Eclesiología de la praxis pastoral. Juan Pablo García Maestro

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la vista de todos estos datos, algunos pensarán que la eclesiología se agrieta y corre el peligro de derrumbarse. No es así. Ciertamente, una determinada imagen de Iglesia se ha venido abajo. Era la imagen de esa institución aquejada de un claro eclesiocentrismo, en el fondo muy antievangélico.

      Pero una Iglesia descentrada no quiere decir en absoluto una Iglesia desplazada, disminuida en valor. Quiere decir una Iglesia humilde, que reconoce su misión de estar al servicio del Reino, subordinada a los planes de Dios a favor no de grupos minoritarios-elitistas, sino de la universalidad de toda la humanidad. Como ya sugiere la Lumen gentium, es el sacramento, la avanzadilla del Reino (LG 1; 2,9; 8,48).

      He aquí la raíz y el fundamento de toda conversión de la Iglesia: aceptar someterse a una realidad que la desborda y rebasa, que en cierto modo la cuestiona, si bien es verdad que esa realidad plena, escatológica, está ya prefigurada y presente seminalmente en la comunidad eclesial y nunca desaparecerá de su seno.

      La Iglesia, sostiene Medard Kehl, encuentra su sentido teológico solo en su relación con el Reino de Dios prometido a los pobres y, a través de ellos, a toda la creación.

      El Reino es lo central. Ya lo dijo Jesús: «Os debe preocupar en primer lugar el Reino de Dios y su justicia. Todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33). Podemos glosar, actualizar esta catequesis jesuánica diciendo: «Todo lo demás, incluso la Iglesia, se os dará por añadidura»24.

      Tenemos que decir que esto es verdad, pues cuanto más se incorpore la Iglesia al proceso desencadenado por el Concilio Vaticano II a favor de la paz, la justicia, tanto más se relativizarán los problemas intraeclesiales.

      El teólogo J. Ratzinger, hoy Benedicto XVI, recoge muy bien este sentido igualitario de la Iglesia con una categoría profundamente bíblica, la «fraternidad». La tesis básica de su libro es: en la Iglesia debe reinar el ethos de la igualdad y la fraternidad25.

      El exegeta de la Universidad de Tubinga Herbert Haag afirma con rotundidad:

      Jesús nunca quiso sacerdotes. Por eso la carta a los Hebreos, bien imbuida del espíritu jesuánico, es radicalmente antisacerdotal. Ahora bien, al no haberse mantenido este espíritu de los orígenes, la realidad eclesial dejó de ser una comunidad de discípulos de Cristo para convertirse en una Iglesia clerical26.

      Sabemos lo que era esencial para Jesús: ¿quiénes son mi madre y mis hermanos? «Estos son mi madre y mis hermanos: los que cumplen la voluntad de Dios» (Mc 3,34). «No os dejéis llamar maestro, pues uno es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos» (Mt 23,8).

      Hay que recordar a su vez que san Pablo emplea 130 veces el término «hermano» y 30 veces lo hacen los Hechos de los Apóstoles. Asimismo puede verse el texto de Heb 2, 11: «Pues tanto el santificador como los santificados tienen todos el mismo origen. Por eso no se avergüenza de llamarles hermanos».

      Como dice Walter Kasper, la comunión –ese rasgo nuclear de la Iglesia según el Vaticano II– significa participación y corresponsabilidad de todos. Y todos tienen, pues, que intervenir en la toma de decisiones. Por eso creo que el Código de derecho canónico de 1983 no ha sabido dar cauce a estos principios tan claramente expuestos en LG 13; 35; GS 43 y el decreto AA 2.

      Para el teólogo dominico Edward Schillebeeckx, la idea de una jerarquía piramidal en la estructura eclesial viene del Pseudo Dionisio (siglo V). Ciertamente existe la autoridad en la Iglesia. Pero no existe en la forma neoplatónica propugnada por Dionisio Areopagita (denominado Pseudo Dionisio), una forma en la que el de arriba lo tiene todo y el de abajo no tiene nada. Esta es la negación de la eclesiología de comunión27.

