Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
el día, sin embargo, ya estaban en pie, prosiguiendo viaje. No habían echado de ver señal alguna de sus perseguidores, y Jefferson Hope comenzó a pensar que se hallaban acaso fuera del alcance de la terrible organización en cuya enemistad habían incurrido. Ignoraba aún cuán lejos podía llegar su garra de hierro, y qué presta estaba ésta a abatirse sobre ellos y aplastarlos.
Hacia la mitad del segundo día de fuga, su escaso lote de provisiones comenzó a agotarse. No inquietó ello, sin embargo, en demasía al cazador, pues abundaban las piezas por aquellos parajes, y no una, sino muchas veces, se había visto en la precisión de recurrir a su rifle para satisfacer las necesidades elementales de la vida. Tras elegir un rincón abrigado, juntó unas cuantas ramas secas y produjo una brillante hoguera, en la que pudieran encontrar algún confortamiento sus amigos; se encontraban a casi cinco mil pies de altura, y el aire era helado y cortante. Después de atar los caballos y despedirse de Lucy, se echó el rifle sobre la espalda y salió en busca de lo que la suerte quisiera dispensarle. Volviendo la cabeza atrás vio al anciano y a la joven acurrucados junto al brillante fuego, con las tres caballerías recortándose inmóviles sobre el fondo. A continuación, las rocas se interpusieron entre el grupo y su mirada.
Caminó un par de millas de un barranco a otro sin mayor éxito, aunque, por las marcas en las cortezas de los árboles, y otros indicios, coligió la presencia de numerosos osos en la zona. Al fin, tras dos o tres horas de búsqueda infructuosa, y cuando desanimado se disponía a dar marcha atrás, vio, echando la vista a lo alto, un espectáculo que le hizo estremecer de alegría. En el borde de una roca voladiza, a trescientos o cuatrocientos pies sobre su cabeza, afirmaba sobre el suelo las pezuñas una criatura de apariencia vagamente semejante a la de una cabra, aunque armada de un par de descomunales cuernos. La gran astada —por tal se le conocerá probablemente el guarda o vigía de un rebaño invisible al cazador; mas por fortuna estaba mirando en dirección opuesta a éste y no había advertido su presencia. Puesto de bruces, descansó el rifle sobre una roca y enfiló largamente y con firme pulso la diana antes de apretar el gatillo. El animal dio un respingo, se tambaleó un instante a orillas del precipicio, y se desplomó al cabo valle abajo.
Pesaba en exceso la res para ser llevada a cuestas, de modo que el cazador optó por desmembrar una pierna y parte del costado. Con este trofeo terciado sobre uno de los hombros se dio prisa a desandar lo andado, ya que comenzaba a caer la tarde. Apenas puesto en marcha, sin embargo, advirtió que se hallaba en un trance difícil. Llevado de su premura había ido mucho más allá de los barrancos conocidos, resultándole ahora difícil encontrar el camino de vuelta. El valle donde estaba tendía a dividirse y subdividirse en numerosas cañadas, tan semejantes que se hacía imposible distinguirlas entre sí. Enfiló una por espacio de una milla o más hasta tropezar con un venero de montaña que le constaba no haber visto antes. Persuadido de haber errado el rumbo, probó otro distinto, mas no con mayor éxito. La noche caía rápidamente, y apenas si restaba alguna luz cuando dio por fin con un desfiladero de aire familiar. Incluso entonces no fue fácil seguir la pista exacta, porque la luna no había ascendido aún y los altos riscos, elevándose a una y otra mano, acentuaban aún más la oscuridad. Abrumado por su carga, y rendido tras tanto esfuerzo, avanzó a trompicones, infundiéndose ánimos con la reflexión de que a cada paso que diera se acortaba la distancia entre él y Lucy, y de que habría comida bastante para todos durante el resto del viaje.
Ya se hallaba en el principio mismo del desfiladero en que había dejado a sus compañeros. Incluso en la oscuridad acertaba a reconocer la silueta de las rocas que los rodeaban. Estarían esperándolo, pensó, con impaciencia, pues llevaba casi cinco horas ausente. En su alegría juntó las manos, se las llevó á la boca a modo de bocina, y anunció su llegada con un fuerte grito, resonante a lo largo de la cañada. Se detuvo y esperó la respuesta. Ninguna obtuvo, salvo la de su propia voz, que se extendió por las tristes, silenciosas cañadas, hasta retornar multiplicada en incontables ecos. De nuevo gritó, incluso más alto que la vez anterior, y de nuevo permanecieron mudos los amigos a quien había abandonado tan sólo unas horas atrás. Una angustia indefinible y sin nombre se apoderó de él, y dejando caer en su desvarío la preciosa carga de carne, echó a correr frenéticamente campo adelante.
