Obras Completas - Edward Bach. Edward Bach

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este término se designaba, por lo general, a las emanaciones nocivas de los pantanos o de sustancias en descomposición. Hasta el descubrimiento de los microbios se les atribuía el origen de las enfermedades contagiosas y epidémicas.

      Es decir que el miasma es, para Hahnemann, una condición patológica crónica que constituye el “caldo de cultivo” para el desarrollo de las enfermedades. A esta condición miasmática preexistente, que constituye una alteración del dinamismo de la energía vital, Hahnemann la denominó psora.

      Con el descubrimiento de las bacterias, la psora pudo ser explicada a partir de una condición toxémica del intestino causada por aquellas. A esto se refiere Bach cuando habla del “redescubrimiento de la psora”.

      Cabe agregar que cuando Hahnemann menciona psora se refiere a la condición de enfermedad crónica que ésta reviste, preexistiendo a la aparición de posteriores trastornos, a los que denominó enfermedades agudas, las cuales no deben ser tratadas sino en función de la psora preexistente, de acuerdo a cómo se manifieste en cada caso particular.

      El debate posterior a la exposición de Bach cobra un particular significado, no tanto por los contenidos sino por quienes fueron los participantes del mismo: la crema y nata de la maestría homeopática del Reino Unido.

      Por Edward Bach, M.B., B.S., M.R.C.S., L.R.C.P., D.P.H.33

      El objetivo de este artículo es continuar la discusión sobre los problemas que les presentó el doctor Dishington34 en su última reunión, acerca de determinados nosodes preparados a partir de organismos anómalos del intestino, problemas que han sido expuestos en diferentes ocasiones durante los últimos ocho años. Deseo describir el desarrollo, la evolución de estos nosodes y los procesos de pensamiento, razonamiento y métodos que los han llevado al lugar que ocupan actualmente.35

      Para poder obtener el estado efectivo actual de estos nosodes fue necesario tener en cuenta tres principios fundamentales: 1) el descubrimiento del grupo de bacilos que constituyeron su base; 2) el valor de las leyes de Hahnemann36 en cuanto a la repetición en la aplicación de las dosis, y 3) el hecho de que los nosodes fueran efectivos en un estado potencializado.

      En 1912 se reconoció que en el contenido intestinal, tanto de personas aparentemente sanas como de personas enfermas, se encontraba una clase de bacilos que hasta ese momento no se habían considerado importantes, pero que luego se comprobó su asociación con enfermedades crónicas.

      Estos organismos eran de los distintos tipos de bacilos, que no fermentan la lactosa, pertenecientes al extenso grupo colitifoideo, muy próximos a los tifoideos, disentéricos y paratifoideos, aunque no ocasionaban ninguna enfermedad aguda y, de hecho, sin asociarse a ningún estado mórbido específico. Al no existir dicha relación, en el pasado no se los consideró importantes y fueron ignorados por los médicos clínicos y bacteriólogos.

      Debido a la frecuencia y al alto porcentaje en que estos bacilos se encontraban presentes en casos en los cuales no se pudieron aislar otros organismos anómalos o patógenos, se decidió utilizarlos en vacunas para ver si se obtenía algún beneficio en casos de enfermedad crónica, comprobándose que, a pesar de no ser patógenos en el sentido corriente de la palabra, se lograban grandes beneficios al usarlos como agente terapéutico.

      Se evidenció que con esas vacunas se podía producir un leve empeoramiento de todos los síntomas en un caso crónico, y que en circunstancias favorables seguía una mejoría definitiva. Se registraron algunos casos con buenos resultados, pero el porcentaje era relativamente bajo debido al hecho de que las inyecciones se aplicaban con demasiada frecuencia y a intervalos regulares, como por ejemplo una semana o diez días, con consecuencias de sobredosis o interferencias en el inicio de la reacción benéfica.

