Colección de Julio Verne. Julio Verne
señor naturalista, y ese Mediterráneo?
-Estamos flotando en su superficie, amigo Ned.
-¡Cómo! ¡Así que esta misma noche! -exclamó Conseil.
-Sí, esta misma noche, en algunos minutos, hemos franqueado ese istmo infranqueable.
-No me lo creo -respondió el canadiense.
-Pues se equivoca, señor Land. Esa costa baja que se redondea hacia el Sur es la costa egipcia.
-A otro con ésas, señor -replicó el testarudo canadiense.
-Puesto que el señor lo afirma, Ned, hay que creer al señor.
-Además, Ned, el capitán Nemo me hizo el honor de invitarme a ver su túnel. Estuve a su lado, en la cabina del timonel, mientras él mismo dirigía al Nautilus a través del estrecho paso.
-¿Oye usted, Ned? -dijo Conseil.
-Usted, que tiene tan buena vista -añadí ; puede ver desde aquí las escolleras de Port Said que se internan mar adentro.
El canadiense miró atentamente.
-En efecto, tiene usted razón, señor profesor, y su capitán es un hombre extraordinario. Estamos en el Mediterráneo. Bien. Charlemos, pues, si le parece, de nuestros asuntos, pero sin que nadie pueda oírnos.
Comprendí la intención del canadiense. En todo caso, pensé que más valía hablar, puesto que así lo deseaba, y nos fuimos los tres a sentarnos cerca del fanal, donde estaríamos menos expuestos a las salpicaduras de las olas.
-Le escuchamos, Ned -le dije-, ¿qué es lo que tiene usted que comunicarnos?
-Lo que tengo que comunicarles es muy sencillo. Estamos en Europa, y antes de que los caprichos del capitán nos lleven al fondo de los mares polares o de nuevo a Oceanía, debemos abandonar el Nautilus.
Debo confesar que continuaba resultándome embarazosa esa discusión con el canadiense. Yo no quería de ninguna forma coartar la libertad de mis compañeros, y sin embargo no tenía el menor deseo de dejar al capitán Nemo. Gracias a él, gracias a su aparato, iba yo completando cada día mis estudios oceanográficos y reescribiendo mi libro sobre los fondos submarinos en el seno mismo de su elemento. Ciertamente, jamás volvería a tener una ocasión semejante de observar las maravillas del océano. Yo no podía, pues, hacerme a la idea de abandonar el Nautilus antes de haber completado el ciclo de mis investigaciones.
-Amigo Ned, respóndame francamente. ¿Se aburre usted a bordo? ¿Lamenta que el destino le haya lanzado en manos del capitán Nemo?
Durante algunos instantes, el canadiense guardó silencio. Luego, cruzándose de brazos, dijo:
-Francamente, no me pesa este viaje bajo el mar. Y me sentiré contento de haberlo hecho. Pero para haberlo hecho, menester es que haya terminado. Ésa es mi opinión.
-Terminará, Ned.
-¿Dónde y cuándo?
-¿Dónde? No lo sé. ¿Cuándo? No puedo decirlo. Supongo que acabará cuando estos mares no tengan ya nada que enseñarnos. Todo lo que tiene comienzo tiene forzosamente fin en este mundo.
-Yo pienso como el señor -dijo Conseil-, y es muy posible que tras haber recorrido todos los mares del Globo, el capitán Nemo nos dé el vuelo a los tres.
-¡El vuelo! -exclamó el canadiense -¿Un voleo, quiere decir?
-No exageremos, señor Land. No tenemos nada que temer del capitán Nemo, pero tampoco comparto la esperanza de Conseil. Conocemos los secretos del Nautilus, y no creo que su comandante tome el riesgo de verlos correr por el mundo, por darnos la libertad.
-Pero, entonces, ¿a qué espera usted? -preguntó el canadiense.
-A que se presenten circunstancias favorables, que podremos y deberemos aprovechar, ya sea ahora ya dentro de seis meses.
-¡Ya, ya! -dijo Ned Land-. ¿Y dónde cree que estaremos dentro de seis meses, señor naturalista?
