Tiembla, memoria. Catalina Murillo
Catalina Murillo
Tiembla, memoria
Colección Sulayom
San José, Costa Rica
Primera edición en Uruk Editores: 2016.
© Uruk Editores, S.A.
© Catalina Murillo.
Ilustración de portada: David Paniagua.
ISBN: 978-9930-526-95-8
San José, Costa Rica.
Teléfono: (506) 2271-4824.
Correo electrónico: [email protected]
Internet: www.urukeditores.com
Prohibida la reproducción total o parcial por medios mecánicos, electrónicos, digitales o cualquier otro, sin la autorización escrita del editor. Todos los derechos reservados. Hecho el depósito de ley.
Impresión: Publicaciones El Atabal, S.A., San José, Costa Rica.
A Patiño.
No que le dedique este libro,
sino que se lo debía.
Primera parte
La de la euforia
Patiño mío:
Dime que sí, dime que volveremos a ser felices. Hubo una época en que estar tristes era una fiesta, ¿recuerdas? Celebrábamos que nuestro pasado estaba por delante. Que todo estaba por hacer y que todo sería hecho. Pero el tiempo se está esfumando, minuto a minuto, con cada frase que escribo. Heme aquí enviándote a toda prisa un email desde la oficina porque se ha desatado la negra espiral que preveíamos en mi vida: esta tarde el jefe me ha mandado llamar.
Ven, Patiño, sube conmigo a la sexta planta. Mira este aséptico despacho con vistas a la Sierra. Fíjate en su cuidada decoración: unos muebles silenciosos, dos cuadros cristalinos, un minibar y una alfombra color mostaza que tiene en una esquina un camellito rojo. Es el despacho de mi jefe. Y la que está a punto de entrar es quien firma. “Qué tal. Siéntate, que ya acabo”, dijo y (ya conoces mis fijaciones) tuve la impresión de que estaba terminando de masturbarse. “Ya acabo” quién sabe el qué, porque se acercó a la ventana en actitud contemplativa, cual si fuésemos personajes de una película sueca y yo le hubiera confesado un crimen. Me conozco el numerito. Finge tener siempre la mente en algo más importante que la persona que tiene enfrente. Se muestra paródicamente cordial para que notes el esfuerzo que hace por ocuparse de ti. Entonces tú (quiero decir, yo) esperas que te lancen tu galletita echado en un sofá que cuesta lo que tu sueldo (varios miles de euros, se entiende).
Finalmente se gira y abre entusiasta sus brazos, como si nos acabáramos de encontrar en la cubierta de un yate. Me pregunta si quiero beber algo y se dirige hacia el minibar a ponerse un whisky. No me cae bien, pero tampoco mal, este minijefe. Yo acepto un whisky, claro; no recuerdo haber rechazado una copa en toda mi vida.
Dice, paseando la mirada por su despacho como si por ahí revoloteara una idea difícil de asir: “Tú eres una chica muy inteligente…”, y yo me crispo; nunca un hombre me ha llamado inteligente como piropo. Pero en esto suena el teléfono de su mesa y deja la frase sin terminar. Se me acerca extendiéndome mi whisky y me confiesa que tiene ganas de lanzarlo por la ventana. Me pregunto por qué quiere defenestrar mi copa, pero se refiere ¡al teléfono! ¡Quiere lanzar por la ventana ese gran invento del siglo antepasado! Aunque no es cierto. Es una modalidad entre los jefecillos hispánicos: quieren jactarse, pero tienen miedo fundado a la envidia, entonces se quejactan, se quejan de tener todo aquello de que se jactan, la queja es una y trina.
Mi jefe le dice resignado a su secretaria: “Pásamelo”. Levanta la mirada al techo y me mira con complicidad indicándome que está harto, pero de golpe exclama con un entusiasmo enlatado: “¡Hombré, qué gusto oírte!”. Me hace un leve gesto de disculpa (muy leve, que subraya que en realidad no me debe ninguna y si hace falta yo me tengo que quedar ocho horas en su sofá) y me da la espalda.
