La Fontana de Oro. Benito Pérez Galdós

La Fontana de Oro - Benito Pérez Galdós


Скачать книгу
vivas a la Constitución y a Riego. Trató de evitar el encuentro, y tomó la otra acera; pero ellos pasaron también, y uno le detuvo.

      Eran cinco individuos, y de ellos tres, por lo menos, estaban completamente embriagados. Nuestro ya conocido Calleja les mandaba. Componíase la cuadrilla de un chalán del barrio de Gilimón y un matutero del Salitre, un caballero particular conocido en Madrid por sus trampas y gran prestigio en la plazuela de la Cebada, y finalmente, un mocetón alto, flaco y negro, que tenía fama de guerrillero, y del cual se contaban maravillas en las campañas de 1809 y después en los sucesos del 20. El sello de sus hazañas marcaba siniestramente su rostro en un chirlo, que le cogía desde la frente hasta el carrillo, cegándole un ojo y abollándole media nariz.

      Los cinco detuvieron al anciano.

      «¡Mátale, mátale!» dijo con aguardentosa voz el matutero, pinchando con la varita que llevaba en la mano el pecho de Elías.

      -No, déjale, Perico: ¿de qué vale despachurrar a este bicho?

      -Si es Coletilla -exclamó el del chirlo, reconociéndole-. Coletilla, el amigo de Vinuesa, el que anda por los clubs para contarle al Rey lo que pasa.

      -¡Que cante el Trágala! -dijo el chalán, que estaba envuelto desde el pescuezo a la rabadilla en un ceñidor encarnado, por entre cuyos pliegues asomaba el puño de uno de aquellos célebres alfileres de Albacete que tanto dan que hacer a la Justicia.

      -Tres Pesetas, coge por ese brazo al señorito.

      Tres Pesetas puso su mano sobre el gorro de Elías y se lo tiró al suelo, dejando al aire la pelada calva del anciano. Carcajada sonora acogió este movimiento.

      «¡Miren qué orejazas de mochuelo!» añadió el guerrillero, tirándole de la derecha hasta inclinarle la cabeza sobre el hombro.

      -Pos no tiene mala cabeza e pelaílla pa jugar a los trucos -dijo el matutero, dándole un papirotazo en mitad del cráneo.

      El realista estaba lívido de cólera: apretaba los puños en convulsión nerviosa, y en sus ojos brillaron lágrimas de despecho. En esto Calleja, que parecía tener gran autoridad entre aquella gente, se agarró al brazo de Elías, y exclamó, riendo con la desenfrenada hilaridad de la embriaguez:

      «Ven, bravucón, ven con nosotros. Ciudadanos -prosiguió, volviéndose a los otros-: este es el gran Coletilla, el mismo Coletilla. Seremos amigos. Nos va a presentar al Rey constitucional para que nos haga...».

      -¡Menistros! -gritó el matutero enarbolando su vara.

      -Ciudadanos, ¡viva el Rey absoluto, viva Coletilla!

      -Vamos a jaserle comunero de la gran comuniá -dijo el matutero-. Primera prueba. ¡Qué salte!

      -¡Qué salte!

      -¡Qué salte!

      Y uno de ellos tomó de la mano a Elías como para hacerle saltar, mientras otro, empujándole con violencia, le hizo caer al suelo.

      «Zegunda prueba -chilló Tres Pesetas-: toma esta espada, pincha a uno de nosotros».

      Y sacando un sable le dio de plano tan fuerte golpe, que le obligó a caer en opuesto sentido.

      «Di '¡viva la Constitución!'».

      -¿Pues no lo ha e ezir? Y si no, yo tengo aquí unas explicaeras... -vociferó el matutero, sacando su navaja.

      -Este tunante fue el que delató al cojo de Málaga -dijo el caballero particular.

      -Y el amigo de Vinuesa.

      -Señores, este no es más que Coletilla, el gran Coletilla -afirmó Calleja con mucha gravedad.

      La ferocidad se pintaba en los ojos del matutero y del chalán. El de la cicatriz cogió por el cuello a Elías, y con su mano vigorosa le apretó contra el suelo.

