La casa amarilla y otros cuentos. Mario Oscar Amaya

La casa amarilla y otros cuentos - Mario Oscar Amaya


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a que, así como había heredado el nombre de mi abuelo, que él había heredado de su abuelo, y este último del suyo, desde el principio de los tiempos, también había heredado algunas reminiscencias de sus propias vidas. Y que estas se aparecían en mis sueños. Pero cuando lo hablé con primos y amigos, a ninguno le pasaba lo que a mí. Les relataba los sucesos y se reían de las fantásticas historias. “Largá el sikoudia”, “dejá de mirar tanta tele”, “tanto sexo te ablandó el cerebro” eran, entre otros más brutales, sus irónicos comentarios. Sin embargo los sueños persistían. No molestaban. Más que molestar intrigaban. Eran de aventuras en tierras lejanas, batallas contra enemigos sin rostro, caza de monstruos marinos. Algunos, los menos, eran de una vida más apacible, con noches estrelladas y ríos cristalinos.

      Cierto día quise preguntarle al abuelo Calisto. Fui hasta su casita blanca, con ventanas azules, en lo alto de la montaña, donde vivía solo. Me vio venir desde lejos subiendo la cuesta. Esperó sentado bajo el olivo centenario, fumando su pipa marinera. Él fue uno de los que había desaparecido por veinte años. Y cuando todos lo daban por muerto, volvió. Claro que su mujer, mi abuela, ya lo había reemplazado. No tuvo lugar en la casa y se construyó con materiales de un naufragio esta en la que ahora vive. Su rostro tiene mil surcos, la piel seca y renegrida contrasta con el cerúleo de sus ojos y el blanco de su barba y pelos largos. A veces da la impresión de que el gorro lo tiene atornillado a la cabeza de tanta arrugas que tiene en la frente. Después de saludarlo y conversar del clima, le conté de mi intriga y sonrió, enigmático. Tomó su tiempo para responder. Cambió el tabaco, volvió a encender la pipa, se echó para atrás y largó una bocanada de humo. “Son sólo sueños de juventud” dijo. “Afán de aventuras. Yo también los tuve y los concreté” agregó. Y dio su consejo: “Tenés que ir a recorrer y conocer el mundo, sin límites temporales. Tus sueños se convertirán en realidad”. No quedé conforme con la explicación. Insistí. Le conté uno del cual él pudo haber sido protagonista. “Nunca he visto la película Zorba, el griego. Sin embargo recuerdo haber estado presente en su filmación. Presencié el sirtaki, el baile de Antonhy Quinn con Alan Bates. Yo no había nacido pero vos seguramente estuviste presente”. El abuelo se puso serio. Puso su mano sobre mi hombro y preguntó con cierto sarcasmo: ¿No te parece extraño que el griego más famoso sea un actor mexicano? Luego agregó: en esa época no estaba en la isla y enmudeció. No volví a preguntar. En silencio, sentados uno junto al otro, contemplamos el paisaje, el mar, las montañas, las nubes que cada tanto pasaban. Estuve acompañándolo un largo rato. Vimos la puesta del sol, ese magnífico espectáculo del que, como de un rito pagano, los isleños participamos diariamente. Luego, en la semioscuridad, fui bajando la cuesta, con más preguntas que antes de subirla. ¿Me habría ocultado la verdad, el abuelo? ¿Estaba presente durante el sirtaki de Zorba? ¿Sabría algo y no lo había querido contar? Quizás algún día obtendría mis respuestas.

      La vida continuó y finalmente Cupido me ensartó con su flecha en pleno corazón. Conocí a mi Helena de Troya. Digo por lo bella, no porque fuera ni casada ni turca. Era cretense de pura cepa y con ajuar completo. Nos casamos y fuimos a vivir a la casa que su familia le había construido en la planta alta de la vivienda paterna. Esto también es costumbre, hacerlas sobre o junto a, bien pegaditas. La convivencia es con la esposa y sus parientes. Yo era feliz a pesar de que seguían los sueños feos y de que, por ahora, no iba a ir a conocer el mundo.

      A los pocos meses ya sabía que iba a ser padre de un varón, y que se iba a llamar como el mío. Helena era el centro de atención de todos, con su panza de embarazada. El parto fue en casa, atendida por la comadrona, acompañada de su madre y hermanas. Tuve que esperar afuera, con los nervios de punta. Mientras mi mujer paría se acercó un primo a darme la triste noticia de la muerte de mi abuelo. Lo habían hallado dormido en su cama con una sonrisa en los labios. Lo recordé como lo había visto cuando juntos disfrutamos de la puesta del sol. Esa había sido la última vez que lo visité. Junto con la triste noticia me dieron una carta que el viejo había dejado a mi nombre.

