Eclesiología de la praxis pastoral. Juan Pablo García Maestro
en un tema que nuestro autor conoce y quiere bien: el trabajo del Consejo Mundial de las Iglesias y la preocupación ecuménica. En efecto, un requerimiento del Maestro para que la evangelización sea tal es que seamos uno para que el mundo crea (Jn 17,21). Con seguridad no es imprescindible que todos pensemos lo mismo, pero sí que tengamos «un solo corazón». Sin unidad no hay credibilidad. La Iglesia deja de ser un signo evocador y provocador del Evangelio (Mardones). Esta preocupación del profesor atraviesa toda la obra. El otro no es nunca un enemigo, sino un desafío recíproco que apela a nuestra capacidad de encuentro, todo un sacramental del buen Dios. Negarnos al otro es, además de una actitud sectaria en la que se puede incurrir desde cualquier posición, pecar contra el Espíritu Santo, el generador de carismas, el garante de la diversidad de lenguas y de la más perfecta y cordial inteligibilidad entre todas. Esto, avisa nuestro eclesiólogo, habrá de ser tenido en cuenta en las relaciones entre los nuevos movimientos eclesiales y la Iglesia local, evitando el exclusivismo y la dialéctica carisma-institución.
Consciente de ello, desde un sano pluralismo alejado de cualquier pretensión de uniformidad, pero con la precisa concordancia de corazones, el libro quiere animar a todos los miembros de la Iglesia a ponerse en estado de misión. Eso incluye a las parroquias, que habrán de tornarse en comunidad de comunidades, en las que el protagonismo recaiga en los seglares, adultos en la fe y corresponsables de la suerte de la comunidad. Y quiere que lo hagan desde las intuiciones más fecundas del Concilio: en una Iglesia que se concibe a sí misma como pueblo de Dios, en la que el bautismo es la más excelsa seña de identidad y la apuesta por los excluidos se torna en inequívoco criterio de validación evangélica. Por eso insiste en replantear la identidad desde el bautismo y no desde el orden. Con ello se evitará un exceso de clericalización en la eclesiología y, no menor por cierto, en la praxis pastoral. Cuando el acento en lo específico se hipertrofia, cuando el polo de la identidad se exacerba, acabamos obviando lo genérico que nos vincula y marcando tanto lo que nos distingue y diferencia que se compromete el polo de la misión. La máxima de san Agustín, «para vosotros obispo, con vosotros cristiano», expresa esta idea mejor que nada.
La segunda parte del título del libro, «praxis pastoral», es casi un requerimiento inevitable de quien primero reflexiona desde la acción de la Iglesia, desde el interior de la comunidad. El profesor García Maestro denuncia ese divorcio que se da en ocasiones entre el teólogo y la comunidad, entre su vida personal, comunitaria, social y teológica. Por otra parte, la praxis constituye la impostación natural de quien imparte la disciplina de Eclesiología en el Instituto Superior de Pastoral. No trata de formular recetarios prácticos e insiste en algo muy propio de la teología pastoral: la capacidad de dejarse interpelar por la realidad misma, detectando que en ella hay no solo preguntas que hay que responder y anhelos que colmar, sino siempre, si la escrutamos con mirada creyente, un atisbo de respuesta que ha de ser considerada. Lo contrario conduciría a una Iglesia «propietarista», única depositaria de todos los tesoros, ante la cual los demás cumplen solo con recibirlos. En esta misma dirección, pensemos por un momento en uno de los más escandalosos pecados que aflige a la Iglesia hoy. Me refiero a los abusos sexuales a cargo de clérigos sin escrúpulos. ¿Cómo no reconocer que sin la interpelación del «mundo», y a veces de su denuncia, habríamos seguido aletargados? Una vez más, la escucha directa, sin intermediarios, del papa Benedicto XVI a las víctimas y el primado de la verdad sobre la estrategia le han llevado a gritar con energía: «¡Nunca más!». La Iglesia no solo cumple su misión evangelizadora en el mundo. También precisa de él. Porque el mundo es lugar de Dios.
Ilumina esta concepción la actitud de Pablo en el ágora ateniense (Hch 17,16-34). Podría haber echado en cara a los atenienses sus vicios (y tendría buenas razones para ello) o denunciar su idolatría, podría haber empezado anunciándoles de primeras el depósito precioso que había recibido (y sería muy legítimo) o haberse enfrentado sin más a estoicos y epicúreos. Sin embargo, el convertido de Tarso conocía de primera mano el corazón de sus contemporáneos y cómo la verdad de Dios se manifiesta de manera siempre sorprendente en cualquier recoveco del camino. Por eso, en su discurso sobre el Dios desconocido, apuesta por un método más inductivo. Aquello que adoráis, vuestros anhelos, vuestra ansia de felicidad, el anhelo de justicia, de pervivencia… esos, en el fondo, lugares comunes de los humanos de todos los tiempos son ya un eco de Dios; «eso es lo que vengo a anunciaros».
