Mierda. Carla Pravisani
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Carla Pravisani
Mierda
Colección Sulayom
San José, Costa Rica
Primera edición, 2020.
© Uruk Editores, S.A.
© Carla Pravisani.
ISBN: 978-9930-526-91-0
San José, Costa Rica.
Teléfono: (506) 2271-6321.
Correo electrónico: [email protected]
Internet: www.urukeditores.com.
Fotografía de portada: Bruno Sanchez
Prohibida la reproducción total o parcial por medios mecánicos, electrónicos, digitales o cualquier otro, sin la autorización escrita del editor. Todos los derechos reservados. Hecho el depósito de ley.
Impresión: Publicaciones El Atabal, S.A., San José, Costa Rica.
“¿Se puede realmente matar una mosca? (¿O son todas ellas una misma, que constantemente renace y se multiplica?)”
Julio Cortázar
A la memoria de Herty Lewites
1
El vuelo desde San José dura menos de una hora, pero a Victoria le parece un viaje en el tiempo, y el avión en el que van el experimento suicida de un científico loco: el motor suena a lavadora de segunda mano y la cabina parece atravesar una calle de lastre. Abajo, sin embargo, se observa una calma de postal: los autos se mueven a la velocidad de las vacas, nada de autopistas, ni edificios. Las calles de tierra de Managua se abren como venitas enrojecidas por las que circula un país pobre. En todo el trayecto no han tomado verdadera altura, se mantienen dibujando la geografía con la trompa del avión. Eduardo lee. Se compró un libro sobre la historia de Nicaragua y, desde que despegaron, a cada rato levanta las cejas sorprendido o pone cara de horror.
—Wow… ¡no lo puedo creer!
—¿Qué cosa no podés creer? –le pregunta ella. Pero él no le responde, se mantiene abstraído como un testigo de quién sabe cuál histórico espanto.
Después de competir contra una consultora gringa finalmente pegaron el proyecto: la campaña presidencial de Herty Lewites, el candidato del Movimiento Renovador Sandinista, exalcalde de Managua. Lewites se fue del Frente Sandinista después de que se atrevió a retar a Daniel Ortega a que decidieran en una elección interna quién sería el candidato oficial para las elecciones generales. El espíritu democrático de Daniel lo dejó sin opciones, pues según su mesiánica apreciación era obvio que el Frente tenía solo un elegido y que no era necesario complicarlo con democracia. Ahora Lewites le disputaba la banda presidencial desde la vereda de enfrente, y ahí entraban ellos y el reto de llevar al Movimiento Renovación Sandinista al poder.
Gregorio duerme. Victoria le acaba de dar el chupón y cayó en el acto. Ella se pone a hojear un ejemplar de El País que alguien dejó olvidado.
Seis muertos y 36 heridos al descarrilar un tren
En la foto el amasijo de hierros forma una L. Todos los días, en cientos de lugares alrededor del mundo se reproducen estas tragedias, gente en el lugar incorrecto apretando el gatillo del azar, la humanidad a la intemperie del destino. Si se pone filosófica, ella puede conjeturar que hasta el momento es una sobreviviente: sobrevolar el cielo en este pájaro herido es una incalculable muestra de fe o de estupidez.
De repente, como si Dios fuera un sádico lector de sus miedos, las luces del panel se encienden y una fuerza suprema la tira hacia adelante. La cabina empieza a temblar. Victoria abraza a Gregorio y se sujeta a la vida con las muelas mientras mira a su alrededor: quiere oír al piloto, escuchar sus palabras, tragárselas como sedantes, pero no informan nada. Rápidamente busca a las azafatas y ve que la rubia con cara de galleta sonríe al fondo y la otra se acaricia el pelo. Eso la tranquiliza. Esas señales significan que no hay peligro, que jinetear la nada es normal. Antes, sin duda, era más valiente. Pero la maternidad lo cambió todo. Desde el nacimiento de Gregorio cualquier pequeño susto despierta su más pacata espiritualidad: cierra los ojos, agradece por cada minuto respirado, promete su reclutamiento como sierva del Señor y la absoluta renuncia a los bienes materiales, luego reza y se persigna hasta que el avión carretea sobre la pista y puede volver a la revista del Free Shop.
