Guía literaria de Londres. Varios autores

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las rosas que adornaban las dovelas han perdido su belleza vegetal; todo padece la marca del gradual desgaste del tiempo, pero, aun así, hay algo conmovedor y agradable en esa decadencia.

      El sol otoñal bañaba con un rayo dorado el recinto del claustro, iluminando la poca hierba que crecía en el centro del patio y proyectando sobre un ángulo del pasillo abovedado una especie de esplendor polvoriento. Por entre los arcos, el ojo atisbaba un trozo de cielo azul o una nube pasajera, y contemplaba los pináculos de la abadía, dorados por la luz, recortándose contra el azul celeste.

      Mientras caminaba por el claustro, en ocasiones recreándome en su combinación de gloria y declive, y otras veces esforzándome por descifrar las inscripciones en las tumbas que formaban el suelo bajo mis pies, atrajeron mi atención tres figuras toscamente talladas en relieve que los pasos de muchas generaciones habían desgastado. Eran las efigies de tres de los primeros abades; los epitafios estaban completamente borrados y solo quedaban los nombres, que sin duda habían sido restaurados en tiempos más recientes; («Vitalis. Abbas. 1082», «Gislebertus Crispinus. Abbas. 1114» y «Laurentius. Abbas. 1176»). Me quedé allí un rato, meditando sobre aquellas inesperadas reliquias de la Antigüedad, abandonadas como pecios en esta lejana orilla del tiempo, que solo contaban la historia de que aquellos seres habían existido y fallecido; que no pretendían ofrecer ningún consejo moral más allá de la futilidad del orgullo que todavía persigue conseguir homenaje a sus cenizas y que pervive en la inscripción. Solo habrá de pasar un poco más de tiempo para que incluso estos escasos restos desaparezcan, y con ellos se pierda el recuerdo que se trató de inmortalizar en piedra. Mientras seguía mirando las lápidas me sobresaltó el sonido del reloj de la abadía, cuyas campanadas reverberaron entre los contrafuertes creando ecos en el claustro. Casi resulta sorprendente escuchar ese aviso de la partida del tiempo sonando entre las tumbas, anunciando el paso de una hora más que, como una ola, nos ha empujado un poco más hacia la muerte.

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      Grabado de J.P. Neale (1828) que muestra el lado norte del claustro de la abadía de Westminster y la entrada, con las puertas abiertas, al lado sur de la nave principal de la iglesia. Por este mismo arco, por el que en la actualidad pasan multitudes de turistas, pasó también Irving para salir del claustro y entrar en el templo.

      Seguí mi paseo a través de un arco que me llevó al interior de la abadía. Al entrar allí la mente comprende la magnitud del edificio gracias al contraste entre el tamaño de la bóveda de la nave y el de la de los pasillos del claustro. El ojo contempla maravillado los grupos de columnas de dimensiones gigantescas, de las que se elevan arcos de altura asombrosa y junto a cuyas bases caminan hombres a los que el producto de su propia industria reduce a la insignificancia. El espacio y la solemnidad de este gran edificio provoca un profundo y misterioso deslumbramiento. Caminamos con cautela, pisando con suavidad, como si temiéramos perturbar el sagrado silencio de las tumbas, pero cada paso susurra a lo largo de los muros y resuena entre los sepulcros, haciéndonos todavía más conscientes del silencio que hemos quebrado.

      Parece como si la horrible naturaleza del lugar oprimiera el alma y obligara al visitante a reverenciarla en silencio. Tenemos la impresión de estar rodeados por una congregación de restos de los grandes hombres de tiempos pasados, cuyos hechos forjaron la historia y cuya fama alcanza el orbe entero.

      Y, sin embargo, la vanidad de la ambición humana casi hace sonreír al ver cómo están allí reunidos y amontonados entre el polvo; qué poca prodigalidad se ha observado al otorgar solo un recodo, un rincón sombrío, solo una fracción insignificante de tierra a aquellos a los que, en vida, no bastaban reinos, y cuántas formas y figuras y artificios se han diseñado para intentar atraer la mirada pasajera del visitante y salvar del olvido, durante unos pocos y cortos años, un nombre que en sus tiempos aspiró a ocupar eras enteras de los pensamientos y admiración del mundo.

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      La tumba de Charles Dickens, en el Rincón de los Poetas de la abadía de Westminster, según un grabado publicado el 15 de junio de 1870 en The Illustrated London News, poco después de que falleciera el poeta, el día 9 de ese mismo mes. Esta es, por supuesto, una tumba que Irving no pudo ver en su visita, que se produjo cincuenta años antes.

