Eclesiología de la praxis pastoral. Juan Pablo García Maestro

Eclesiología de la praxis pastoral - Juan Pablo García Maestro


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      A mis padres, Pablo y Teresa

      Hay muchos cristianos que se arrodillan ante la cruz de Jesucristo, pero que hacen todo lo posible por resistirse y luchar contra cualquier tribulación en su propia vida. Creen que aman la cruz de Cristo, pero la odian en su propia vida.

      DIETRICH BONHOEFFER

      ABREVIATURAS

      AA Apostolicam actuositatem

      DH Dignitatis humanae

      DV Dei Verbum

      EN Evangelii nuntiandi

      FC Fe y Constitución

      GS Gaudium et spes

      LG Lumen gentium

      NA Nostra aetate

      OL Orientale lumen

      SC Sacrosanctum Concilium

      UR Unitatis redintegratio

      UUS Ut unum sint

      PRÓLOGO

      Amigo lector, amiga lectora: inevitablemente, los prólogos suelen repetir –ordinariamente con bastante peor fortuna– lo que el autor ha señalado en su obra. Además, salpican la introducción con alguna loa a su persona, rigor, capacidad expositiva… Desde luego, en el presente caso, ni faltan en el libro aportaciones del mayor interés, ni refrescantes sugerencias pastorales, ni yo podría dejar de hacer justicia a su autor siendo parco en merecidas alabanzas. Con todo, como se trata de no enredar al lector desde el principio, me voy a permitir señalar cuáles son, a mi juicio, las líneas de fuerza del texto que tienes entre manos y dejar enseguida que su lectura directa fluya para conformar tu parecer.

      Empezaré diciendo que en este texto se cumple una vez más la máxima de Ortega y Gasset: hay autores que exponen y además se exponen. Esto último no porque las tesis que sostiene sean arriesgadas (están dotadas de grandísimo sentido común), sino porque en las líneas que escribe Juan Pablo García Maestro bullen sus convicciones más firmes y apasionadas. Como él mismo se encarga de recordarnos en palabras de Gustavo Gutiérrez, teólogo sobre el que versó su tesis doctoral, «a Dios primero se le practica y solo después se le reflexiona».

      Como buen hijo de la Orden Trinitaria, la primera ocupación de nuestro autor (bastante prolífico en publicaciones)1 es el misterio de Dios, especialmente desde las enmiendas a la totalidad que plantea la cuestión no resuelta del mal o del sufrimiento de los inocentes. Por idéntica razón, la segunda gran tarea será la aproximación al mundo del dolor, la esclavitud y la injusticia, y la «aprojimación» a sus víctimas. Dios y el dolor del mundo. Son los dos grandes presupuestos de cualquier acercamiento teológico que no quiera andarse por las ramas. Así se evitará un riesgo frente al que nuestro querido colega y amigo Julio Lois prevenía con frecuencia: el cinismo en la teología. De este modo se emprenderá la búsqueda de la verdad de Dios, siempre inasible, desde su paradójico clamor en «los que oprimen la verdad con la injusticia» (Rom 1,18). Sabemos que lo que podemos llegar a saber de Dios es mucho menos que la esperanza que sentimos. Por eso son los sencillos quienes mejor barruntan a Dios y quienes nos pueden hacer más accesible el cultivo de las virtudes teologales. En palabras del teólogo peruano, la teología es el acto segundo de una primera respuesta comprometida al clamor del oprimido, al grito desgarrado de los «insignificantes»: ¡no hay derecho! En unos sitios, su lugar teológico será la hambruna, en otros, un centro de internamiento de extranjeros (CIE), en bastantes, la precariedad más absoluta ante un futuro incierto, en todos, la más rabiosa solidaridad con las víctimas. Dios no se identificó con los excluidos para consagrar la marginación, sino para hacer de ella una experiencia de realización del sueño de Dios combatiendo todas las formas del mal y de la injusticia.

