Sabiduría, naturaleza y enfermedad. Mauricio Besio Roller
que además lo produce o lo busca. De allí la importancia de estudiar la naturaleza, para poder quitar los obstáculos que impidan su manifestación.
De acuerdo con lo anterior, en la medicina clásica el médico no es el que sana: es la naturaleza la que sana, siendo el médico y el enfermo sus ministros. De hecho ni el significado original del verbo thérapein de donde deriva nuestra palabra “terapia” o “terapéutica”–, ni el de la palabra latina cura –raíz de nuestro vocablo “curar”– significan “sanar”. El significado primario de thérapein es el de “velar con devoción por algo de mucho valor”, mientras que el de cura es “cuidado”, “diligencia”, “aplicación”, “empeño”.
Ahora bien, el descubrimiento de la physiologia por los filósofos presocráticos, y la toma de conciencia de que la enfermedad podía también tener una physis, condujo al desarrollo de una actividad médica fundada en episteme, la cual podía aspirar a ser algo más que una empiria. Surgió de este modo un nuevo linaje de médicos poseedores de un saber práctico (tékhne) fundado en ciencia.
El rol de la técnica o del arte médico –en cuanto auxiliar de la naturaleza en su función sanadora– era el de suprimir los obstáculos o el de producir las mismas modificaciones que, de haber podido, la naturaleza por su propia cuenta habría producido para restituir su integridad. De ahí el aforismo clásico: “El arte imita a la naturaleza”.
El orden del arte o de lo artificial, en una concepción de este tipo, no es en ningún caso opuesto a la naturaleza; por el contrario, él es para ella su servidor y ministro, y ella es para él su modelo. Lo que verdaderamente se opone a lo natural no es lo artificial, sino lo violento, aquello que obstaculiza o entorpece la acción de la naturaleza.
Por su parte, el arte no lucha contra la naturaleza, sino en antagonismo a lo que se opone a ella y que él puede aspirar a controlar; en particular, lo que los antiguos llamaban la “circunstancia azarosa”. Es justamente el azar, encuentro fortuito de líneas causales independientes19, lo que en realidad violenta a la naturaleza, y es el arte el encargado de contrarrestar sus efectos. En realidad, más que efectos, las consecuencias del azar son defectos. El azar no es una causa, el azar impide la manifestación normal de las causas, por ello se le considera una pseudocausa y a los defectos que de él se siguen se les podría llamar pseudoefectos.
En lo anteriormente dicho se intuyen algunos supuestos y de ello también se desprenden varias consecuencias que los médicos hipocráticos no dejaron respectivamente de explicitar y de extraer. En primer lugar, una actitud como la descrita supone la convicción intelectual de que en la naturaleza particular de las cosas se encuentra contenida, de un modo misterioso pero real, una particular sabiduría. Un logos, como lo expresa su primer portavoz, el gran Heráclito20. La naturaleza para los hipocráticos no solo es racional, en el sentido de inteligible, sino que asimismo lo que de ella procede es razonable, justo y bueno. A este impulso de la physis únicamente se contraponen el azar y la violencia. Esta convicción intelectual deriva de una fina observación de la realidad del hombre sano y enfermo, junto a las posibilidades reales del médico de interferir en los procesos que ante él se despliegan. Una observación reflexivamente depurada y criticada a la luz de la naciente filosofía.
De lo anterior deriva una conclusión racional y una actitud práctica que son quizá el decantado más señero de la sabiduría médica hipocrática. Al interior de la multitud de procesos que se ocasionan en el hombre enfermo, le corresponde intentar controlar aquellos que provienen de la interposición de una causalidad voluntaria violenta o de una conjunción causal azarosa. Por el contrario, deberá ser muy cauto a la hora de interferir en aquellos procesos que derivan espontáneamente de la naturaleza misma, como efectos propios o como efectos de su defensa frente a la enfermedad. Una de las tareas más importantes para el médico será entonces la de aprender a discernir los unos de los otros, y de saber cuándo intervenir y cuándo no.
De este modo, en aquellas ocasiones donde los procesos violentos o azarosos puedan ser controlados, el profesional médico debe actuar, y debe hacerlo con prontitud y energía. No obstante, cuando la situación del individuo responde a un proceso espontáneo surgido de la naturaleza en su transcurrir normal, o cuando se trata de una enfermedad cuya historia natural es inexorable, la actitud verdaderamente razonable es la de abstenerse de toda acción, ya que interviniendo lo único que conseguirá es agregar sufrimiento y daño al ya existente.