-Tal vez aquí, tal vez en China. Usted sabe cómo corre el Nautilus. Atraviesa los océanos como una golondrina el aire o un exprés los continentes. No rehúye los mares frecuentados. ¿Quién nos dice que no va a aproximarse a las costas de Francia, de Inglaterra o de América, en las que podríamos intentarla evasión tan ventajosamente como aquí?
-Señor Aronnax, sus argumentos se caen por la base. Habla usted en futuro: «Estaremos allí… estaremos allá-… ». Yo hablo en presente: «Ahora estamos aquí, y hay que aprovechar la ocasión». Puesto contra el muro por la lógica de Ned Land y sintiéndome batido en ese terreno, no sabía ya a qué argumentos apelar.
-Oiga, supongamos, por imposible que sea, que el capitán Nemo le ofreciera hoy mismo la libertad. ¿Qué haría usted?
-No lo sé -le respondí.
-Y si añadiera que esa oferta no volvería a hacérsela nunca más, ¿aceptaría usted?
No respondí.
-¿Y qué es lo que piensa el amigo Conseil? -preguntó Ned Land.
-El amigo Conseil -respondió plácidamente el interrogado -no tiene nada que decir. Está absolutamente desinteresado. Al igual que el señor y que su camarada Ned, es soltero. Ni mujer, ni hijos, ni parientes le esperan. Está al servicio del señor, piensa como el señor, habla como él, y por eso, y sintiéndolo mucho, no debe contarse con él para formar mayoría. Dos personas tan sólo están en presencia: el señor, de un lado, y Ned Land, de otro. Dicho esto, el amigo Conseil escucha y está dispuesto a marcar los tantos.
No pude impedirme sonreír al ver cómo Conseil aniquilaba por completo su personalidad. En el fondo, el canadiense debía estar encantado de no tenerlo contra él.
-Entonces, señor Aronnax, puesto que Conseil no existe, discutámoslo entre los dos. Yo he hablado ya y usted me ha oído. ¿Qué tiene que responder?
Era evidente que había que concluir y me repugnaba recurrir a más evasivas.
-Amigo Ned, he aquí mi respuesta. Tiene usted razón, y mis argumentos no resisten a los suyos. No podemos contar con la buena volunta del capitán Nemo. La más elemental prudencia le prohibe ponernos en libertad. Por el contrario, la prudencia exige que aprovechemos la primera ocasión de evadirnos del Nautilus.
-Bien, señor Aronnax, eso es hablar razonablemente.
-Sin embargo, quiero hacer una observación, una sola. Es menester que la ocasión sea seria. Es preciso que nuestra primera tentativa de evasión tenga éxito, pues si se aborta, no tendremos la oportunidad de hallar una segunda ocasión, y el capitán Nemo no nos perdonará.
-Eso es muy sensato -respondió el canadiense-. Pero su observación es aplicable a toda tentativa de huida, ya sea dentro de dos años o de dos días. Luego la cuestión continúa siendo ésta; si se presenta una ocasión favorable, hay que aprovecharla.
-De acuerdo. Y ahora, dígame, Ned, ¿qué es lo que entiende usted por una ocasión favorable?
-La que nos depararía la proximidad del Nautilus a una costa europea en una noche oscura.
-¿Y trataría usted de escapar a nado?
-Sí, si estuviéramos a escasa distancia de la orilla y si el navío flotara en la superficie. No, si estuviéramos demasiado alejados y con el barco entre dos aguas.
-¿Y en ese caso?
-En ese caso, trataría de apoderarme de la canoa. Sé cómo hay que maniobrar para ello. Nos introduciríamos en el interior, y una vez quitados los tornillos, remontaríamos a la superficie sin que tan siquiera el timonel, situado a proa, se diera cuenta de nuestra huida.
-Bien, Ned. Pues aceche esa ocasión, pero no olvide que un fracaso sería nuestra perdición.
-No lo olvidaré, créame.
-Y ahora, Ned, ¿quiere conocer mi