      La Iglesia, para ser fiel a su Señor, no puede abandonar el lugar natural en el que se originó: los pies de la cruz («Ahí tienes a tu madre…», Jn 19,27). Ese es el «ángulo» por el que apuesta nuestro autor para ubicarse. Cuando la Iglesia deja de mirar fijamente al Crucificado y se retira de los pies de las cruces no solo pierde significatividad evangélica, capacidad provocadora o fibra profética. Está perdiendo su identidad más originante. Vivir de espaldas al mundo, al margen del sufrimiento humano y de la injusticia, hace imposible la reflexión teológica en su sentido más estricto: se le cae el «teo», pues, como ya señalaba el profeta Jeremías: «Conocer a Dios es practicar la justicia» (Jr 22,16). De ahí la propuesta de ser sencillamente «una Iglesia para los demás», una Iglesia samaritana, una Iglesia transeúnte, sin hogar, exclaustrada y, por ello, capaz de alumbrar a los caminantes desnortados o a los peregrinos de pies cansados, susceptible de habitar los más variados contextos valorando lo que en ellos hay de sagrado. Ello implica una eclesiología, como la expuesta en las páginas que siguen, más descentrada de sí, más «reinocéntrica», con una inequívoca opción por una praxis pastoral que ponga en su centro a Jesús de Nazaret y que esté dispuesta a recibir sin miedo su mejor legado: el Espíritu. Esto tiene muchas implicaciones. Apunto algunas.

      La primera es la reivindicación del lugar que corresponde al Espíritu Santo en la reflexión teológica y cómo su olvido constituye un pecado imperdonable (cf. Mt 12,31-32). Poner en su sitio a la tercera Persona de la Santísima Trinidad condiciona nuestra mirada sobre la Iglesia y el mundo. Algo de esto debió de entender el buen papa Juan cuando convocó el Concilio Vaticano II, amparándose en el Espíritu, que ayudaría a quitar el polvo imperial que se había ido pegando a la Iglesia durante siglos. Sin duda, el gran don de Pentecostés para el mundo fue la Iglesia. Por eso es preciso recrearla continuamente bajo el impulso de su aleteo siempre nuevo y a la luz de un presupuesto: «Jesús anunció el Reino, y para anticiparlo edificó la Iglesia». En términos del autor, la Iglesia es una auténtica «avanzadilla del reinado de Dios». Cristaliza en la vivencia de la fraternidad, existe para evangelizar y tiene vocación de preconstituir los cielos nuevos y la tierra nueva que se nos han prometido. Para acometer tan ingente tarea puede optar por confiar en su fuerza y poder o, desde la fragilidad y la precariedad (que cuentan con garantía notarial de Dios), tratar de seguir a Jesucristo y proseguir su causa. Nada más animante para ello que discurrir por las páginas en que se nos van presentando las visiones tan plurales y, al mismo tiempo, tan en divina sintonía que aparecen en el Nuevo Testamento. El pluralismo eclesiológico, como diversidad de modos de plasmar el seguimiento de Jesús, lejos de constituir una amenaza para la unidad, más bien parece ser ¡un don del Espíritu!, que habrá de ser discernido, pero nunca sofocado.

      Desde el presupuesto de un Espíritu que sopla donde, cuando y como quiere, que no tiene contrato de exclusiva con nadie, el diálogo con el mundo (¡por supuesto dentro de la Iglesia!) se hace imprescindible. No es, por tanto, baladí tener fe en que el Espíritu Santo habitaba ya en el prójimo… ¡mucho antes de que llegásemos nosotros! Solo de este modo la mirada sobre el otro será una mirada amable; pero no solo por finezza espiritual, sino por una profunda convicción teologal: el otro, cuanto más «otro» sea, más me remite al Totalmente Otro. Desde este presupuesto se comprende bien que una de las grandes pasiones de García Maestro y una de las líneas de fuerza de esta obra sea el diálogo intra y extraeclesial. En efecto, el diálogo con el mundo, con la cultura, con la sociedad, con otras religiones presupone que en el otro hay semillas de verdad. Si no, el riesgo es establecer un auténtico monólogo con la coartada de un diálogo meramente formal. El diálogo, antesala del encuentro, está abierto al don que viene del otro, es poroso a la reciprocidad. El mundo necesita ser evangelizado, pero también debemos dejarnos evangelizar por él. Que la Iglesia sea coloquio, en términos de Pablo VI (Ecclesiam suam 67), es mucho más que una estrategia pastoral o un modo de caer simpáticos al mundo. Es un rasgo definitorio de la identidad irrenunciable de la Iglesia. Ella es la mano larga de un Dios que es continua comunicación y diálogo creador, Palabra encarnada y grito reivindicador de los perdedores, pecadores e injusticiados en la resurrección de su Hijo. Este carácter dialogal de la Iglesia asegura que la relación Iglesia-Dios es de medio a fin, que la Iglesia no vive para sí y que es icono de la Trinidad.

      Al diálogo con otras confesiones cristianas dedica bastantes páginas. Sabe que no se ama lo que no se conoce. Para salvar esta omisión, nos presentará un ramillete


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