Colección de Julio Verne. Julio Verne

Colección de Julio Verne - Julio Verne


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salida del sol, tan jubilosa como vivificante, cuando oí a alguien subir hacia la plataforma.

      Me dispuse a saludar al capitán Nemo, pero fue su segundo -al que ya había visto yo durante la primera visita del capitán -quien apareció.

      Avanzó sobre la plataforma, sin parecer darse cuenta de mi presencia. Con su poderoso anteojo, el hombre escrutó todos los puntos del horizonte con una extremada atención. Acabado su examen, se acercó a la escotilla y pronunció esta frase cuyos términos recuerdo con exactitud por haberla oído muchas veces en condiciones idénticas:

      Nautron respoc lorni virch

       Ignoro lo que pueda significar.

      Pronunciadas esas palabras, el segundo descendió a bordo. Pensé que el Nautilus iba a reanudar su navegación submarina y descendí a mi camarote.

      Así pasaron cinco días sin que cambiara la situación. Cada mañana subía yo a la plataforma y oía pronunciar esa frase al mismo individuo.

      El capitán Nemo seguía sin aparecer.

       Ya me había hecho a la idea de no verle más cuando, el 16 de noviembre, al regresar a mi camarote con Ned y Conseil, hallé sobre la mesa una carta. La abrí con impaciencia. Escrita con una letra clara, un poco gótica, la carta decía lo siguiente:

       «Señor profesor Aronnax.

      A bordo del Nautilus, a 16 de noviembre de 1867.

      El capitán Nemo tiene el honor de invitar al profesor Aronnax a una partida de caza que tendrá lugar mañana por la mañana en sus bosques de la isla Crespo. Espera que nada impida al señor profesor participar en la expedición, a la que se invita también a sus compañeros.

      El comandante del Nautilus

       Capitán NEMO.»

      -¡Una cacería! -exclamó Ned.

      -Y en sus bosques de la isla Crespo -añadió Conseil.

      -Así que va, pues, a tierra, este hombre -dijo Ned Land.

      -Así parece indicarlo claramente la carta -dije, releyéndola.

      -Pues bien, hay que aceptar la invitación -dijo el canadiense-. Una vez en tierra firme, veremos qué podemos hacer. Por otra parte, no nos vendrá mal comer un poco de carne fresca.

      Sin pararme a pensar en la contradicción existente entre el horror manifiesto del capitán Nemo por los continentes y las islas, y su invitación a una cacería en un bosque, dije a mis compañeros: -Veamos ante todo dónde está y cómo es esa isla Crespo.

      Consulté el planisferio y a los 32º 40’ de latitud Norte y 167º 50’de longitud Oeste hallé un islote que fue descubierto en 1801 por el capitán Crespo y al que los antiguos mapas españoles denominaban como Roca de la Plata. Nos hallábamos, pues, a unas mil ochocientas millas de nuestro punto de partida. La dirección del Nautilus, ligeramente modificada, le llevaba hacia el Sudeste.

      Mostré a mis compañeros aquella pequeña roca perdida en medio del Pacífico septentrional.

       -Si el capitán Nemo va de vez en cuando a tierra -les dije-,escoge para ello islas absolutamente desiertas.

      Ned Land movió la cabeza por toda respuesta, antes de salir con Conseil.

      Aquella noche, tras dar cuenta de la cena, que me fue servida por el steward mudo e impasible, me dormí no sin alguna preocupación.

      Al despertarme al día siguiente, 17 de noviembre, sentí que el Nautilus se hallaba absolutamente inmóvil. Me vestí rápidamente y fui al gran salón. Allí estaba el capitán Nemo, esperándome. Se levantó, me saludó y me preguntó si estaba dispuesto a acompañarle.

      Como no hizo la menor alusión a su ausencia durante aquellos ocho días, yo me abstuve de todo comentario al respecto, limitándome a decirle simplemente que tanto yo como mis compañeros estábamos dispuestos a seguirle.