      Pasé bastante tiempo en el Rincón de los Poetas, que se encuentra en el extremo de uno de los transeptos de la abadía. Las tumbas son, por lo general, sencillas, pues la vida de un hombre de letras ofrece pocos motivos espectaculares al escultor. Shakespeare y Addison tienen estatuas erigidas en su memoria; pero la mayor parte de los poetas son recordados con bustos en relieve, medallones y, en algunos casos, solo inscripciones. A pesar de la simplicidad de estos monumentos, me he fijado que es el lugar en el que más tiempo pasan los visitantes de la abadía. Un sentimiento más cálido y cercano substituye a la fría curiosidad o vaga admiración con la que contemplan los espléndidos mausoleos de los grandes y poderosos. Se quedan junto a estas como si fueran las tumbas de amigos o compañeros, pues de hecho existe una relación entre el autor y el lector. A otros hombres la posteridad los conoce solamente por medio de la historia, que continuamente se desvanece y olvida, pero la relación entre el autor y sus congéneres se renueva constantemente, siempre está activa y siempre es inmediata. El autor ha vivido para ellos más que para sí mismo; ha sacrificado gozos y se ha apartado de las delicias de la vida en sociedad para poder entrar en más estrecha comunión con mentes y épocas lejanas. Y hace bien el mundo en celebrar su fama, pues no fue adquirida mediante la violencia y la sangre, sino por el diligente reparto de placer. Que la posteridad honre el recuerdo de los escritores, pues han dejado una herencia no de nombres y actos vanos, sino auténticos tesoros de sabiduría, perlas brillantes de pensamiento y venas de lenguaje de oro puro.

      Desde el Rincón de los Poetas continué mi paseo hacia la parte de la abadía que contiene los sepulcros de los reyes. Caminé entre lo que fueron capillas, ahora ocupadas por las tumbas y monumentos de los grandes. A cada paso me topaba con un nombre ilustre o reconocía un apellido de una familia célebre. El ojo, al adentrarse en aquellas oscuras cámaras mortuorias, capta siluetas de extrañas efigies: algunas arrodilladas en nichos, como rezando; otras estiradas sobre las tumbas, con las manos piadosamente unidas; guerreros vestidos con armadura como si reposaran tras la batalla; prelados, con báculos y mitras, y nobles vestidos con togas y coronas, tendidos como en capilla ardiente. Al contemplar esta escena, tan extrañamente poblada y, sin embargo, en la que todas las siluetas están quietas y en silencio, parece como si estuviéramos caminando por una mansión de aquella ciudad de fantasía en la que todos los seres se habían convertido de súbito en piedra.

      Me detuve a contemplar una tumba sobre la que había una efigie de un caballero vestido con armadura completa. En un brazo sostenía un gran escudo; las manos las tenía unidas ante el pecho en actitud de súplica; el morrión le cubría casi por completo el rostro y tenía las piernas cruzadas indicando que había participado en la guerra santa. Era la tumba de un cruzado; de uno de aquellos entusiastas militares que de forma tan extraña mezclaban la religión y el romanticismo, y cuyas hazañas son el vínculo que conecta la realidad y la ficción, la historia y la fantasía. Hay algo extrañamente pintoresco en las tumbas de estos aventureros, decoradas con toscos escudos de armas y esculturas góticas. Se condicen con las anticuadas capillas en las que se suelen hallar; y, al pensar en ellas, la imaginación se dispara con las asociaciones legendarias, las románticas ficciones, la caballerosa pompa y el boato con que la poesía ha bañado las guerras por el señorío sobre el Sepulcro de Cristo. Son reliquias de tiempos irremediablemente pasados, de seres cuya existencia se ha olvidado, de costumbres y modales con los que ya no tenemos ninguna afinidad. Son como objetos de alguna tierra extraña y distante de la que nada sabemos a ciencia cierta, y sobre la cual todas nuestras concepciones son vagas y aventuradas. Hay algo solemne y horrible en extremo en las efigies de las tumbas góticas, tendidas como en el sueño de la muerte o en la súplica de la hora postrera. Causan sobre mí una impresión mucho más fuerte que las posturas atléticas, los gestos exagerados y los grupos alegóricos que tanto abundan en los monumentos modernos. Me sorprende también lo mucho que superan las inscripciones de los antiguos sepulcros a las actuales. En otros tiempos se conocía


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