El sentido de la vida . Claudio Rizzo
stare [lat]–estar) el sentido en relación a nuestra conducta (aquello que pensamos, sentimos y ejecutamos) no es un contenido o un equivalente sustancial de la conducta. El significado o el sentido de un símbolo deriva del hecho de que dicho signo representa un objeto o se relaciona con él, y de este esquema limitado se deriva una relación similar entre las distintas áreas de la conducta. Esta relación entre signo y objeto, denominada por Blumenfeld “sentido o relación semántica”, es la que ha llevado a suponer que las manifestaciones corporales y las acciones en el mundo externo son signos de un objeto o un contenido mental. No podemos afirmar esta tesis en su totalidad. Si bien sabemos, como enseña el Señor Jesús que “por los frutos se conoce el árbol”, es cierto que esta enseñanza fue pronunciada “en términos de sensatez–coherencia–contacto directo con nuestros pensamientos y sentimientos”. No obstante, debemos reconocer que hay muchas reacciones y manifestaciones que no derivan de la voluntad guiada por la inteligencia ungida por el Espíritu. Asumimos que muchas de nuestras “manifestaciones fenoménicas” son irreflexivas o carentes de elementos formativos que pudieron o pueden haber influido notablemente en nuestras determinaciones.
La mayoría de los capítulos de la vida que no hemos podido cerrar obedecen a distintas alternativas: desconocimiento (no poseer herramientas para conciliar, unificar o desterrar situaciones); actitudes de desamor (egoísmo, desconfirmaciones afectivas, rechazo); descalificaciones muy puntuales (“sólo servís para cocinar”, “mira tu hermana a qué llegó”, “no hables, no opines…”, “haz lo que te digo, si no…”), y otras tantas cosas.
Comencemos por trazar una línea demarcatoria entre los “contenidos conscientes” y “los inconscientes”. Claro está que no resulta tan sencillo, tal vez, descubrir los “escondites de nuestro yo”. Sin embargo, si hacemos la opción de simplificar las cosas de la vida, los contenidos se elevan desde un plano psicológico–actitudinal al plano trascendental–cristiano avalado, purificado y oblacionado al Padre por la sangre de Jesucristo, el Señor. Entre el plano humano–terrenal y el divino–trascendental se traza una notable distinción, sin lugar a dudas. Por eso, “acomodemos lo humano”. No involucremos a Dios en nuestros desórdenes como si él fuese quien los haya ocasionado. Dios es orden. Por tanto, no se entrelaza con nuestros desórdenes, sino que se perpetra en ellos solo para ayudarnos; éste es el plan de la Divina Misericordia de Dios: conciliar, aliviar, liberar, sanar, paliar, alumbrar, fortalecer, esperanzar, sanar las almas… lo que hace tanto ruido interior.
Si tuviéramos más asiduamente presente a Dios, notaríamos la influencia divina del poder de su Espíritu.
Sé que, por ello, estamos aquí; y Dios ve nuestra búsqueda, la bendice y, mediante nuestros encuentros con él, nos alcanza con voz dulce, tierna, afable que solo quiere la conversión.
Lo que frecuentemente nos puede asechar del pasado no es lo consciente, dado que al madurar podemos ir encontrando un cauce a nuestros desórdenes. Sí es importante prestar atención a nuestras represiones que nos desordenan en la vida dejando, así, capítulos abiertos, muchos de los cuales “aparentan” no tener solución.
Freud consideraba que “las neurosis (aquello reprimido) son el negativo de las perversiones”. Si bien esta frase fue sostenida en relación a los impulsos sexuales, dentro de su concepción, no deja de ser un punto de atención. En este sentido acota que “sin profundizar realmente en la comprensión psicológica del individuo que se tiene en tratamiento, la traducción de los símbolos nos descubre los contenidos del ello”.
En su tópica sobre el aparato psíquico, en 1923, se refiere al “ello” (la parte más oscura de la personalidad), al “superyo” (principios morales–el deber) y al “yo” (el encargado de los intereses de una persona).
Si tuviéramos que sintetizar qué es la neurosis, podríamos convenir en que es “el estado de inadecuación del yo al no poder establecer el equilibrio entre las fuerzas en pugna y el superyo y el ello”.
Por eso llegamos a una determinación sustancial para poder esclarecer con nombres definidos cuáles son los capítulos de la vida aún no cerrados de una vez y para siempre. Todo se puede resolver. Todo es reparable para Dios en nosotros. Sólo necesitamos, primeramente, tener predisposición, para luego desarrollarla hasta poder construir una actitud de sanación interior, por la fe en Jesucristo. El es el sanador por antonomasia. Adherirse a su Evangelio es ya comenzar a sanarse.
Nos preguntamos y nos respondemos:
Ejercicio de profundización del “yo” y así empezar a cerrar capítulos.
• ¿Cuáles han sido nuestros mayores intereses en la niñez, en la adolescencia y en la adultez prematura?
• ¿Cuáles han sido las cosas que más han exigido esfuerzos de aceptación, voluntaria o involuntaria?
• En el caso de las aceptaciones involuntarias, ¿seguimos sosteniendo hoy la misma actitud?, ¿cambiamos por otra actitud?, ¿cuál, qué nombre tiene hoy esa actitud?
• De todos los capítulos de tu vida que hoy se presentan como “inconclusos” ¿cuáles te urge la necesidad de cerrar y por qué?
• ¿Qué lugar ocupa hoy la presencia del amor de Jesucristo?, ¿qué deseas que Jesús te otorgue?
“Bendice alma mía al Señor
y nunca olvides sus beneficios”.
Salmo 103, 2.
5ª Predicación: “Cerrando capítulos II”
“Porque tu amor vale más que la vida,
mis labios te alabarán”.
Salmo 63, 4.
Hasta ahora pusimos la mirada en la necesidad de evitar un proceso de depresión y de cerrar definitivamente capítulos de la vida que obedecen a distintas alternativas: desconocimiento, actitudes de desamor, descalificaciones muy puntuales.
No hay duda de que, al pasar por el dolor de la experiencia, podemos salir adelante. Tratemos de comprender que, al no cerrar capítulos de la vida, la necesidad que se genera en el psiquismo se orienta hacia la adicción (alcohol, drogas, sexo desordenado, juego de azar…). Ocurre que las personas tratan de escapar del pasado y evaden la sanidad ahogando el dolor con hábitos destructivos. Este no es el camino correcto.
Entonces, podríamos preguntarnos: ¿Cuándo hemos cerrado efectivamente capítulos de nuestro pasado? Y la respuesta la encontraremos válida en la medida en que comprobemos que podemos “lidiar” efectivamente con nuestro presente. Temer al pasado no es otra cosa que un proceso sin terminar. La gente que no puede tratar adecuadamente con su presente es que tampoco lo ha hecho con su pasado. Todavía escarba en cuanto a asuntos inconclusos. Cuando complete todo lo que tiene pendiente, aprenderá a vivir en el presente.
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