Camino hacia la felicidad. Ángel Alcalá
embargo, es una tentación —o más bien una tendencia inconsciente— muy grande, aquella de identificarnos con la máscara que llevamos, con el rol principal que asumimos, hasta tal punto que anulamos el resto de las características de nuestro yo, de nuestra esencia como ser humano completo y único.
Imaginemos una persona que es médico y que se comporta con el rol “medico” siempre, y no tan solo cuando está con los pacientes o con los colegas ejerciendo su profesión. O imaginemos alguien que ha asumido el rol de persona altruista desde su infancia, “qué hijo tan bueno tenemos, es un ángel”, conducta que habrá sido reforzada a lo largo de su vida guiando su comportamiento desde la niñez para no desentonar con la imagen que se le ha asignado, la cual el sujeto refuerza y consolida más y más.
Es la castración de su humanidad, la cosificación, la destrucción del individuo. El sujeto ya no es él, es cualquiera, un rol, una caricatura. Una vez más la huida a ninguna parte, un intento de encajar en un lugar, el que sea, y una vez más el miedo —a veces disfrazado de pereza— a cuestionar lo relativo de la realidad impuesta.
Y es que, si no queremos acabar huyendo a ninguna parte, primero hay que aceptar que no hay nada de lo que huir. Como escribió Miguel de Unamuno en su Diario íntimo, o quizás en Del sentimiento trágico de la vida —no recuerdo exactamente—: “Creo en ti, Señor, ayúdame en mi incredulidad”. No hay de que ni adonde huir, aceptarlo es liberador.
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