Colección de Julio Verne. Julio Verne

Colección de Julio Verne - Julio Verne


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de su existencia, ¿se imagina usted cuáles serían sus pensamientos?

      Al hablar así, el capitán Nemo parecía emocionado, y yo inscribí ese gesto en su activo.

      Luego, mapa en mano, pasamos revista a los trabajos del navegante francés, sus viajes de circunnavegación, su doble tentativa del polo Sur que le valió el descubrimiento de las tierras de Adelia y Luis Felipe y, por último, sus mapas hidrográficos de las principales islas de Oceanía.

      -Lo que en la superficie de los mares hizo su Dumont d’Urville-me dijo el capitán Nemo-lo he hecho yo en el interior del océano, y más completa y más fácilmente que él. El Astrolabe y la Zelée, incesantemente zarandeados por los huracanes, no podían competir con el Nautilus, tranquilo gabinete de trabajo y verdaderamente sedentario en medio de las aguas.

      -Y, sin embargo, capitán, hay un punto común entre las corbetas de Dumont d’Urville y el Nautilus.

      -¿Cuál?

      -El de que el Nautilus haya encallado como ellas.

      -El Nautilus no ha encallado-me respondió fríamente el capitán Nemo-. El Nautilus está hecho para reposar en el lecho de los mares, y yo no tendré que emprender las penosas maniobras que hubo de hacer Dumont d’Urville para sacar a flote sus barcos. El Astrolabe y la Zelée estuvieron a punto de perderse, pero mi Nautilus no corre ningún peligro. Mañana, en el día y a la hora señalados, la marea lo elevará suavemente y reemprenderá su navegación a través de los mares.

      -Capitán, yo no pongo en duda…

      -Mañana-añadió el capitán Nemo, levantándose-a las dos horas y cuarenta minutos de la tarde, el Nautilus estará a flote y abandonará, sin avería alguna, el estrecho de Torres.

      El capitán Nemo se inclinó ligeramente, en señal de despedida. Salí y volví a mi camarote, donde hallé a Conseil, que deseaba conocer el resultado de mi conversación con el capitán.

      -Cuando le dije que su Nautilus estaba amenazado por los naturales de la Papuasia, me respondió muy irónicamente. Así, pues, ten confianza en él y vete a dormir tranquilamente.

      -¿El señor no necesita de mis servicios?

      -No. ¿Qué está haciendo Ned Land?

      -El señor me excusará, pero el amigo Ned está haciendo un paté de canguro que va a ser una maravilla.

      Me acosté y dormí bastante mal. Oía el ruido que hacían los salvajes al pisotear la plataforma y sus gritos estridentes. Pasó así la noche sin que la tripulación cambiara en lo más mínimo su comportamiento habitual. La presencia de los caníbales les inquietaba tanto como a los soldados de un fuerte el paso de las hormigas por sus empalizadas. Me levanté a las seis de la mañana. No se habían abierto las escotillas para renovar el aire, pero hicieron funcionar los depósitos para suministrar algunos metros cúbicos de oxígeno a la atmósfera enrarecida del Nautilus.

      Estuve trabajando en mi camarote hasta mediodía, sin ver ni un solo instante al capitán Nemo. No parecía efectuarse ninguna maniobra de partida a bordo. Esperé aún durante algún tiempo y luego fui al salón. El reloj de pared indicaba las dos y media. Dentro de diez minutos la marea debía alcanzar su máxima altura y, si el capitán Nemo no había hecho una promesa temeraria, el Nautilus quedaría liberado. Si así no ocurría, podrían pasar meses antes de salir de su lecho de coral. Pero no tardé en sentir los estremecimientos precursores que agitaron el casco del buque. Luego se oyeron rechinar los flancos del mismo contra las asperezas calcáreas del arrecife.

      A las dos horas y treinta y cinco minutos, el capitán Nemo apareció en el salón.

      -Vamos a zarpar-dijo.

      -¡Ah!- exclamé.

      -He dado orden de abrir las escotillas.

      -¿Y los papúas?

      -¿Los papúas?- dijo el capitán Nemo, alzándose de hombros.

