La casa amarilla y otros cuentos. Mario Oscar Amaya

La casa amarilla y otros cuentos - Mario Oscar Amaya


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      La casa amarilla y otros cuentos

      La casa amarilla y otros cuentos

      Mario Oscar Amaya

      Índice de contenido

       Portadilla

       Legales

       Prólogo a “La Casa Amarilla”

       El Yeti

       La casa amarilla

       Calisto

       Como todas las tardes

       El vendedor de biblias

       El rito

       Alicia

       María Cristina y el Polaco

       Dulce

       Una porción de tiempo

       Encarnita

       Como antes

       Los miércoles de Gloria

       Último día de una vida

       La ventana azul del patio trasero

       El gato

Amaya, Mario OscarLa casa amarilla y otros cuentos / Mario Oscar Amaya. - 1a ed . - La Plata : Arte editorial Servicop, 2020.Archivo Digital: descargaISBN 978-987-8361-77-21. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.CDD A863

      ©2020 Mario Omar Amaya

      Digitalización: Proyecto451

      Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

      Inscripción ley 11.723 en trámite

      ISBN edición digital (ePub): 978-987-8361-77-2

      A mis padres Edith y Francisco

      A mi esposa Susana

      A mis hijos Paula, Facundo y María Belen

      Un hombre que se jubila y se mira al espejo y ve un yeti, un hombre al que le dificulta levantarse de la cama, al que le cuesta verse cambiado; ser otro. Un hombre que, después, vive una situación como cualquiera de nosotros en un supermercado. Otro hombre, en otro cuento, recorre la plaza principal y nos deja ver situaciones diarias protagonizadas por los vecinos del barrio. Son ellos los que el autor querría fuesen sus lectores. En ellos piensa cuando los escribe.

      Un matrimonio quebrado por una perrita llamada “Dulce” (un cuento con humor y humor que hace reír abiertamente sin más); un matrimonio quebrado por la búsqueda (o no búsqueda) de un gato perdido. O, mejor, dos cuentos sobre matrimonios quebrados no sabemos bien por qué.

      Cuentos fantásticos, pero no cuentos fantásticos a la manera de Borges y Cortázar, cuentos que pertenecen al nuevo fantástico, el que se escribe ahora. La casa amarilla, un viaje en el tiempo que deja entrever el pintor que es, además, el autor. La ventana azul del patio trasero, dos hermanas, dos historias, también atravesadas (las historias, las hermanas), por un hecho fantástico.

      “El Polaco”, pibe chorro, una apuesta fuerte a comprenderlo y a visibilizarlo. El Polaco no es cualquier pibe chorro, es el polaco, el que se cruza con María Cristina. Y si en principio este cuento queda aislado, por su tinte social fuerte y pareciera estar descolocado en el proyecto conjunto que es el libro, en realidad, el compromiso social aparece en muchos otros relatos. Quedará del lado del lector ver cómo están contadas y propuestas estas que son preocupaciones sociales del autor, denuncias, propias de un observador atento y callado de la realidad que nos circunda.

      Camila Spoturno Ghermandi

      6 de noviembre 2019

      Despierto y lo primero que hago es mirar la hora. Son las nueve de la mañana. Es sábado, pienso, y pregunto: ¿qué tengo que hacer hoy? Ya sé, respondo, tengo que llevar el cachorro a vacunar. ¿A qué veterinaria?, todavía no lo tengo decidido. Con mucha fiaca aparto las frazadas y saco las piernas afuera de la cama; sentado en el borde apoyo los pies desnudos sobre el piso helado. Siento cómo el frio va subiendo por las pantorrillas y llega al pecho. Los introduzco rápidamente en las chancletas antes de quedar convertido en una estatua de hielo; tengo que ir hasta el baño, lo hago casi arrastrándome. Abro la ventana para ver cómo está el día: horrible; la humedad, la neblina, la llovizna, instaladas desde hace una semana, me deprimen; vuelvo a cerrarla. Giro la canilla para que salga el agua caliente; mientras espero un siglo a que llegue, levanto la vista y veo en el espejo la imagen de un desconocido. ¿Quién sos?, le pregunto, no te reconozco. El tipo tiene escaso pelo blanco, barba de varios inviernos, ojos sin brillo, ojeras violetas, surcos profundos, orejas enormes. Reniego de ese viejo, no soy yo, es un Yeti. Meto las manos bajo el chorro, ¡la puta!, me quemé. Mezclo con agua fría para poder lavarme la cara. La seco con la toalla evitando mirar al otro, al del reflejo. Molesto por su presencia casi olvido cepillarme los dientes. Paso el peine por la cabeza, suave, para no arrancar los pocos pirinchos sobrevivientes. Ahora llegó el tedioso momento de elegir la ropa tratando de combinar los colores de la camisa con los pantalones, con el pullover, con las medias. Y después a vestirse. ¡Cómo cansa levantarse! Dan ganas de volver a la cucha. Sin querer vuelvo a mirar al Yeti; él sigue allí. ¡Estúpido!, le digo. Él sonríe y, comprensivo, dice: “No te olvides que tenés que ir al super. Hoy es el descuento del cincuenta por ciento. No te lo podes perder”. Voy a la cocina, parece Siberia, está congelada. Preparo el desayuno, lleno la pava eléctrica con agua, dejo que hierva y la vierto en la taza grande donde puse un saquito de mate cocido; agrego leche descremada; unto la galleta de arroz con queso bajo en calorías y mermelada light de naranja; meto la galleta en el tazón para humedecerla por partes, para poder comerla, para sacarle el gusto a cartón prensado que no logran quitarle la montaña de queso y mermelada que le puse. Tiene razón el Yeti, pienso, tengo que ir al “hiper” para aprovechar el descuento. Voy a ir. Espero que el chino no se entere, o lo va a considerar una traición. Lo del cachorro lo dejo para el lunes, no creo que muerda a nadie este fin de semana.

      Termino de comer, lavo el tazón, acomodo prolijamente cada cosa en su lugar y con pocas ganas, sin demasiada voluntad, me preparo para salir a la gélida calle. Me pongo el gastado abrigo, la bufanda que tejió mamá (allá lejos y hace tiempo), el gorro de lana y voy a la cochera. Al abrir la puerta para sacar el auto entra el invierno sin pedir permiso. Finísimas gotas de agua helada se clavan en el rostro, en las manos, como si fueran miles de dolorosas agujas. Huyendo de la inclemencia subo al auto y el viejo no quiere arrancar. Tras varios intentos, el motor tose, corcovea y enciende. Ya no hay vuelta


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