Nomadía. María Casiraghi
—Llegaste tarde. Tu trabajo en la fábrica es hasta las seis —increpó a su marido una noche.
Si trabajo horas extras acabaremos más rápido. Ya pronto terminaremos el techo —respondió él.
El monte se puso blanco y seguía soplando el viento. Humberto llegaba cada vez más tarde. Siempre deseando el regreso de la fábrica, la caricia de Ángela, la compañía de Manuel y Juan Pedro. Aunque no le apasionaba su empleo lo satisfacía saber que gracias a él iba levantando las paredes de su futura casa. A veces miraba al cielo agradecido por imaginarla terminada. Nunca más el polvo. Nunca más las pajas volándose por la noche. Nunca más el ruido furioso del viento.
—Por qué me mientes, viejo, por qué no llegas.
Humberto salía temprano sin saludar a nadie. Cada día regresaba más tarde y oscurecía más temprano. Ángela veía bajar el sol siempre desde el mismo sitio en que alguna vez compartieron el amor. No tenía reloj. Calculaba las horas por la ausencia del cuerpo de Humberto. Ángela acumulaba indignación. Humberto cansancio.
—Si seguís desconfiada, una vez que haya terminado con el último clavo, te dejo lo nuestro con vos y me voy solo.
Humberto continuó perdiéndose en la neblina de la mañana y apareciendo entre la noche, siempre esperando el cambio, o la paz. Su madre le había dicho una vez que la paz era algo que nadie había visto nunca. Por eso Humberto había insistido, intentado hallarla en las caricias reales de Ángela y nunca en las de otros cuerpos imaginarios que no fuesen el de su mujer o sus hijos.
Una noche Humberto volvió tarde. Realmente tarde. Había tenido que quedarse en la fábrica a pedido del gerente que le había prometido un aumento de salario y una reducción de horas de trabajo. Venía contento. Sonriendo. Había cumplido. Ya no más llantos de Juan Pedro desesperado por los senos huecos de la madre. Ya no más Manuel sin tiempo de aprender el alfabeto. Ya no más Ángela. Ya no más Ángela.
No había terminado de pasar sus brazos por el umbral cuando sintió los gritos. Cayeron cosas. Algunas habían sido de su padre. Se rompieron al chocar contra el suelo. Ángela temblaba, y mientras las observaba caer seguía tirando más hacia el techo, agujereando el trabajo de meses, de toda una vida.
Son las once, Humberto. Son las once de la noche. Seguís mintiéndome. Seguís mintiendo.
Humberto no respondió. La dejó hablando sola y subió al techo. Martilló la noche entera. Sintió cada golpe como un año más. Se llenó de arrugas hasta que el color naranja del amanecer cubrió la tierra de sus manos y la tierra donde dormían sus hijos y donde lloraba Ángela. Golpeó y golpeó. Hasta el último clavo. Cuando el sol terminó de despegarse a lo lejos, bajó.
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