Por el parlante indican el descenso. Oye el sonido metálico de las ruedas al desplegarse. Quiere verlas, corroborar que estén en su sitio, pero una nube blanca como la desmemoria cubre la tierra. Rebotan varias veces hasta que frenan del todo. Ahora sí el piloto les da una mecánica bienvenida a Managua, informa que hace treinta y tres grados centígrados y que son las doce del mediodía. Afuera se presagia el calor: el asfalto traspirando humo, el filo de las alas dispuesto a rebanar el cielo, los árboles opacados por una fina lluvia de tierra ancestral.
Eduardo termina de subrayar su libro y lo cierra. Victoria besa la cabeza de Gregorio. Imitándola, él besa la cabeza de su peluche. La gente comienza a bajar sus maletas. Nadie parece percatarse de que en China, Australia, Japón, Tailandia, seguramente hay coches estrellados, incendios, bombas, algún pobre diablo ahogado con el hueso de una pata de pollo. Ninguno se vislumbra como una sopa de letras hecha con sus extremidades. Ella observa a su alrededor pero no ve a nadie con ánimos de festejar el milagro del aterrizaje, escasean los feligreses de la iglesia del pesimismo. Victoria se siente viva, por un segundo tiene esa paz arrogante que da el saberse una elegida.
—Amor… tengo un presentimiento.
—¿Cuál? –por fin él la mira interesado.
—Creo que vamos a ganar estas elecciones –le agarra la mano y la apoya sobre su corazón que todavía salta arrebatado como el de un toro.
2
Victoria inspecciona a la niñera por el retrovisor: Giselle mantiene la cabeza apoyada sobre la ventanilla y se chupa un mechón de pelo. Hay algo cruel o dislocado en la intensidad de su mirada, como si no conectara con la realidad. No tiene más información sobre ella salvo que viene recomendada por el dueño del condominio. Giselle se percata de que está siendo observada, y Victoria vuelve la vista hacia adelante y se concentra en la ciudad que le cruza teñida de un color achocolatado, esa Managua de tierra y adobe, adoquines, tejas, carretas y caballos. En el semáforo se le acerca una mujer con una receta médica y un hijo deforme, y tres vendedores. Una aiudita. Rosquiias, amor… Chicha bien heladita, mi patrón. Anteojo, le hago precio ¿oyó?
Al final de una hilera de árboles y un camino empedrado topan con el muro del condominio en Ticuantepe, un pequeño pueblo desperdigado alrededor de la plaza. A las tres de la tarde el sol lo espanta casi todo, salvo a las ancianas que permanecen en el corredor como momias sin mortaja meciéndose hasta el atardecer, y las mototaxis que zumban de punta a punta de la calle destrozando el silencio de siesta. La construcción del condominio parece un pastel de quinceañera; los detalles en lustre son los marcos de las puertas y las ventanas en arco; los helechos de plástico que asoman de los balcones lejos de transmitir una sensación hogareña dan la impresión de un motel de ruta. El jardín se distribuye ordenado entre arbustos y arbolitos enanos. El sueño americano en su versión tercermundista.
El sitio aún está en obras. De día se despiertan con el ruido de los obreros levantando los dos apartamentos que todavía faltan por construir. Una vez que los trabajadores se van, la noche enmudece y los cubre una tibia vida de provincia. Se encienden los regadores y los grillos; Victoria saca las Toñas de la refri y ambos se sientan en la entrada de la casa a ver a Gregorio jugar con el agua.
La prioridad para escoger ese condominio fue la seguridad. Un miedo quizás un poco desproporcionado