Eclesiología de la praxis pastoral. Juan Pablo García Maestro
cristiana no debe desanimarse si es pequeña en número. Su eficacia será grande, y Jesús invita al optimismo. Pero optimismo no es triunfalismo. La parábola del grano de mostaza solo se comprende a fondo cuando la comparamos con la que probablemente le sirvió de modelo: la parábola del cedro, contada por Ezequiel seis siglos antes (Ez 17,22-24). Después del exilio, y para expresar la gloria futura del pueblo de Dios, anuncia el profeta:
También yo tomaré de la copa del alto cedro, de la punta de sus ramas escogeré un ramo y lo plantaré yo mismo en una montaña elevada y excelsa: en la alta montaña de Israel lo plantaré. Echará ramaje y producirá fruto, y se hará un cedro magnífico. Debajo de él habitarán toda clase de pájaros, toda clase de aves morarán a la sombra de sus ramas. Yo, Yahvé, he hablado y lo haré.
La imagen vegetal y la referencia a los pájaros del cielo que anidan en las ramas son comunes a Ezequiel y Mateo. No creo que se deban a pura casualidad. Pero mientras el profeta elige un árbol «alto y encumbrado», el majestuoso cedro, Jesús se contenta con un arbusto que «cuando crece sobresale por encima de las hortalizas» (Mt 13,32). Estas sencillas parábolas abordan el problema tan discutido hace pocos años de la Iglesia de masas o minoritaria y el papel del cristianismo como fermento del mundo. Sería absurdo que yo pretendiera dar una solución a un tema que ha ocupado miles de páginas. Pero es evidente que la Iglesia no debe angustiarse cuando parece pequeña y como perdida en el mundo. Lo importante es que la Iglesia tome en serio el Reino de Dios.
Muy relacionada con la anterior está la cuarta pregunta (¿vale la pena?), a la que responden las parábolas del tesoro y de la perla preciosa. Ambas subrayan el valor del Reino, describiendo la actitud de la persona que lo vende todo por conseguir un tesoro o una joya. Lo hace con enorme alegría, deseoso de poseer algo tan preciado. Pero el problema sigue en pie, porque el valor del Reino no es tan patente como el del tesoro o una piedra preciosa. Por eso creo que estas parábolas nos enseñan algo muy importante: es el cristiano, con su actitud, quien revela a los demás el valor supremo del Reino. Si no se llena de alegría al descubrirlo, si no se renuncia a todo por poseerlo, no hará perceptible su valor. A la pregunta inicial (¿vale la pena?), estas parábolas parecen responder: «No preguntes si el Reino vale la pena; demuestra que sí con tu actitud».
A la última pregunta (¿qué ocurrirá a quienes no aceptan el Reino?) contesta la séptima parábola, la de la red que recoge toda clase de peces, buenos y malos. Jesús establece una distinción radical entre ellos. Pero esta parábola tan dura conviene completarla con otros pasajes como Mt 25,31-46, donde se nos dice quiénes son los buenos y los malos. Son buenos quienes, sin saberlo incluso, se preocupan por los más pequeños, débiles y abandonados. No creo que la parábola de la red sirva de fundamento bíblico al principio extra Ecclesiam nulla salus. Más que pensar en el posible castigo de los otros nos anima a recordar nuestra propia responsabilidad.
A partir de ahora, Mateo refleja una tensión creciente entre las posturas favorable y opuesta a Jesús. La desconfianza detectada en los capítulos anteriores da paso al escándalo de los nazaretanos (13,53-58), el asesinato de Juan Bautista (14,1-12), el escándalo de los fariseos (15,1-20) y el enfrentamiento con fariseos y saduceos (16,1-12). De estos grupos no cabe esperar nada; a lo sumo que repitan con Jesús lo ocurrido a Juan el Bautista.
En el polo opuesto, la familia de Jesús cierra filas en torno a él y lo conoce de forma cada vez más plena. Por dos veces Jesús alimenta a su comunidad (14,13-21; 15,32-39), la salva en el peligro (14,22-33) y anticipa la salud de los tiempos mesiánicos (15,29-31); y el grupo se amplía con la aceptación de Jesús por parte de los de Genesaret (14,34-36) y la fe de la cananea (15,21-28). A través de estos episodios, el Señor desvela el misterio de su misión y de su persona. Y no extraña que todo culmine en la confesión de Pedro («Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo»), a la que sigue la referencia explícita de Jesús a la edificación de su Iglesia.
A partir de este momento, estas personas que se han entusiasmado con el mensaje de Jesús, superando la desconfianza, el rechazo, el escándalo, van a encontrar su identidad comunitaria a medida que descubren el misterio de Jesús.
De hecho, la confesión de Pedro solo supone un primer paso, e incluso peligroso. Se presta a interpretaciones triunfalistas, contrarias al pensamiento de Jesús. Porque él no entiende el mesianismo como un título de gloria o una garantía de triunfo político, sino como una misión de servicio que implica la victoria final, pero a través del sufrimiento y la muerte. Este tema es central en los capítulos 16-20 de Mateo, donde todo lo que se dice está enmarcado en los tres anuncios de la pasión y resurrección (16,21-28; 17,22-23; 20,17-19). Su contenido podemos esbozarlo del modo siguiente, que ayuda a captar la relación entre episodios tan variados:
Primera predicción de la pasión y resurrección (16,21-28)
1. | La transfiguración (17, 1-13) |
2. | Instrucción sobre la fe (17, 14-21) |
Segunda predicción (17,22-23)
1. | Instrucción sobre el tributo (17,24-27) |
2. | Los peligros del discípulo en la vida comunitaria: |
- | ambición (18,1-5) |
- | escándalo (18,6-9) |
- | despreocupación por los pequeños (18,10-14) |
3. | Las obligaciones del discípulo: |
- | la corrección fraterna (18,15-20) |
- | el perdón (18,21-35) |
4. | El desconcierto de los discípulos: |
- | ante el matrimonio y el celibato (19,3-12) |
- | ante los niños (19,13-15) |
- | ante la riqueza (19,16-29) |
- | ante la recompensa (19,30-20,16) |
Tercera predicción (20,17-19)
1. | Petición de la madre de los Zebedeos y discusión (20,20-28) |
2. | «Que se nos abran los ojos» (20, 29-34) |
Este esquema no coincide con el que ofrecen generalmente las ediciones de la Biblia. En algunos puntos es discutible. Pero tiene la ventaja de que deja ver la estrecha relación entre el misterio de Jesús y la identidad de la comunidad cristiana. Solo cuando recordamos que Jesús murió y resucitó encontramos fuerza para creer y superar los peligros de ambición, escándalo y despreocupación. Solo Cristo muerto y resucitado nos permite la verdadera corrección fraterna y el perdón. Solo este misterio ilumina el desconcierto ante el celibato, los pequeños, la riqueza y la recompensa. La estructura de estos capítulos demuestra que, según Mateo, para que exista auténtica comunidad cristiana no basta el llamamiento de Jesús ni la aceptación inicial del Evangelio, hay que acoger el misterio de la muerte y resurrección e imitar a Jesús, que no vino a ser servido sino a servir. Su sufrimiento y triunfo posterior justifican los sufrimientos, renuncias y alegrías