      Hay que recordar por último que la finalidad de la autoridad de la Iglesia es el servicio a los hermanos. Dos textos neotestamentarios nos iluminan: Mt 20,20-28: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo vuestro; de la misa manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (vv. 26-28). El otro texto es el de Jn 13,12-17, que narra la escena del lavatorio de los pies.

      Conclusión

      Voy a concluir haciendo algunas sugerencias concretas respecto al cambio de estructuras que hoy se reclama entre sectores muy amplios de católicos (incluidos numerosos teólogos, presbíteros, obispos e innumerables bautizados no ordenados).

      Tomo estas sugerencias tal cual las publica un fascículo de Cristianisme i Justícia28. En concreto, estas son las sugerencias:

1. Cambio en la elección del obispo de Roma.
2. Devolución a las Iglesias locales de la elección de sus pastores, de acuerdo con la práctica vigente durante el primer milenio y que fue defendida y legislada por numerosos papas.
3. Plena igualdad (que debería ir acompañada de una profunda gratitud) en el trato que la Iglesia da a la mujer.
4. Profunda reforma de la Curia romana y plena puesta en vigor de la colegialidad episcopal.
5. Supresión de los nuncios apostólicos y de las nunciaturas, dejando que sean los presidentes de las diversas conferencias episcopales los que cuiden de modo particular la relación de las diversas Iglesias con el obispo de Roma.

      2

      LA IGLESIA QUE JESÚS QUERÍA1

      1. Jesús y la Iglesia

      «Jesús anunció el Reino y lo que vino fue la Iglesia». Con estas palabras sintetizaba A. Loisy2 su desilusión y desconcierto al comparar el magnífico mensaje del Evangelio con la triste realidad de una institución anquilosada en el conservadurismo, la incomprensión y el anatema. Millones de personas estarían dispuestas a repetir la misma frase, pensando que la burocracia, el poder, el dinero, el legalismo, han prevalecido a menudo sobre los valores cristianos. Más que hablar de Jesús y la Iglesia preferiría hacerlo de Jesús contra la Iglesia o la Iglesia contra Jesús. Porque esta se ha convertido con frecuencia en obstáculo para creer en él, y porque, si Jesús volviese, tendría que acusarnos nuevamente de haber convertido «la casa de mi Padre en una cueva de ladrones».

      Creo que la única manera de superar este escándalo es volver a los orígenes, recordar lo que los evangelios nos cuentan sobre el tema. Pero ya en esto tropezamos con una dificultad. Los evangelios no reproducen los hechos históricos de manera fría y descarnada. Cada uno de ellos –Mateo, Marcos, Lucas y Juan– los presenta de forma peculiar, según los intereses e inquietudes de sus respectivas comunidades. Por eso, más que de una visión de la Iglesia debemos hablar de distintas visiones, todas ellas verdaderas y complementarias, como cuatro afluentes de un mismo río. Algunos pretenden destilar estas diversas aportaciones para obtener la historia pura de las relaciones entre Jesús y la Iglesia. Me temo que el resultado final sea un producto incoloro, inodoro e insípido. Es preferible el agua de un manantial, aunque no sea químicamente pura.

      Centraré en primer lugar mi planteamiento en el evangelio de Mateo, que tiene gran interés en nuestro tema (evangelio que, con razón, ha sido denominado evangelio eclesial). Se trata de recorrer el mismo camino que, según Mateo, recorrió la primera comunidad. La fidelidad histórica es secundaria. Lo esencial es conocer ese itinerario, identificarnos con sus metas, sus temores, sus ilusiones, para seguir siendo la auténtica comunidad de seguidores de Jesús.

      En los siguientes apartados analizaremos también la eclesiología de los demás escritos neotestamentarios.

      2. La Iglesia en el evangelio de Mateo

      Según


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