Al doblar la esquina pudo avistar por entero el lugar preciso en que había sido encendida la hoguera. Aún restaba un cúmulo de brasas, evidentemente no avivadas desde su partida. El mismo silencio impenetrable reinaba en derredor. Con sus aprensiones mudadas en certeza prosiguió presuroso la pesquisa. No se veía cosa viviente junto a los restos de la hoguera: bestias, hombre, muchacha, habían desaparecido. Era evidente que algún súbito y terrible desastre había ocurrido durante su ausencia, un desastre que los comprendía a todos, sin dejar empero rastro alguno tras de sí.
Atónito, y como aturdido por el suceso, Jefferson Hope sintió que le daba vueltas la cabeza, y hubo de apoyarse en su rifle para no perder el equilibrio. Sin embargo, era en esencia hombre de acción, y se recobró pronto de su temporal estado de impotencia. Tomando un leño medio carbonizado de la ya lánguida hoguera, lo atizó de un soplido hasta producir en él una llama, y alumbrándose con su ayuda, procedió al examen del pequeño campamento. La tierra estaba toda hollada por pezuñas de caballo, señal de que una cuadrilla de jinetes había alcanzado a los fugitivos. La dirección de las improntas indicaba asimismo que la partida había dirigido de nuevo sus pasos hacia Salt Lake City. ¿Quizá con sus dos compañeros? Estaba próximo Jefferson Hope a dar por buena esta conjetura, cuando sus ojos cayeron sobre un objeto que hizo vibrar hasta en lo más recóndito todos los nervios de su cuerpo. Cerca, hacia uno de los límites del campamento, se elevaba un montecillo de tierra rojiza, que a buen seguro no había estado allí antes. No podía ser sino una fosa recién excavada. Al aproximarse, el joven cazador distinguió el perfil de una estaca hincada en el suelo, con un papel sujeto a su extremo ahorquillado. En él se leían estas breves, aunque elocuentes palabras:
JOHN FERRIER,
Vecino de Salt Lake City.
Murió el 4 de agosto de 1860.
El valeroso anciano, al que había dejado de ver apenas unas horas antes, estaba ya en el otro mundo, y éste era todo su epitafio. Desolado, Jefferson Hope miró en derredor, por si hubiera una segunda tumba, mas no vio traza de ninguna. Lucy había sido arrebatada por sus terribles perseguidores para cumplir su destino original como concubina en el harén de uno de los hijos de los Ancianos. Cuando el joven cayó en la cuenta de este hecho fatal, que no estaba en su mano remediar, deseó de cierto compartir la suerte del viejo granjero y su última y silenciosa morada bajo el suelo.
De nuevo, sin embargo, su espíritu activo le permitió sacudirse el letargo a que induce la desesperación. Cuando menos podía consagrar el resto de su vida a vengar el agravio. Además de paciencia y perseverancia enormes, Jefferson Hope poseía también una peculiar aptitud para la venganza, aprendida acaso de los indios entre los que se había criado. Mientras permanecía junto al fuego casi extinto, comprendió que la única cosa que alcanzaría a acallar su pena habría de ser el desquite absoluto, obrado por mano propia contra sus enemigos. Su fuerte voluntad e infatigable energía no tendrían, se dijo, otro fin. Pálido, ceñudo el rostro, volvió sobre sus pasos hasta donde había dejado caer la carne, y, tras reavivar las brasas, asó la suficiente para el sustento de algunos días. La envolvió luego y, cansado como estaba, emprendió la vuelta a través de las montañas, en pos de los Ángeles Vengadores.
Durante cinco días avanzó, abrumado y con los pies doloridos, por los desfiladeros que antes había atravesado a uña de caballo. En la noche se dejaba caer entre las rocas, concediendo unas pocas horas al sueño, pero primero que rayase el día estaba ya de nuevo en marcha. Al sexto día llegó al Cañón de las Águilas, punto de arranque de su desdichada fuga. Desde allí alcanzaba a contemplarse el hogar de los Santos. Maltrecho y exhausto se apoyó sobre su rifle, mientras tendía fieramente el puño curtido contra la silenciosa ciudad extendida a sus pies. Al mirarla con mayor sosiego, echó de ver banderas en las calles principales y otros signos de fiesta. Estaba aún preguntándose a qué se debería aquello, cuando atrajo su atención un batir de cascos contra el suelo, seguido por la aparición de un jinete que venía de camino. Cuando lo tuvo lo bastante cerca pudo reconocer a un mormón llamado Cowper, al que había rendido servicios en distintas ocasiones. Por tanto,