Me quedo observándolo, mientras olfateo los aromas tostados de su finísimo whisky. Si este hombre fuese guapo, sería una máquina de dominación. Pero es alto, perfumado y elegante, y paticorto, cabezón y contrahecho. Además, tiene los ojos saltones y el tórax como inflado. Por estos rasgos de enano a pesar de su metro noventa, en esta hidalga e ingeniosa oficina al jefe le llaman “el enano más grande del mundo”. Yo vengo a ser un clon degradado de este enano gigante. Uso gafas, plumas y maletines casi-casi como los suyos (ya verás, no me vas a reconocer); tengo decorada mi vida a imagen y semejanza de la suya (ya verás, ya verás), pero o bien todo lo que uso y compro es una imitación menos cara, o tengo un único y precioso ejemplar de cosas a las que él no les da demasiada importancia, y a las que tú no les darías ninguna. Pero ese es otro contar.
Bebiendo a la salud del camellito rojo que marca la diferencia entre una alfombra de cien euros y una de mil, pensé en el documental que deberíamos hacer, Patiño, no sobre tu España profunda, sino sobre esta de la que empiezo a ser parte, La España superficial, a la que el cerebro no le ha crecido en proporción a los bolsillos; esta España renuente a filosofar, monárquica, católica y libertina que no vivió la Revolución del 68; que declara como sus “derechos” lo que hasta hace nada eran sus vergüenzas (y viceversa); que pasó de la noche a la mañana de…
A ver, no quiero perder el hilo, si es que alguna vez tengo el hilo entre mis manos. El jefecillo ha colgado y se está dirigiendo a su servidora: me dice que si satisfechos conmigo, que si incremento del público joven, que si tal y que cual y que me van a “ascender”. ¡No te rías!, se dice así, Patiño, el entrecomillado es puro desconcierto mío. Yo intento mantenerme alerta, siguiendo tus divinas enseñanzas, pero qué le voy a hacer, unas veces uno se comporta como un ser menesteroso, pero honesto, que pide un aumento; otras, te suben el sueldo sin que tú lo hayas pedido y ya está: empieza tu metamorfosis en un ser miserable.
Con la noticia del ascenso y tres whiskies me embriagué. Fue después, cuando bajaba en el ascensor, que comprendí que entre líneas de halagos mi jefe me acababa de decir que soy uno de los suyos.
Que soy de su especie.
Que tengo un precio.
Desde los sotanillos del infierno, siempre servil,
Catalina Cata Botellas
La ironía no me hará libre. Pero engañémonos, escrita la carta me siento mejor. Cuando se la cuento a Patiño, esta mi existencia sin enjundia se ennoblece. Cualquiera diría que el sentido de mi vida es escribírsela. Y no digo yo que no.
En las semanas siguientes compruebo que la asunción significa mil doscientos euros más al mes y escribir menos o nada en Megaloideas.es, la página web que me cobija y me alimenta. A mí, que se me contrató para escribir, se me ha adjudicado ahora el papel de controlar lo que los demás escriben. Esto le cambia a una la visión del mundo. Ahora todas las metas de la empresa me parecen facilísimas y mis subordinados, unos ineptos. Ya no invento, critico; no propongo, desecho; no escribo, corrijo; y bien decía el ciego argentino: nada más fácil que corregir una página de El Quijote, ni más difícil que escribirla.
Con el ego y los bolsillos hinchados me paseo por la oficina luciendo en la cabeza mi nueva corona de cartón lustrado.
Catalina querida:
Intentando sacar sabiduría de las piedras, he terminado llorando sobre ellas.
C. Patiño
Patiño, Patiño… Cuál será la materia de sus días. Lleva cinco años de retiro en un pazo que dejaron abandonado sus padres. La piscina llena de pasado, ranas y líquenes; el frío que ha aprendido a colarse entre los muros; dieciocho habitaciones huérfanas; sin teléfono, a veces hasta sin luz, aquí en la vieja Europa. Patiño, intentando arrebatar algo de mística de las piedras ancestrales. Patiño