      -Tan sólo -añadí -desearía hacerle una pregunta.

      -Pregunte, señor Aronnax, que si puedo darle respuesta lo haré con mucho gusto.

      -Pues bien, capitán, ¿cómo es posible que usted, que ha roto toda relación con la tierra, posea bosques en la isla Crespo?

      -Señor profesor, los bosques de mis posesiones no piden al sol ni su luz ni su calor. Ni leones, ni tigres, ni panteras, ni ningún cuadrúpedo los frecuentan. Sólo yo los conozco y sólo para mí crece su vegetación. No son bosques terrestres, son bosques submarinos.

      -¿Bosques submarinos?

      -Sí, señor profesor.

      -¿Y es a ellos a los que me invita a seguirle?

      -Precisamente.

      -¿A pie?

      -En efecto.

      -¿Para cazar?

      -Para cazar.

      -¿Escopeta en mano?

      -Escopeta en mano.

      No pude entonces dejar de mirar al comandante del Nautilus de un modo poco halagüeño para su persona.

      «Decididamente -pensé-,está mal de la cabeza. Ha debido sufrir durante estos ocho días un acceso que aún le dura. ¡Qué lástima! Preferiría habérmelas con un extravagante que con un loco.» Debían leerse claramente en mi rostro tales pensamientos, pero el capitán Nemo se limitó a invitarme a seguirle, lo que hice como un hombre resignado a todo.

      Llegamos al comedor, donde hallamos servido ya el desayuno.

      -Señor Aronnax -me dijo el capitán-,le ruego que comparta conmigo sin ceremonia este almuerzo.

       Hablaremos mientras comemos. Le he prometido un paseo por el bosque, pero no puedo comprometerme a encontrar un restaurante por el camino. Así que coma usted, teniendo en cuenta que la próxima colación vendrá con algún retraso.

      Hice honor a la comida que tenía ante mí, compuesta de diversos pescados y de rodajas de holoturias, excelentes zoófitos, con una guarnición de algas muy aperitivas, tales como la Porphyria laciniata y la Laurentia primafetida. Teníamos por bebida un agua muy límpida a la que, tomando ejemplo del capitán, añadí algunas gotas de un licor fermentado, extraído, a usanza kamchatkiana, del alga conocida con el nombre de Rodimenia palmeada.

      El capitán Nemo comió durante algún tiempo en silencio. Luego, dijo:

      -Señor profesor, al proponerle ir de caza a mis bosques de Crespo, ha pensado usted hallarme en contradicción conmigo mismo. Al informarle de que se trata de bosques submarinos, me ha creído usted loco. Señor profesor, nunca hay que juzgar a los hombres a la ligera.

      -Pero, capitán, le ruego…

      -Escúcheme, y verá entonces si puede acusarme de locura o de contradicción.

      -Le escucho.

      -Señor profesor, sabe usted tan bien como yo que el hombre puede vivir bajo el agua a condición de llevar consigo su provisión de aire respirable. En los trabajos submarinos, el obrero, revestido de un traje impermeable y con la cabeza encerrada en una cápsula de metal, recibe el aire del exterior por medio de bombas impelentes y de reguladores de salida.

      -Es el sistema de las escafandras -le dije.

      -En efecto, pero en esas condiciones el hombre no es libre: está unido a la bomba que le envía el aire por un tubo de goma, verdadera cadena que le amarra a tierra. Si nosotros debiéramos estar así ligados al Nautilus, no podríamos ir muy lejos.

      -¿Y cuál es el medio de estar libre?

      -El que nos ofrece el aparato Rouquayrol Denayrouze, inventado por dos compatriotas suyos, y que yo he perfeccionado para mi uso particular. Este sistema le permitirá arriesgarse en estas nuevas condiciones fisiológicas sin que sus órganos sufran. Se compone de un depósito de chapa gruesa, en el que almaceno el aire bajo una presión de cincuenta atmósferas. Ese depósito se fija a la espalda por medio


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