Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La Torre

Oleum. El aceite de los dioses - Jesús Maeso De La Torre


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Dios te guarde, Ezra —me despidió insinuante.

      —Quedad con Él, mi princesa —le contesté arrobado.

      El gato de color gris me ignoró y corrió detrás de su ama.

      Al salir del palacio una pastosa calima velaba el ocaso que se precipitaba sobre Jerusalén. Retumbaban las trompetas del Templo convocando a la oración vespertina y, mientras regresaba, olí la vivificante fragancia de las higueras, cipreses y cinamomos. Mi mente no podía olvidar a aquella mujer fascinante que se había grabado como el sello en el lacre en todos los poros de mi cuerpo, aunque mi padre me asegurara que la descreída y corrompida Salomé pertenecía a una raza de víboras sin alma.

      Desde aquel día la amé en silencio y supe que toda mujer con la que intimara debería parecerse a la princesa Salomé, con la que había mantenido una impensable plática de confidencias. Y desde ese momento presidió mis mórbidas ensoñaciones.

      Y su imagen invadió mis solitarios pensamientos, y mi existencia.

      III

      JOSEF BEN CAIFÁS

      Año XIII del reinado de Tiberio César

      No me sentía reconfortado con el recuerdo de la princesa, antes bien, sufría.

      Deseaba ardientemente verla de nuevo, y aproveché la adquisición mensual de esencias y aceites que hacía la familia real. Pero fue en vano. Salomé parecía haberse esfumado de Jerusalén, pero no de mis pensamientos. Intenté en varias ocasiones verla con el subterfugio de entregarle unas unciones de baño, pero los guardias me aseguraban que no se hallaba en el palacio, o que una indisposición no le permitía recibirme.

      Fue entonces cuando comprendí que los amores imposibles suelen convertirse en un maldito tormento que te roe el alma. Así que el alacrán del recuerdo de Salomé, por muy inaccesible que fuera, se convirtió en un mordisco constante en mis entrañas. Hasta tal punto fue doloroso que una melancólica tristeza se apoderó de mí.

      Siendo ya un muchacho crecido, proseguí, no obstante, con mis estudios talmúdicos en la Academia de Gamaliel, huyendo de mi mustia nostalgia, hasta que pasados dos meses convertí la añorada figura de la princesa en una idealizada e inalcanzable quimera, y comprendí que no podía amar una mera ilusión, si no quería entrar en los dominios de la locura.

      Solo mi madre percibió mi tristeza, y un día me habló al corazón:

      —Ezra, no sé quién es la mujer que te hace sufrir, pero ya que eres un hombre debes saber que el amor vive del dolor, pero la vida vive del amor, hijo mío. En la primavera próxima conocerás a la que será tu esposa y tu corazón amará y se sosegará.

      Dios, recién iniciado el otoño, nos mostró en el cielo su rostro perfecto de luz.

      El día décimo del séptimo mes de tishri, celebramos la Fiesta de la Expiación, o Yom Kipur, coincidiendo con el año nuevo judío. Jerusalén se me ofrecía como un vergel de frescor, finalizada la canícula agobiante y desaparecidos los enjambres de moscas enojosas. La Ciudad Santa de los hebreos parecía suspendida entre el oasis de olivos de Cedrón y los bosquecillos de Getsemaní.

      La esperada solemnidad significaba el momento en el que el Creador juzga las acciones de su pueblo elegido, además de ser uno de los días más sacrosantos para Israel. Corrían dulces los aires del valle de Hebrón que, todavía verde, brindaba ramas de mirto a los jóvenes para adornar la celebración.

      En el huerto de mi casa, guardado por un muro de hiedras y bejucos, mi madre y mi hermana hacían los preparativos para la celebración. Los días se alteraban y recibíamos obsequios de nuestros parientes. La víspera, mi padre frunció las cejas al concluir la comida, se apartó un irritante tábano de la barba y anunció a toda la familia:

      —Este año, Ezra, mi hijo primogénito, será el que elabore el aceite de la santa unción al sumo sacerdote. Él también me acompañará al atrio de los Sacrificios, donde ambos se lo ofreceremos. Espero que comprendas el honor que te concede el Altísimo.

