Número 7. Iana Verónica Paroli Krasteff
parar, basta” gritaba en el sueño, un sueño recurrente durante los tres últimos años. Y Sara esperándolo al costado de la cama, al despertar, pasmada, muda. El vaso de agua, apagar la luz. Del sueño no recordaba detalles, el grito lo despertaba y la mujer le repetía lo que había dicho. Ahora de golpe, podía verlo: viajaba en un tren, de noche, intentaba saltar porque el tren no se detenía en su parada, manos sin rostro lo sujetaban y caía hacia abajo, no hacia atrás, en un pozo, no en el vagón de sillas de pana morada. Sentado en la plaza del callejón, trató de recordar porque se había enamorado, quién era ella y qué era el amor.
Llevó a la chica a tomar helado. La noche se dormía sobre ellos, en la piel sentían la humedad. Sara tomó su mano y la llevó a su cara, él comenzó a temblar, ella le preguntó si tenía miedo, él culpó a sus nervios, nervios por qué chiquito, él la besó, ella le devolvió el beso. La acompañó a su casa. Volvió dos, tres veces a esa casa. En la siguiente visita se tocaron, se lamieron, tuvieron un inesperado orgasmo. Ella le explicó lo que era tóxico y le pidió bajo juramento que jamás lo hiciera. El juró. No tenía idea de lo que estaba prometiendo. Ahora, veinte años más tarde se daba cuenta.
4
Sara tuvo dos hijos y fue apagándose al lado de él. Esa flor que había madurado en los brazos del chico de veinte no había dudado en desmoronarse día a día sin preguntar. Una noche en que él le pidiera desnudarse y chupar su sexo ella le contestó:
-Fabián, la verdad, quiero que sepas…la verdad que para mí, lo único importante en mi vida son mis hijos y mi trabajo -. Y puso una película romántica en el canal. El chico que la había conocido en su vereda, a la orilla de esa tarde de verano, quedó perplejo. Sara dejó de dedicarle horas a la peluquería después de cortarse el cabello a lo garzón. Cambio sus vestidos por trajes, pantalones y camisas holgados. El maquillaje quedó anclado en su neceser rosa, perdiendo el color. Las clases de gimnasia fueron reemplazadas por esporádicas caminatas. Cenaban los sábados con amigos y tenían coito a veces, para liberar la tensión de la semana. Los días fueron intrincando lo que fuera fácil, lo que alguna vez se había dado naturalmente, mezclándolos, enredándolos.
Estoy a su merced, viviendo en su casa, ocupando su espacio, repartido en su tiempo, esa vida, ¿es mi vida? Seguía de cerca la imagen del árbol moviéndose en el agua, o era el agua movida por la brisa que parecía mover al árbol, a la imagen del árbol. Entonces se vio a sí mismo, como una imagen de lo que debía haber sido, movido por la brisa de Sara, habitando en el estanque de una vida que ya no era suya. Tiro una piedra al charco y el árbol se hizo pedazos. Caía en el charco, lloraba la lluvia enlodada de las hojas. Se acostó en el banco haciendo de almohada el portafolios. Cerró los ojos y pensó en ella, para sentirla, para verla cómo era o cómo había sido o como debía ser. Pero no la encontró. No estaba el pibe mirando fijamente a esa chica, embelesado, dispuesto, perdido en el tiempo de ella.
5
Sara llegó a las dos y media de la tarde. Los chicos, dos adolescentes de dieciséis y diecisiete años, habían almorzado la comida de emergencia: fideos con salchicha, del padre no sabían nada. Sara se alarmó, los jueves era su día de llegar tarde y el marido se ocupaba del almuerzo, de las noticias familiares en la mesa, de los comunicados de padres a hijos, de los pedidos de hijos a padres. La mujer salió a buscarlo en el auto. ¿Dónde estás? ¡Hombre idiota! El hombre idiota se dedicaba a trabajar y a esporádicos asados con sus empleados. La agencia estaba cerrada hace hora y media, le aseguró el administrador. El Señor Fabián no había ido hoy, dijo la secretaria. Pasó en el auto varias veces frente a la plaza del callejón. A la séptima vuelta estacionó y se sentó derrotada, en un banco. De reojo vio un hombre dormido en el banco de al lado, tapado con un sobretodo negro parecido al de su marido. Lo miró con detenimiento, los zapatos eran iguales a los que le regalara a Fabián para el aniversario. El hombre despertó, se fue incorporando, ella pudo ver su pelo castaño alterado por algunas canas en la sien, es buen mozo, pensó. Las manos blancas, las uñas prolijas, No es un vago, se dijo ella, es un hombre de trabajo, un hombre de familia. Él la saludo amablemente, ella le devolvió el saludo. El hombre peinó con los dedos su cabello, acomodó algo en su portafolios, se puso el sobretodo y se fue.
