmarse que el principal legado de la izquierda ha sido lograr la transformación del lenguaje político, y uno de los objetivos


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