      —Me siento orgullo de ser un levita y de pertenecer a la sangre Eleazar —dije.

      Los dos nos dirigimos al herbolario, y tras besar la mesusá, la cajita amarfilada que pendía del dintel con unos versículos bíblicos, entramos. Se respiraba como siempre un aire de severidad y el aroma empalagoso a sándalo, lavanda, nuez moscada y aceite purificado. Mi padre me vigilaba, pero no hubo de corregirme en nada.

      Utilicé la fórmula magistral que mis antepasados habían manipulado desde los tiempos de Moisés y compuse la aromática emulsión del color del oro puro. Se trataba del aceite más sagrado del pueblo de Israel —el de la unción— que aún no había sido derramado en la cabeza de ningún judío que hubiera sido proclamado Mesías, a pesar de que los profetas germinaban en Palestina como la hierba.

      La receta era harto sencilla, y estaba escrita en el libro del Éxodo. El aceite puro era su principal componente, aunque hube de añadirlo en una mezcla medida de mirra fluida, canela, caña aromática y perfume de casia, que lo convertían en una esencia dulce y fragante. Mi padre me observaba, y al concluir la operación y llenar una vasija de ónice hasta el borde, me observó con ojos vidriosos y me besó las mejillas.

      —Ezra, tú serás el sustento de mi vejez y el orgullo de los Eleazar, a pesar de la eterna incertidumbre del pueblo de Israel y las enojosas acciones del nuevo procurador romano, que esconden la amenaza de exterminación de nuestro pueblo —me dijo.

      Mi padre era un hombre piadoso y honesto, y lo abracé enternecido.

      La mañana de la celebración, las cúpulas y murallas de Jerusalén relucían entre el vaho del amanecer. Durante diez días habían sonado las tubas del templo convocando al pueblo al arrepentimiento.

      El día del Perdón, el Yomá, retumbaron las trompetas en el abigarrado caserío de la capital de Judea. Y el pueblo en tropel, abandonando jergones y lechos, y vestido con sus mejores galas, acudió para asistir al fasto de la Expiación. Salimos mi padre y yo ataviados con túnicas de lino de un blanco inmaculado, el efod, con el turbante del mismo color de los levitas y el aceite sagrado entre mis manos trémulas.

      Cruzamos la Puerta de las Ovejas y el muro del acueducto de la Ciudad Alta, tras el que emergía el colosal templo de Herodes, el segundo construido en Jerusalén tras el de Salomón. Mientras caminaba junto a mi padre pensaba que la morada del Altísimo se había prostituido y que su espíritu ya no habitaba allí, escandalizado por la codicia que reinaba dentro de sus parapetos y cuyos únicos causantes eran los helenizados saduceos, una calaña detestable, soberbia y arrogante.

      El santuario estaba rodeado de tenderetes de lana, aceite, harina, ropa, ganado, grano, frutas, tórtolas, utensilios de hierro, pan recién horneado, joyas, sandalias y bebidas. A voz en grito regateaban los mercaderes y levitas con los peregrinos llegados de la Diáspora, y lo hacían en griego, hebreo y arameo. Otros imploraban:

      —¡Que quede mi mano yerma si algún día te olvido, oh Jerusalén!

      ¿Podría morar el Señor de los Ejércitos entre tanta desacralización, traición, trato y avaricia? Solo la devoción del pueblo era pura y el deseo de que nos enviara al prometido. ¿Pero anhelábamos un guerrero libertador? ¿Un príncipe de paz?

      —¡Bendito sea Yavé, hasta el día que nos envíe al Elegido! —rezaban.

      El día de la Expiación significaba para la nación hebrea la gran manifestación del sumo sacerdote Josef Caifás ante el pueblo de Dios. Era el día de la prueba de su absoluto poder. Según mi padre y la orden farisea a la que pertenecíamos, se había convertido en un títere de los romanos, con quienes compartía negocios comunes y el control férreo de los judíos de las cuatro provincias. Lo saduceos eran una plaga.

      Hasta la sangre reseca de los animales sacrificados la vendía para abonar tierras. Enfrentado a los fariseos, Caifás otorgaba los cargos sacerdotales entre los de su secta y su


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