      Cuando la abrí comprendí que alguien la había redactado por él, ya que no sabía escribir. Por lo que decía imaginé que la dictó después de la charla que tuvimos durante la visita que le hice.

      “Querido nieto: cuando leas estas líneas ya estaré en el Monte Olimpo, rodeado de bellas ninfas cumpliendo mis deseos. Es que algunos hombres de nuestra familia hemos recibido de los dioses el don de recordar episodios de las vidas de nuestros ancestros como premio por los servicios prestados por nuestros primeros antepasados a los mismos dioses. Este regalo, que en vida nos mortifica un poco, nos da derecho a compartir su morada cuando morimos. La exigencia es no revelar este secreto y sólo darlo a conocer, después de fallecido, al descendiente que también lo haya recibido. Este requisito, de cumplirse, hará que la herencia perdure por los tiempos de los tiempos y, a la vez, que ninguno de nosotros sea echado del paraíso. Si lo cumples nos volveremos a ver. Te estaré esperando”

      Comprenderán que quedé sorprendido por la revelación y agradecí al cielo porque a partir de ese momento podría disfrutar con plenitud de la vida, sin temerle a mis sueños.

      Enseguida se escuchó el llanto de mi hijo, que había venido al mundo. Cuando dejaron que pasara a verlo, Helena me pidió que lo alzara. Lo hice con cuidado, con ternura. Lo acuné junto a mi pecho y le dije “kalimera hijo”. Él abrió grande sus ojos cerúleos. No sé si fue pura imaginación mía pero creí verle una sonrisa enigmática y un guiño cómplice.

      Como todas las tardes, caminando, dando vueltas a la plaza, veo a una pareja de jóvenes en el rincón más apartado. Acariciándose. A veces sentados, otra acostados, sobre el pasto verde. Adoptando múltiples posiciones: uno junto al otro o uno sobre el otro o frente a frente, entrelazando sus cuerpos con las piernas. Besándose. Pasando sus manos por el cuello, rozando las orejas, recorriendo las mejillas, el mentón, los labios entreabiertos.

      Como todas las tardes veo a los muchachos apostados en la esquina opuesta a la comisaría, tomando una birra helada y fumando un porro. Un flaco melenudo lo aspira profundamente, con fruición, con deleite, con gozo. Exhala el humo al cielo y le pasa el faso al compañero, para que participe del rito. Ríen, hablan, espían quién viene.

      Como todas las tardes veo a alguien que le enseña a estacionar a alguien. Hoy la hija lo hace con la madre. Ayer era un padre con su hija. Improvisan vallas con sillas de plástico, imposibles de ver desde la posición del conductor, quien las derriba una y otra vez, ante la impaciencia primero, la irritación después, del instructor o instructora.

      Como todas las tardes veo un abuelo que hamaca a la nieta. Empuja, se agacha, vuelve a empujar, transpira, se toma la cintura dolorida, mientras la niña, divertida, grita: ¡Más alto! Abu, ¡más alto!

      Como todas las tardes veo un matrimonio, que toma mates y come galletitas. Él canoso y gordito. Ella delgada y con los cabellos teñidos. Han traído reposeras y una mesita donde apoyan el termo. Miran los autos pasar por Centenario, a la gente que camina o corre. Charlan animadamente, se cuentan cosas, comentan, ríen. Imagino que llevan varios años juntos. Cada tanto él le toma la mano y se la besa. Ella sonríe y lo acaricia.

      Como todas las tardes veo un grupo de aspirantes a futbolistas trenzados en un picado. Encarnizados, luchan sin cuartel por la pelota, esquivan arbustos en la cancha improvisada, patean hinchados tobillos, pegan tremendos codazos, gritan desaforados, putean al compañero que le erra al arco.

      Como todas las tardes veo a los que, impacientes, esperan el colectivo. Paso por delante de ellos una y otra, y otra, y otra vez, y siguen los mismos estando allí. Los mismos más los que se van agregando. A cada vuelta son más numerosos. Están los que salen del colegio, con sus pesadas mochilas; las profesoras y maestras, llenas de carpetas para corregir; los universitarios con un aire distraído y escuchando música en sus auriculares. Al final llega el transporte, bajan los que vuelven del trabajo, suben los que esperaban. A la siguiente pasada veo que no queda nadie en la parada. De a poco se van acumulando otra vez.

      Como todas las tardes veo al señor que vive en una oxidada casilla rodante estacionada a la vera de la plaza. Curtido por el sol, entrado en años, vestido con los gastados y sucios harapos de siempre. Pareciera que hace siglos


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