El maestro de escuela. Fernando González
un espejo y conversaba con su doble: “Eso de seguir a las mujeres es sueño deletéreo. ¡Sé duro!”. La conversa era cuando le atacaba su gran manía de ir detrás de ellas, guiado por confusos deseos y esperanza de que le amaran.
Jacinto era el que dormía en duras tablas; permanecía en agua helada, zambullido hasta el cuello en la alberca, o quieto bajo la cruel ducha.
Cogió sapos, gusanos y lagartos; caminó con guijarros entre los zapatos; ayunó; vegetariano. Noches enteras parado en los dedos de un pie.
Tres años duró la experiencia. Como resultado, cierta alegría, proveniente de la satisfacción de mandar. Téngase presente que los males que sufrió e hizo padecer Manjarrés provinieron de que pensaba en sí mismo. Para ser “un hombre” y no “un filósofo” hay que atender al prójimo.
Logró que le invitasen al club, a beber, y que le recomendasen el cobro de acreencias prescritas. También obtuvo que un hotelero pagase el valor de la vajilla robada a una viuda. Tanta decisión mostraban los ojos dilatados de Manjarrés, que el hotelero pagó. Fue el primer triunfo de su método, pero también el último.
También el último, pues su mismo método le perdió. Una familia rica de la ciudad era de la clientela de su tío, y una señorona de ella enviudó: jamona gustosa, presuntuosa y de aires imperiales. Frecuentaba el bufete, precisamente cuando el desdoblamiento. No saludaba al escriba y ahí fue Troya.
En un paseo por Bermejal se le metió preguntarse: “¿Hay algo a que no sea capaz de atreverme?”. El Diablo le contestó: “Acercarte a la viuda y abrazarla”.
—¡Lo haré!
Desde entonces vivió aterrado en espera del instante en que tendría que atreverse.
Cuando oyó los pasos de la víctima, que subía los peldaños, salió, la abrazó y cayó desvanecido. Gritos. Le arrojaron ignominiosamente del bufete y de la casa. Vivió ambulante, hasta que le nombraron para maestro de escuela, hace veintidós años.
11
Maestro de escuela, se casó con Josefa Zapata, su prima y la única para amarle. Le amaba, porque era enfermo y en él ejercía el oficio maternal y de mártir para que nació. Quizá se haya casado con Manjarrés porque no tuvo otro; para casarse con él no puede haber fácil razón suficiente.
Veintidós años han vivido así, yendo de escuela en escuela, y criando hijos, que es el destino del pobre. Ha sido tenido por “conservador”, quizá por el aire.
Le conocí cuando principió la “revolución liberal”. Le clasificaron entonces en “quinta categoría” del escalafón: el director de educación dijo: “¡Tírenle duro a ese godo!”.
Nuestra intimidad nació en sus días amargos. Cincuentón, y parecía de sesenta. Cuando no se encontraba en la escuela, bregando por enseñar a cien hijos de choferes, que son la hez, estaba en su casa, encerrado, escribiendo contra Josefa y el gobierno. Tenía ya cien cuadernos llenos de diatribas contra estos dos entes a los que atribuía “la culpa” de sus miserias.
Se pueden resumir así:
“No triunfan sino los más audaces ignorantes. Es imposible conseguir los primeros mil pesos; hay que robarlos; luego toda riqueza individual es robo”.
Pero casi todos contienen en su ochenta por ciento variaciones de una queja honda, la del “grande incomprendido”, es decir, que no ha podido redactar “su teoría del conocimiento” y “su arte de dominar”, a causa de Josefa.
12
Recuerdo muy bien el día en que logré la confianza de Manjarrés. Le sorprendí y fue mío. Para el logro del conocimiento no hay sino estar atento y aguardar. Fue en un atardecer tranquilo; nublado, pero silencioso; en la mangada de Rodolfo, en un alto que domina al río Aburrá. Nos quejábamos:
“En este país –dijo él– no quieren sino maestros a su modo, que sean del “partido”; no ascienden sino a los que beben aguardiente con los inspectores de educación. José Vicente tuvo que gastar ochenta pesos en aguardiente de caña para ellos, para que desistieran de mandarle a Heliconia…”.
En seguida tratamos mal del presidente y de los jefes políticos.
Nuestra conversación en sí no tuvo atractivo para el lector; la importancia reside en que me percaté de que poco a poco nos alegrábamos. ¿Por qué? ¡Mucho ojo, lectores!
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