Pero, ¿no es acaso la enfermedad violenta y anómala para el organismo, y en consecuencia debemos atacarla? Ciertamente. Sin embargo, el médico prudente y sabio solo actúa cuando tiene una evidencia razonable de que puede alterar el curso “natural” de la enfermedad, curso que él conoce bien por haberlo estudiado en un sinnúmero de casos. Este “curso natural” de la enfermedad que según lo dicho debiésemos llamar por defecto o privación del verdadero curso natural de los procesos del organismo en la mantención de su salud. Al médico griego, entonces, no solo se le enseñaba ”cómo actuar”, sino también cómo y cuándo “no actuar”. Esto, como veremos más adelante, no depende únicamente de una diferencia de estilo pedagógico, sino de algo mucho más profundo y que es, en definitiva, la manera de concebir al hombre y a su enfermedad.
Naturaleza y ética
En una visión de la naturaleza –tal como la concibieron los médicos hipocráticos, transmitiéndola en herencia hasta nuestros días–, decíamos que tan importante como el saber actuar, es el saber abstenerse. Es por ello que el médico hipocrático debía evitar caer en la irracionalidad o desmesura (hybris), prototipo de la falta contra la naturaleza. Visto lo mismo con mayor profundidad filosófica, podemos decir que el mérito del pensamiento ético griego estuvo en ver que el actuar mal radicaba en atentar contra la razón, ya sea en la ignorancia de ella, ya sea en el actuar voluntariamente, sustrayéndosele. En una concepción como esta, actuar mal y actuar contra la naturaleza resultan sinónimos. En efecto, si lo propio de la naturaleza humana es ser un animal racional, la perfección del accionar del hombre estará en su desplegarse en conformidad y armonía con la razón. Y dado que la naturaleza en toda su infinita variedad no es en su núcleo más íntimo sino inteligibilidad, racionalidad y sabiduría, actuar conforme a la razón no es sino actuar en el respeto de aquello sobre lo cual la naturaleza de las cosas nos instruye.
Esta es, en una síntesis muy esquemática y apretada, la esencia del legado filosófico hipocrático a la medicina y a la cultura. Tomar plena conciencia de este legado tiene una doble importancia: filosófica e histórica. Filosófica porque la visión griega –más allá que una variante cultural circunstancialmente determinada– ha sido siempre reconocida como un aporte permanente a la cultura universal. Histórica, porque una gran parte de nuestra cultura cívica, médica, filosófica e inclusive teológica, ha sido construida sobre estas bases o con la ayuda de ellas. No podemos entender plenamente lo que somos como ciudadanos, como profesionales de la salud o como filósofos, sin remontarnos a estas bases. Más aún, si acaso estas bases conservan su vigencia, no podemos seguir siendo lo que somos sin reconocernos en ellas y sin actuar en concordancia.
La idea de naturaleza en el pensamiento moderno
Sin embargo, nuestro esquemático panorama conceptual e histórico sería incompleto, si no consideráramos una nueva idea de la naturaleza y de la técnica, que se introduce en la cultura occidental a partir del siglo XVII21.
En efecto, desde la primera mitad del siglo XVII, y en explícita oposición a una antropología y una cosmología tributarias del pensamiento griego, ha venido desarrollándose e imponiéndose en Occidente una nueva manera de concebir al hombre y al mundo. Esta nueva manera, es original y en su campo propio objetivamente valiosa –pero ignorante como lo fue y sigue siendo de los aportes históricos previos–, no podía dejar de enfrentarse en términos de ideas, de personas y de cultura, con la antropología y cosmovisión clásicas. Este insensato enfrentamiento, ilustrado históricamente por el cúmulo de malentendidos entre Galileo Galilei y el tribunal del Santo Oficio, continúa manifestándose de múltiples maneras. Es nuestra convicción y nuestra tesis que los graves problemas éticos suscitados hoy en relación con el desarrollo de la investigación biológica y de la técnica médica, no son sino otra escaramuza en esta ya multisecular cadena de confusiones.
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