Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La Torre
implacable divinidad que habitaba en la montaña, Vulcano la llamaron, y al undécimo día de navegación, agotado, terriblemente mareado y casi en los huesos, bordeamos los puertos de Crotona, Agrigento y Mesina, donde descubrí amarrada una flota de naves romanas de guerra, dispuestas para disuadir a los piratas lidios e ilirios de cualquier ataque.
Al fin concluiría mi pavor con la última singladura, que concluiría en la antesala de Roma: el puerto de Puteoli. Cuando la nave atracó al alba en el embarcadero, soplaba una sofocante brisa y vi que estaba colmado de navíos varados, pero casi desierto de estibadores y marineros. Supe después que, al comenzar el verano, los romanos solían abandonar la pestilente olla de la capital y sus calores para retirarse a las umbrías de las colinas Albanas, a Baiae, Capri, Neápolis o Pompeya y a los frescos bosques de Preneste.
Yo no era hombre de mar y había sufrido con la travesía, paladeando salmuera y excrementos de mis camaradas de esclavitud. El perfume de la tierra y el contacto con las losas, tras los sufrientes días tendido en las húmedas tablas oliendo el aliento de mis compañeros de infortunio, supuso para mí un gozo incontenible.
Nada más poner pie en tierra me propuse imbuirme de cuanto me rodeaba, asimilar las costumbres de los romanos, sus modos de relacionarse y sus dichos y hábitos más comunes. Eso me ayudaría a relegar al olvido mi pasado, mientras en mi cabeza resonaba el consejo de la desconocida griega: «Sé fuerte, sé fuerte». Pero ¿y si me enviaban a las minas de estaño, o de galeote a un trirreme?, cavilé horrorizado.
—Salutem —saludó Sayed al que parecía su agente en Roma.
—Salve, Sayed, adventu gratulatio! —le contestó.
Noté que empleaban poco el idioma natural del Lacio y que se entendían más a menudo en griego koiné, lo cual representaba una gran ventaja para mí, que lo conocía a la perfección. El socio del tratante nos condujo a los carromatos, donde dos guardianes nos introdujeron de malas formas. Mientras los guardias visitaban las termas de Puteoli, a nosotros nos alimentaron con pan, queso, aceitunas, miel y vino.
Ante meridiem nos dirigimos a la Urbs, el nombre por antonomasia de Roma, vocablo que provenía de urbo o arado, con el que sus fundadores, Rómulo y Remo, delimitaron su primigenia extensión y forma.
Mientras contemplaba el paisaje de la Campania, experimenté un cambio en mi ánimo. Mi abatimiento y cólera interna por no aceptar la esclavitud se habían ido atemperando, e incluso la ansiedad que me había mantenido temeroso por mi timidez y sensibilidad. C.onversaba con los otros cautivos e intercambiábamos confidencias e informaciones que podían sernos útiles con nuestros futuros amos.
Sudorosos y extenuados entramos en Roma por la Puerta Capena, junto a los gigantescos arcos del Aqua Marcia, el gran acueducto de la capital, tras transitar maravillado por la monumental Vía Apia, exornada a derecha e izquierda de asombrosas tumbas, sarcófagos, panteones y columbarios, que ni las legendarias Tebas, Pérgamo, Nínive o Menfis poseían. El tráfico de viandantes parecía una marea humana.
En lo alto de la puerta de entrada distinguí la cabeza sangrienta de un caballo.
—Ese caballo ha sido inmolado en el Capitolio y sirve para espantar a los malos espíritus que intenten entrar en la ciudad —nos explicó uno de los guardias.
Tuvimos que bajar del carro, pues hasta la noche no le estaba permitido entrar dentro del pomerium, el interior amurallado. Pasé de mi realidad provinciana de la austera Judea a contemplar la más gigantesca, cosmopolita, opulenta, ruidosa y mundana de las metrópolis de la ecúmene que desbordaba los límites de lo imaginable en grandiosidad, riqueza y en señoriales edificios, altas ínsulas y suntuosos templos dedicados a las más diversas deidades paganas.