      Actualmente, algunos bacteriólogos y un considerable número de médicos clínicos pueden atestiguar la indudable conexión que existe entre estos organismos y los trastornos crónicos, y entre ellos y la toxemia intestinal con sus consecuentes resultados mórbidos, de manera que ya no quedan dudas sobre esta relación. Cientos de médicos lo han demostrado a partir de los resultados clínicos obtenidos mediante el uso de preparados con estos organismos, y la evidencia es concluyente. También se han cotejado pruebas de laboratorio para demostrar la estrecha conexión entre estos grupos de organismos y la enfermedad.

      Si cultivamos muestras de un paciente diariamente durante un período considerable, descubriremos que estos organismos anómalos, que son el tema de este artículo, no están presentes de forma continua y constante, sino que en algunas fases negativas que están completamente ausentes y en otras fases positivas se hallan presentes en proporciones variables. Además, el número total de estos organismos durante las fases positivas varía día con día.

      Si empezamos un cultivo durante una fase negativa, al cabo de un tiempo van apareciendo poco a poco en las muestras, aumentan de manera constante cada día hasta que alcanzan el máximo y luego vuelven a disminuir hasta que estos cuerpos desaparecen.

      Tanto el porcentaje máximo como la duración de las fases positivas y negativas pueden variar considerablemente en diferentes personas, aunque el hecho interesante es que la salud del individuo, ya sea en la enfermedad o en un estado aparentemente saludable, varía directamente con estas fases.

      Comúnmente, en casos de enfermedad crónica los síntomas son peores hacia el final de la fase negativa y se alivian cuando hay una producción de organismos anómalos; en términos generales, cuanto más grande es la producción más beneficio obtiene el paciente. En individuos aparentemente sanos llega a ocurrir que están por debajo del estándar normal y de su forma habitual, generalmente en el mismo período del ciclo. Boyd y Paterson demostraron en Glasgow más puntos de la relación entre estos estados y la condición del paciente.37

      El efecto de una vacuna normalmente consiste en causar una mayor y prolongada producción de organismos anormales en beneficio del paciente. El seguimiento diario da cuenta del estado de los pacientes y su progreso, y es importante para escoger el momento adecuado para la repetición de las dosis. Desde el punto de vista clínico y de laboratorio, se aprecia que estos grupos de organismos tienen una clara relación con la enfermedad crónica. El siguiente paso –el descubrimiento de que las dosis no deberían ser administradas a intervalos regulares, sino de acuerdo con la respuesta del paciente– llegó de inmediato: en los laboratorios del Hospital Escuela de la Universidad, al tratar casos de neumonía con vacunas se descubrió que se obtenían mejores resultados cuando las dosis se administraban en función de cómo reaccionaba el paciente a la inyección, y que si después de una dosis el pulso y la temperatura disminuían, los resultados eran mucho más satisfactorios si no se aplicaba ningún tratamiento ulterior, siempre y cuando la mejoría continuase, repitiendo el tratamiento sólo si el pulso y la temperatura tendían a aumentar nuevamente. Las curas se producían más rápidamente y con un mayor porcentaje de resultados exitosos, y se necesitaron considerablemente menos dosis de la vacuna.38

      Al comprender esto, como es lógico, se intentó el mismo método con casos febriles agudos y otra vez se manifestaron resultados altamente beneficiosos. Cuando esto estuvo definitivamente establecido, el equipo de trabajo estimó que esta ley que parecía funcionar con las enfermedades agudas podría aplicarse para casos crónicos. Las conclusiones fueron incluso mejores de lo previsto.

      En los casos crónicos se dejaba transcurrir un intervalo mínimo de tres semanas antes de repetir una dosis, dado que a veces la mejoría no se manifestaba antes de ese período. Si al cabo de tres semanas se observaba alivio, no se repetía la dosis hasta que la enfermedad se hubiera vuelto estacionaria o se produjera una tendencia a una recaída. Siguiendo esta línea, se descubrió que el período de mejoría en los distintos casos variaba entre dos y tres semanas, e intervalos mayores, que en muy pocos casos podían llegar hasta doce meses, y que se obtenían mejores resultados porcentuales cuando durante esa fase se interrumpía la administración


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