Don Lorenzo Milani. Michele Gesualdi
del matrimonio, la Sra. Alice Weiss Milani presentó una «solicitud de discriminación» sobre la base de la provisión ministerial que preveía la no aplicabilidad de las disposiciones que reducían los derechos y actividades de los ciudadanos de raza judía con méritos particulares.
Personajes de la cultura florentina ligados a Laura, suegra de Alice, y al padre de Laura, profesor Domenico Comparetti, apoyaron la petición siguiendo canales oficiosos y personales.
Dos años después, el ministerio del Interior, oído el parecer de la comisión competente, determinó respecto de Lorenzo Milani Comparetti el reconocimiento de la no pertenencia a la raza judía 6.
Por su parte, el doble apellido Milani Comparetti había sido concedido mediante real decreto del 12 de mayo de 1921 a petición del mencionado Domenico Comparetti, senador del Reino y gran filólogo, que no tenía hijos varones, sino solo una hija, Laura, que contrajo matrimonio con Luigi Adriano Milani, abuelo de Lorenzo. El real decreto reconoce a todos los descendientes de Luigi Adriano Milani y Laura Comparetti el derecho a utilizar el doble apellido en toda ocasión.
A la llegada de Lorenzo al seminario ya se había extendido la voz de que se trataba de un «señorito», proveniente de una familia rica y alejada de la Iglesia, un convertido que había decidido hacerse sacerdote en contra de la voluntad de la familia.
Lorenzo vive la nueva vida con la alegría de quien ha encontrado la fe, que le está abriendo horizontes desconocidos. Busca el lado positivo de todo lo que encuentra en el seminario a fin de tranquilizar a su madre. Sobre la pérdida de libertad escribe:
Lamento que sientas el peso de mi falta de libertad, pero no pienses en eso, porque yo no la siento para nada. Cuando alguien regala libremente su libertad, es más libre que alguien que está obligado a mantenerla [...]. Yo me he tomado todas las libertades posibles imaginables y, después, me di cuenta de que había una cosa grande (la más grande) que no podía hacer [...]: la libertad de decir misa.
Pero ya en el seminario aparecen las primeras espinas: las encuentra en los comportamientos de algunos compañeros y en la desconfianza de los superiores. Había entre sus compañeros quienes ironizaban diciendo: «¡El señorito convertido! Habla mucho de los pobres, pero él nunca ha pasado hambre». Los superiores dudaban de su capacidad de adaptarse a la nueva vida.
Él, en cambio, tiene un talante seguro y atento. Está alegre por todo y con todos. Quiere ser recibido e insertarse. Se interesa por la vida de los compañeros, cuenta de sí mismo, de su pasión por la pintura y de cómo esta le llevó a la búsqueda del Absoluto, del bien y de la belleza. Con algunos de ellos –Auro Giubbolini y Renzo Rossi– pinta pequeños cuadros y discute sobre la belleza y la armonía de los colores que da la naturaleza.
La pintura le sigue atrayendo, y tanto que, en Lecceto, sede veraniega del seminario, pinta un fresco que representa a santo Tomás.
En este período, Florencia se ve sacudida por la guerra y ocupada por los alemanes, que se enfrentan al avance de los aliados. Los bombardeos son frecuentes y la ciudad está de rodillas. Las panaderías y las tiendas están cerradas. El pan y todos los productos de alimentación están racionados mediante la tessera, la cartilla de racionamiento. La comida escasea también en el seminario, y los familiares llevan a sus hijos alguna ayuda. Lorenzo es de salud enfermiza y no puede correr el riesgo de desnutrición.
Los Milani eran propietarios de tierras y envian a su hijo alimentos en abundancia y de calidad. Lorenzo no los guarda para sí, sino que propone hacer una cooperativa poniendo en común todo lo que llega para después distribuirlo de manera igualitaria entre todos.
Al oír la palabra «cooperativa», los superiores sintieron temor, porque el término evocaba la cultura de izquierdas, combatida por la Iglesia. Pero los muchachos siguieron llamándola «nuestra cooperativa».
Lucha por desprenderse de la educación del privilegio
El primer año de seminario, Lorenzo lucha encarnizadamente consigo mismo por desprenderse de las costumbres y de la educación recibidas anteriormente. Todo aspecto exterior debe desaparecer. Se rapa el cabello y comienza a construir con seriedad su formación espiritual. Quiere que sea sólida, que esté arraigada en lo más íntimo suyo, sin límites de tiempo para construirla.