La riqueza y la pobreza se mezclaban con los enjambres de irritantes moscas, con los fétidos olores de los detritus, las especias y las fritangas de las termopolia, mesones y los cerezos que crecían en los huertos de sus legendarias colinas. Mendigos, chiquillos astrosos y ladrones disimulados iban de un lado para otro. Con los sentidos abiertos, mi primera impresión fue de fascinación a pesar de la caótica agitación de sus calles, por donde deambulaban la plebe holgazana, las matronas, las lobas o prostitutas, los esclavos, las cohortes urbanas, los caballeros y los senadores togados.
Por vez primera admiré los mármoles del Capitolio, del teatro de Pompeyo, de la domus del Senado, de la Basílica Emilia y de los templos de Venus, Vesta, Castor y Pólux, Jano o Saturno, así como las jaspeadas columnas y pórticos del Foro, por donde circulaban las literas, los gramáticos, los leguleyos y los comerciantes.
Coincidiendo con la anaranjada declinación del sol, y custodiados por los vigilantes, ingresamos en la casona que Sayed poseía en Roma. Situada en una clivus, una cuesta empinada, en la verde colina del Esquilino, estaba cerca de la roca Velia y de la Subura, el barrio plebeyo por excelencia. Pude comprobar que menudeaban las prostitutas e individuos del común de la truhanería, aunque también podían verse fastuosas mansiones de optimates y de viejas familias patricias.
El aire tibio del ocaso entraba en el patio interior, donde fuimos obligados a sentarnos en un largo banco de madera. Nos liberaron de los grilletes y unas esclavas nos ofrecieron escudillas con un oloroso guiso de habas y manteca, mientras oímos por los ventanales el armonioso sonido de una flauta. Durante el trayecto nos habían alertado sobre los amos romanos que lisiaban a sus esclavos con sus brutalidades y que muchos servi eran explotados sexualmente y sometidos a maltratos, vejaciones y violencias extremas. El futuro no se presentaba nada halagüeño.
Sumido en aquellas meditaciones, de pronto escuché frente a mí unas susurrantes palabras que alguien me dirigía sin transmitir sorpresa.
—¿Has decidido vivir? —me interrogó sin alzar la voz.
Levanté la mirada sorprendido y ante mi visión se ofrecieron unos ojos grandes y llenos dulzura, que de inmediato disiparon mi máscara de cansancio y miedo y también mi patente desaliento por mi devenir.
—Sí, claro —balbucí y estuve a punto de tirar la escudilla al suelo.
—Veo que Afrodita te protege. Lo supe desde el principio —volvió a hablarme y me dedicó una mirada admirativa y considerada.
Y aun cuando aquella inesperada aparición no me brindaba una promesa segura de felicidad y menos de libertad, me llenó de reconfortante ilusión por la vida. La desgarradora maldición que había planeado sobre mí en aquellos meses se dulcificaba, y en mi interior noté un balsámico alivio.
Comprendí confiado que, de momento, no estaba solo en Roma.
IX
SUB ASTA AUREA
Era Priscila, la griega, y su inesperada presencia me estremeció.
Con una sonrisa en mis labios me cuestioné si el destino se burlaba de mí, pues el encuentro venía a explicar lo inexplicable del azar. Mi corazón, arrancado a tiras, se restauró. La vi muy cambiada. La creía vendida en los mercados de Kition, o de Rodas, los más importantes del Mare Nostrum, junto con Roma.
Me alegré lo indecible. Me apretó el hombro en señal de complacencia y me conturbó su ternura. No alcanzaba a esclarecer su cambio de aspecto, hasta que advertí que le había crecido el cabello, que le caía ondulado sobre los hombros, y que su famélico cuerpo había adquirido formas sugerentes.
A pesar del cruel revés del destino que nos había convertido en animales y en siervos de otros hombres, no la veía demasiado afectada, y en su mirada advertí un brillo de contento por nuestro casual cruce en la casa de esclavos de Sayed.
Aunque no estaba permitido hablar con las esclavas, mientras consumíamos la pitanza, nos cortaban el cabello y las abundantes barbas y nos acercaban baldes con agua jabonosa para asearnos y subúculas y chitones limpios con los que vestirnos, mantuvimos una disimulada plática, que vino a colmar nuestras curiosidades.
—¿Tomaste la determinación de olvidar tu pasado y aceptar tu estrella? La esclavitud debes tomarla como otra forma de supervivencia en este perro mundo.
—No