Así ubicada, peregrina en el mundo, compañera de fatigas, madre y maestra, pero sobre todo seguidora de su Señor y proseguidora de su causa, la Iglesia es en palabras de Juan Pablo García Maestro: «Pueblo para los otros». Se trata de una Iglesia para los demás, descentrada, descentralizada, con fuerza centrífuga, dinamizadora de lo mejor de lo humano, partera de valores, colaboradora sencilla y leal en la causa del Reino. Pero la Iglesia, como sus miembros, es santa y pecadora. Por eso no siempre sigue el camino correcto. Sin embargo, si nos es exigible una mirada amable sobre el mundo a pesar de su pecado, no lo es menos sobre la Iglesia, casta et meretrix, aun con sus miserias. Es entonces cuando son de aplicación las palabras de Joseph Ratzinger: se trata de «amar la Iglesia con corazón atento y vigilante, con la vigencia del espíritu crítico y la disposición a padecer por lo que se quiere».
Nada es la Iglesia sin la Palabra. La Iglesia ha guardado la Palabra y la Palabra guarda a la Iglesia. En efecto, a pesar de muchos dislates y corruptelas, la Iglesia ha custodiado, posibilitado, generación tras generación, el acceso a la experiencia interpeladora de Dios sin falsearla o amputarla. No podemos dejar de mencionar la vuelta al estudio de la Escritura, propugnada por el Concilio, y de cuya centralidad da cuenta la Dei Verbum. Con sus inevitables interpretaciones –san Francisco pedía un Evangelio «sin glosa»–, el Evangelio nos ha vivificado y nos seguirá contrastando en nuestra debilidad. Hoy más que nunca estamos urgidos a hacer de puente entre el mundo de los estudios bíblicos especializados y el ámbito pastoral, sobre todo en un momento en el que el acceso directo al texto es más difícil que nunca por la distancia cultural entre el contexto en que se escribió y aquel en el que se acoge. Hay que lograr que la Biblia sea el fundamento de toda la actividad pastoral, y para ello se nos propondrá acertadamente pasar de la «pastoral bíblica» a la «animación bíblica de toda pastoral».
Una última clave para entender el libro que estás manejando. Nuestro teólogo vallisoletano enseña eclesiología en un centro de la Iglesia especializado en teología pastoral. El Instituto Superior de Pastoral, de la Universidad Pontificia de Salamanca en Madrid, en el que García Maestro está felizmente arraigado, acumula ya un legado de reflexión sistematizada y rigurosa de prácticamente cincuenta años. Su papel ha devenido fundamental en la recepción y difusión del Concilio Vaticano II en España y América. Con un plantel de profesores comprometidos con el espíritu conciliar, por sus aulas han pasado cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, y centenares de laicos, que han aplicado sus enseñanzas en línea de una Iglesia evangelizadora, corresponsable, samaritana, dialogante y con una decidida apuesta por los pobres. De ahí que el diálogo con algunos de los más señeros profesores del centro sirva al autor prologado para ir anudando reflexiones en torno a la Iglesia, su identidad y su misión. Esto siempre desde la Teología Pastoral como una disciplina autónoma y no como parte final aplicada de la formación teológica. Por eso mismo debiera ser el inicio de todo tratado teológico que no quiera elaborarse al margen de los gozos, las angustias y esperanzas de las mujeres y hombres de todos los tiempos.
Con el autor preferido de mi querido y admirado colega y amigo Juan Pablo: «Nuestra metodología es también nuestra espiritualidad». Por eso, el momento inductivo, que parte del sufrimiento del otro como llamada apremiante de Dios, que convoca a acercarse, implicarse, complicarse y, llegado el caso, replicar, es obligado en la teología pastoral, pues supone una lectura crítica ¡y creyente! de la realidad y de la acción de la Iglesia en ella. Solo así podrá dejarse empujar por el Espíritu y alcanzar, con la anáfora eucarística, «ser en este mundo un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando».
JOSÉ LUIS SEGOVIA BERNABÉ,
director del Instituto Superior de Pastoral
INTRODUCCIÓN
Para afrontar la disciplina teológica de «Eclesiología de