Lo que el cuerpo vale. Raúl Tamargo
de ella: Charlas de café, Rimas y leyendas, La isla de los pingüinos, y una edición del Quijote, en un tomo, con las ilustraciones de Doré, que tenía las guardas rotas y nadie se atrevía a tocar. No recuerdo otros libros. También leía Para Ti, Radiolandia (que prefería sobre Antena o TV Guía) y los domingos, el enorme mamotreto de La Prensa, lo que había causado no pocas discusiones con mi hermana mayor.
El idioma de su padre era el alemán. Esto explicaba su experiencia como oyente (conocía apenas un puñado de palabras sueltas; era incapaz de elaborar una frase) y, acaso, aunque de un modo misterioso para mí, también su desprecio. Ese hombre debió de recitarle los versos de Dante cuando era niña. Podía verla sentada sobre las piernas del suizo, deslumbrada por el sonido de las palabras cuyo significado desconocía. Podía ver la admiración de la niña por su padre, para quien el alemán y el italiano eran una parte de su cuerpo y el castellano, un áspero y resistente vehículo de comunicación con su familia. Esa pequeña, bajo estado de fascinación, debió de haber grabado sobre la piedra de la memoria aquellos versos misteriosos. Algo torrencial había en ellos, porque ese atardecer de febrero, Cecilia, que no había podido controlar el pánico, que había estado ausente desde el momento en que fue testigo del secuestro, volvió momentáneamente a la vida, para pedirle a la abuela que repitiera esas palabras.
—Nel mezzo del cammin di nostra vita / mi ritrovai per una selva oscura / ché la diritta via era smarrita. / Ahi quanto a dir qual era è cosa dura / esta selva selvaggia e aspra e forte / che nel pensier rinova la paura!
Tiempo después hice amistad con un guitarrista que había traído de Brasil un pequeño mono como mascota. Cuando mi amigo trabajaba con el instrumento, el animal se recostaba sobre el brazo del sillón, volcaba los ojos hacia atrás, luego cerraba los párpados y parecía sumergirse en el sueño; sin embargo, ni bien el sonido de las cuerdas se aplacaba, se ponía de pie y volvía a sus cosas, que no eran sino trepar de un mueble a otro, en el intento insuficiente de combatir el frío de Buenos Aires. Ver la escena era, para mí, recordar a Cecilia enredada en la dulzura de los versos de Dante. Con frecuencia la imaginé revolviendo en su memoria esas palabras, tal vez buscando en un diccionario su significado, recitando en voz alta para sus pequeños hijos. A diferencia de aquel simio, mi hermana no retornó al combate con el frío, o en todo caso, el frío con el que combatía en esa tarde calurosa era el frío del pavor.
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