Por el placer de contar. Gladis Barchilon
Por el placer de contar
Por el placer de contar
Gladis Barchilón
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Barchilon, Gladis MirtaPor el placer de contar / Gladis Mirta Barchilon. - 1a ed . - La Plata : Arte editorial Servicop, 2020.Archivo Digital: descargaISBN 978-987-8361-78-91. Cuentos. 2. Narrativa Argentina. I. Título.CDD A863 |
Fotografía de Cubierta: Sonia Barchilón
©2020. Gladis Mirta Barchilón
Digitalización: Proyecto451
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
Inscripción ley 11.723 en trámite
ISBN edición digital (ePub): 978-987-8361-78-9
Agradezco la colaboración y estímulo
que me brindaron: Darío y Gilda Teubal,
Isidro Domínguez, María Hagopian
e Isabel Santone.
Dedicado a Sonia Barchilón
Alteración temporal
Alex acostumbraba a trabajar en su computadora hasta altas horas de la noche. Estaba a punto de terminar su labor, cuando oyó golpes que parecían provenir de un antiguo aparador. Lo revisó sin encontrar nada fuera de lo habitual. Prefirió olvidar el asunto.
Cuando estaba apagando el equipo los golpes se repitieron, esta vez acompañados de una voz apagada que exclamaba: “¡Vicenta, por favor, ven aquí! ¡Vicenta, te necesito!”
El llamado procedía de la parte trasera del aparador. Allí había sólo una pared. Le pareció extraño.
¿Lo imaginaba o estaba sucediendo?
Los golpes y gritos se repitieron, una y otra vez. Alex, inquieto, decidió mover el mueble para tratar de dilucidar el misterio, pero allí solo encontró un muro común y corriente. Era impensable que desde ese lugar proviniese voz alguna. Golpeó sobre él con los nudillos, ¡sonaba a hueco! No lo había notado antes porque estaba cubierto por el aparador.
El silencio había vuelto, pero intrigado por lo ocurrido revisó la pared detenidamente y halló algo insospechado en la parte inferior, un pequeño picaporte metálico.
Alex se agachó, probó jalarlo, tironeó con fuerza, una…dos… tres veces. En el cuarto intento, sorpresivamente, su cuerpo se deslizó hacia adentro. Era un tabique móvil. Quedó inmerso en un espacio oscuro.
Tropezó con algo metálico. No podía ver qué era, pero al tacto parecía la cabecera de una cama.
Retrocedió, preso del pánico. Especuló con cerrar el tabique y olvidar el asunto, pero al instante cambió de parecer. Era preciso saber si su casa escondía un secreto. Fue a la cocina, revolvió los cajones y encontró una vela con la que regresó a la zona del hallazgo.
El hueco hedía a encierro. Era un minúsculo habitáculo. No supo lo que había en su interior hasta que sus pupilas se acostumbraron a la penumbra.
Lo que vio lo dejó sin palabras. Sobre una pequeña cama de bronce se encontraba una muchacha dormida, acurrucada entre mantas y edredones.
Dudó si era realidad o alucinación. Acercó la llama a la cara de la aparecida y la examinó con detenimiento. Respiraba. ¿Era ella la que había gritado? ¿Cuánto tiempo llevaba esa joven en aquel lugar? ¿Qué posibilidad cabía de que una persona sobreviviera encerrada en ese pequeño espacio? ¿Cómo se explicaba que él nunca hubiera advertido la existencia de una habitación oculta en su propia casa? Esas y otras preguntas se agolpaban en su cabeza.
Recordó la historia de la Bella durmiente del bosque. Pero esto era real, no un cuento de hadas.
Comenzó a rebobinar. Aquella casona de San Telmo había pertenecido a su abuela. Él la habitaba desde que regresó de España, cinco años atrás. Nada había llamado su atención hasta ese momento. Era difícil entender que algo tan extraño estuviera sucediendo sin que él hubiera tenido el menor indicio.
Alex miró el cuarto. Además del lecho donde dormía la muchacha, había una mesita cubierta por un mármol sobre el que reposaba una jarra de cerámica con su palangana estampada con flores verdes. En otro rincón, encontró un escritorio con un viejo tintero, una pluma y un puñado de papeles amarillentos desparramados sobre su superficie. Introdujo los papeles en su bolsillo, pensando que tal vez podrían serles útiles para aclarar la situación.
Más allá, un perchero del que pendían algunas prendas de mujer, sedosas unas, aterciopeladas otras. Sobre las paredes, dos óleos: un paisaje campestre, y un retrato de mujer con sombrero.
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