Es una exigencia que le acarrea roces con el docente de Sagrada Escritura, Mons. Mario Tirapani. Al igual que los demás seminaristas, Lorenzo tiene mucho interés en profundizar en esta materia, mientras que las lecciones del monseñor se consideran absolutamente inadecuadas. Se limitan a una introducción general y a una pequeña antología de textos para comentar. No hay profundización crítica alguna ni temática religiosa que se desarrolle seriamente.
Los otros seminaristas toleran y callan. Lorenzo, en cambio, decide reaccionar con una singular contestación. Durante la lección se sienta en el último banco, al fondo del aula, teniendo frente a sí dos textos de gran nivel: el Merk, es decir, el Nuevo Testamento en edición bilingüe griego-latín, y el Lexicon de Zorell. Y estudia por su cuenta, sin seguir al profesor.
Para Mons. Tirapani, una de las principales virtudes del seminarista debía ser la obediencia pronta, ciega, absoluta, sin corazón y sin cerebro, por lo cual un joven como Lorenzo hace que salga urticaria con solo verlo. Varias veces expresó su parecer de que Lorenzo, tan «insolente» como era, no podía ser promovido.
En el examen, el joven Lorenzo siguió siendo coherente con su postura y, frente a la comisión examinadora, simplemente enmudeció. Quería suspender, y a toda pregunta, incluidas las más simples, respondió sereno y sonriente: «No sé, no lo he estudiado». La comisión constaba de tres miembros: el titular de la cátedra, Mons. Tirapani, Mons. Enrico Bartoletti, rector del seminario y docente de Hebreo y Teología, y un padre carmelita de Monte alle Croci. Frente a esta escena muda, Tirapani se irritó y exclamó: «¡Vosotros mismos lo veis! Calla también para las cosas más sencillas. No se le puede promover». Don Bartoletti, sacerdote con una visión mucho más amplia, conocía bien a Lorenzo y se dio cuenta de que la actitud era intencionadamente contestataria, por lo que echó agua al fuego: «No precipitemos las cosas, hay que darle confianza, estoy seguro de que es un joven valioso, solo tiene un fuerte deseo de ir a lo profundo en esta materia. En otras está muy preparado». Se le hizo otra pregunta, sumamente simple, y con su habitual sonrisa y su cabeza rapada respondió una vez más: «No sé, no lo he estudiado».
Tirapani extendió los brazos desconsolado: «¿Lo habéis oído? ¿Lo habéis oído?». El padre carmelita intentó ayudarle y, en voz baja, le sugirió una respuesta; y él, creando un embarazo general, respondió con calma: «El padre me sugirió que...».
La defensa de Don Bartoletti consiguió que no fuese suspendido y que se le admitiera al año siguiente, aunque con el mínimo de calificación.
Si ese modo de comportarse producía perplejidad y dudas en Mons. Tirapani, con sus compañeros se produjo el efecto contrario: toda barrera cayó, y Lorenzo pudo insertarse en el grupo. Efectivamente, no es difícil que quedaran fascinados por un tipo como él, intransigente y lleno de ironía consigo mismo, dominado por una mezcla de severidad y dulzura, un poco mal hablado, pero profundo en su razonamiento y en continua búsqueda para elaborar pensamientos nuevos.
En el dormitorio que compartían se creó un fuerte lazo de amistad y solidaridad. Los compañeros organizaron pequeñas escenas con sátiras divertidas, citando a veces también simpáticamente a Lorenzo y llamándole «pintor futurista asceta».
Por las tardes se encontraban para profundizar en los contenidos de las lecciones de la mañana y para buscar también otros aspectos y puntos de vista desde los cuales examinar las problemáticas. Particularmente viva era la confrontación sobre las cuestiones morales y sociales. Junto a Lorenzo se distinguían Bruno Borghi, Danilo Cubattoli, Alfredo Nesi, Auro Guibbolini, Renzo Rossi y Bruno Brandani, que animaban las discusiones, a veces también con algún acento crítico, hasta el punto de que un día el rector llamó a Renzo Rossi y le dijo: «Si tú, Milani, Borghi y Cubattoli dejarais el seminario, aquí retornaría la paz».