      «Suéltalo, Chaleco; déjalo tendido».

      Es de advertir que el matutero era conocido entre los de su calaña por el extravagante nombre de Chaleco.

      «Déjamelo a mí -exclamó el chalán-. Tríncalo por el piscuezo: quío ver lo que tienen esos realistas dentro del buche».

      Muy mal parado estaba el infeliz Elías; y ya se encomendaba a Dios con toda su alma, cuando la inesperada llegada de un nuevo personaje puso tregua a la cólera de sus enemigos, salvándole de una muerte segura.

      Era un militar alto, joven, bien parecido y persona de noble casa sin duda, porque, a pesar de su juventud, llevaba charreteras de una alta graduación. Traía largo capote azul, y uno de aquellos antiguos y pesados sables, capaces de cercenar de un tajo la cabeza de cualquier enemigo. Al verle que se interponía en defensa del anciano, los otros se apartaron con cierto respeto, y ninguno se atrevió a insistir.

      «Vamos, señores, dejen ustedes en paz a ese pobre viejo, que no les hace ningún daño» dijo el militar.

      -Si es Coletilla, el mismo Coletilla.

      -Pero sois cinco contra él, y él es un pobre señor indefenso.

      -Eso mismo decía yo -exclamó Calleja, con la misma risa de borracho.

      -Poz que diga «¡viva el Rey constitucional!».

      -Lo dirá cuando se vea libre de vosotros. Yo respondo de que es un buen liberal y hombre de bien.

      -¡Si es un servilón! -exclamó Chaleco.

      -¿Y qué queréis hacer con él? -preguntó el militar.

      -Poca cosa -dijo Tres Pesetas, que era el más atrevido-. No más que abrirle un tragaluz en la barriga pa que salgan a misa las asaúras.

      -Vamos, marchaos a vuestras casas -dijo el militar con mucha entereza-: yo lo defiendo.

      -¿Usía?

      -Sí, yo. Marchaos, yo respondo de él.

      -Pues si no ize ¡viva la...!

      -Di «¡viva la Constitución!» -exclamaron todos a la vez, menos Calleja, que se estaba riendo como un idiota.

      -Vamos -manifestó el militar, dirigiéndose a Elías-: dígalo usted, es cosa que cuesta poco, y además hoy debe decirlo todo buen español.

      -¡Que lo diga!

      -¡Que lo iga pronto!

      El militar persistía en que dijera aquellas palabras, como un medio de verse libre; pero Elías continuaba en silencio.

      «Vamos, padrito, pronto» dijo el matutero.

      -¡No! -exclamó Elías con profunda voz y trémulo de indignación.

      Entonces Tres Pesetas alzó la vara sobre el viejo; los demás se dispusieron a acometerle, y fue preciso que el militar empleara todas sus fuerzas y todo su prestigio para impedir un mal desenlace.

      «Diga usted '¡viva la Constitución!'».

      -¡No! -repitió Elías. Y como si recibiera inspiración del cielo, en un arrebato de supremo valor exclamó: «¡Muera!».

      Los cuatro desalmados rugieron con ira; pero el militar parecía resuelto a defender a Elías hasta el último trance.

      «Apartaos -dijo-. Este hombre está loco. ¿No conocéis que está loco?».

      -Que retire esas palabras -dijo riendo siempre Calleja, que aun en la embriaguez blasonaba de usar con propiedad las fórmulas parlamentarias.

      -¿Qué ritire ni ritire?

      -Sí, está loco -dijo Chaleco-; y si no está loco está bo... bo... borracho.

      -¡Eso es... eso... borracho! -gritó Calleja, que al fin había necesitado apoyarse en la pared para no caer en tierra.

      Algunos vecinos se habían asomado; algunos transeúntes trabaron conversación con el venerable Tres Pesetas, y ya sea que un ebrio se distrae fácilmente, ya que les impusiera temor la actitud firme del militar, lo cierto es que los cuatro


Скачать книгу