¿Qué es el amor?
“Si tu indiferencia va a continuar, dame un preaviso. No es que vaya a renunciar. Fui feliz con vos, si se considera la felicidad el amor, si el amor es jugar, sentir olores y ver cosas, aunque me quedé con ganas de golpearte. No tengo miedo a pedir perdón, ahí va. Y si este mensaje es una botella en el mar…1) quitarle la tapa 2) dejar ir 3) no mirar mientras se hunde”
Lo escribe y lo guarda en el bolsillo izquierdo del jogging rosa; en el izquierdo para no perderlo porque no lo usa para nada, en el derecho pone las llaves, la plata y todo lo que toma al pasar. Va a pegar la carta en los anotadores de imán. ¿Cuándo tendría la heladera de ella a mano? No la invita hace tiempo. Una caótica cordialidad es la moneda con que le paga los juegos que empezaron con un té. La invitó al primero en el arenero del circo. Un circo ambulante que contrataba boleteros, armadores y desarmadores de las carpas, deportistas de lucha libre y tarotistas. Sisí llegaba por segundo año consecutivo al ensayo en esta carpa, Leonela por primera vez. Todo hacía suponer la espectacularidad del show: el ring amarillo, violeta y anaranjado con cuerdas doradas, la araña gigante de cristal que descendía sobre el cuadrilátero, los reflectores buscando las siluetas, la música emancipando al público de la rutina.
Leonela, al ver a Sisí entrar a la carpa, se sujetó cabello en una vincha con su nombre en azul pálido y florcitas. Sisí se lo soltó ante la chica, guerreros indefensos se armaban en su mente. Ella que iba a los entrenamientos todos los días, tres veces con el equipo, tres veces sola, no sabía dónde poner los pies. Se puso en guardia, las luces empezaron a girar, los técnicos probaban. La araña sobre ellas ascendía y descendía mostrándolas agigantadas en una pantalla panorámica al frente de los palcos. La música les hizo cosquillas y empezaron a jugar, a provocarse. Sisí entendió de esa forma las guardias de la nueva, no esperaba la embestida. La lucha fue desigual. Sisí no respondía, confundida por la determinación de Leonela. Revolcón de zancadilla, pelo metido en la boca y los ojos. Agitada, sudando sobre su derrota intenta pararse y cae de espaldas. Leonela le alcanza una mano caliente y suave- ¡Increíble chica! - le dice mientras la tironea para levantarla. Cortan la música. Les piden por alta voz pasar a los vestuarios por los talles de los trajes. Sisí se pone de pie. Leonela la mira fijo y le dice – ¿Vamos a tomar un té? Los tés terminaron por no alcanzar.
Sisí entrenaba en el dojo de la escuela Goleta las artes marciales llamadas shwae chew tian, una rama de antiquísimas herencias orientales de defensa. A la secundaria Goleta también iba Leonela después de que sus padres, tras el divorcio, decidieran que ella, Leonela Martínez Paz, debía quedar con su abuela paterna. No tuvieron el valor de preguntar la opinión de la nieta consentida. Leonela marchó con gusto a la casona medieval de la “viejita trucha” como le decía entre zalamerías y abrazos. Se decidió por el arte de la guerra que practicaba Sisí cuando la entrenadora la interpuso entre eso o el tae kwon do. Leonela se acostumbró a la presencia sumisa de Sisí, a que la secunde. Se permitía entrar diez minutos después al dojo, Sisí practicaba monerías para distraer a la instructora, se caía, le atacaba una tos sorpresiva. Era una de las formas de someterse a los impulsos de Leonela, de acomodarse a cada registro de su carácter díscolo. Pero eso tampoco sería suficiente.
Una tarde en que ya habían comenzado a entrenar, escuchó el chistido insistente. Sabía que era Leonela, sabía que tendría que ejecutar la danza de distracción. No lo hizo, en un intento por ganar la guerra muda de las dos. Leonela cumplía sus veredictos, le había advertido que no tenía reparos en la crueldad, que no se le movía un pelo para vengarse de la deslealtad. Entró mordiéndose la punta de la coleta. La tardanza le costó cuarenta sentadillas, cincuenta espinales, sesenta lagartijas. En el primer combate redujo con una llave a la traidora. Sisí vio la curva de un puente al abismo en la cara de Leonela que no pestañeaba.
-¡Eh! ¡Te metiste por la espalda! -grita Sisí, el orgullo disuelto en alquitrán.
-¡Te advertí!- grita Leonela. Sisí la toma del pelo.
-¡Soltame!-le tiene la cabeza metida entre