      -¿No teme que penetren en el Nautilus?

      -¿Cómo podrían hacerlo?

      -Entrando por las escotillas.

      -Señor Aronnax, no se entra así como así por las escotillas del Nautilus, incluso cuando están abiertas.

      Le miré.

      -No lo comprende, ¿no es así?

      -En efecto.

      -Bien, pues venga y véalo.

      Me dirigí hacia la escalera central, al pie de la cual se hallaban Ned Land y Conseil, muy intrigados, contemplando cómo algunos hombres de la tripulación abrían las escotillas. Afuera, sonaban gritos de rabia y espantosas vociferaciones.

      Se corrieron los portalones del exterior. Veinte figuras horribles aparecieron a nuestra vista. Pero el primero de los indígenas que tocó el pasamano de la escalera, rechazado hacia atrás por no sé qué fuerza invisible, huyó dando espantosos alaridos y saltos tremendos. Diez de sus compañeros le sucedieron y los diez corrieron la misma suerte.

      Conseil estaba fascinado. Ned Land, llevado de sus violentos instintos, se lanzó a la escalera. Pero nada más tocar el pasamano, fue derribado a su vez.

      -¡Mil diantres!- bramó-. ¡Me ha golpeado un rayo!

      Su grito me lo explicó todo. No era un pasamano, sino un cable metálico cargado de electricidad. Quienquiera que lo tocara sufría una formidable sacudida, que podría ser mortal si el capitán Nemo hubiera lanzado a ese conductor toda la electricidad de sus aparatos. Podía decirse realmente que entre sus asaltantes y él había tendido una barrera eléctrica que nadie podía franquear impunemente. Los papúas se habían retirado enloquecidos por el terror. Nosotros, venciendo a duras penas la risa, consolábamos y friccionábamos al desdichado Ned Land, que juraba como un poseso.

      En aquel momento, el Nautilus, elevado por las aguas, abandonaba su lecho de coral en el minuto exacto que había fijado el capitán. Su hélice batió el agua con una majestuosa lentitud. Su velocidad aumentó poco a poco. Navegando en superficie, abandonó sano y salvo los peligrosos pasos del estrecho de Torres.

      Capítulo 23

       «Aegri somnia»

      Índice

      Al día siguiente, 10 de enero, el Nautilus continuó su marcha entre dos aguas, pero con una velocidad extraordinaria, que no estimé en menos de treinta y cinco millas por hora. Era tal la rapidez de su hélice, que no podía yo ni seguir sus vueltas ni contarlas.

      Al pensar que ese maravilloso agente eléctrico, además de dar al Nautilus movimiento, luz y calor, lo protegía de todo ataque exterior y lo transformaba en un arca santa que ningún profanador podía tocar sin ser fulminado, mi admiración no conocía límites, y del aparato se remontaba al ingeniero que lo había creado.

      Marchábamos directamente hacia el oeste, y el 11 de enero pasamos antes el cabo Wessel, situado a 135º de longitud y 10º de latitud norte, que forma la punta oriental del golfo de Carpentaria. Los arrecifes eran todavía numerosos, pero ya más dispersos, y estaban indicados en el mapa con una extremada precisión. El Nautilus evitó con facilidad los rompientes de Money, a babor, y los arrecifes Victoria, a estribor, situados a 130º de longitud sobre el paralelo 10, que seguíamos rigurosamente.

      El 13 de enero, llegados al mar de Timor, pasamos cerca de la isla de este nombre, a 122º de longitud. La isla, cuya superficie es de mil seiscientas veinticinco leguas cuadradas, está gobernada por rajás. Dichos príncipes dicen ser hijos de cocodrilos, es decir, tener el más alto origen a que puede aspirar un ser humano. Sus escamosos antepasados abundan en los ríos de la isla y son objeto de una particular veneración. Se les protege, se les mima, se les adula, se les alimenta, se les ofrecen jóvenes muchachas en ofrenda. ¡Pobre del extranjero que ose poner la mano sobre estos sagrados saurios!

      Pero el Nautilus no tuvo nada


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