La venta del Lucero. Carlos Gómez Gurpegui
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Colección Readuck Narrativa Plumas
LA VENTA DEL LUCERO
Carlos G. Gurpegui
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos sin el permiso y por escrito del Editor y del Autor.
Ilustración de portada: José Antonio González
Maquetación: José Antonio González
©Carlos G. Gurpegui
Director de colección: Alejandro Travé
Título: La venta del Lucero
Junio de 2019. Primera Edición
Impreso en España / Printed in Spain
Impresión: Podiprint
©ReaDuck Ediciones
41020-Sevilla
E-mail: [email protected]
www.readuck.es
ISBN: 978-84-120119-1-3
ISBN (EPUB): 978-84-18406-02-7
ISBN (MOBI): 978-84-18406-03-4
Depósito Legal: SE-1058-2019
01
El disparo de cañón dejó un menguante cerco de espuma tras fallar, de nuevo, su objetivo por más de cien metros. Las baterías francesas apostadas en La Cabezuela disparaban día sí y día también sobre la ciudad sin demasiada suerte. Bien es cierto que cuando alguno de sus artilleros hacía bien sus matemáticas las pesadas bolas de hierro daban más de un susto a la población acostumbrada ya al silbido de los disparos altos, el chapotear de los fallidos y el terrible, pero menos común, sonido de derrumbe de los aciertos del invasor. Aquel no estaba siendo un buen día para los artilleros franceses y lo más cerca que habían estado de las murallas había sido un par de decenas de metros.
El día llegaba a su fin pero todavía tenían tiempo de disparar un par más de salvas aunque fuera más por orgullo que por tratar de rendir una plaza que se había convertido en el talón de Aquiles del ejército más poderoso de Europa.
Miguel alejó la vista de la poca espuma que quedaba y se centró en la franja de tierra propiedad de los franceses. Podía distinguir perfectamente La Cabezuela a través de su catalejo y era capaz de reconocer a los miembros de sus baterías de asedio si el día era soleado y había limpiado correctamente el cristal del chisme. Cada día hacía lo mismo; subía a lo alto de la pequeña torre de su casa y observaba la llegada de los barcos a puerto. Su familia tenía, como muchos en la ciudad, intereses comerciales que ni la guerra ni el mismísimo Lucifer harían desaparecer. Sin embargo, la presencia francesa en la costa y las desavenencias puntuales con Inglaterra habían dificultado la llegada de los barcos. Esto hacía que el joven terminase pasando más tiempo observando los quehaceres diarios del ejército enemigo que vigilando la entrada a la ciudad.
Era capaz de distinguir a los oficiales por su manera de andar, a las diferentes baterías por las distancias de sus disparos y los relevos y su procedencia. Más de un guerrillero de los que se jugaban la vida cada día en las marismas habría dado un brazo por la información que tenía Miguel casi en tiempo real sobre las tropas francesas. Pero el adolescente no había salido de la ciudad desde hacía meses y todavía tardaría más de un año en poder cruzar más allá de la Real Villa de la Isla de León sin temor a que un artillero francés acertase con los números y acabase con su vida. Notó que el fuerte de La Cabezuela estaba extrañamente inquieto ese día. Veía movimiento, más de lo normal, tras las murallas y había mucho trajín de hombres por los alrededores. Durante la noche todo el mundo en la ciudad pudo ver más iluminación de lo normal en la plaza enemiga y se comenzó a hablar de una nueva incursión por parte de las tropas de Claude-Victor Perrin.
Sin embargo, durante toda la mañana el revuelo no había disminuido, no había tropas en formación pero el fuerte seguía patas arriba. Miguel no había dudado en desatender sus labores en casa con tal de no perderse detalle de lo que pudiera llegar a pasar. Mientras observaba aquellas figuras azules moverse notó que una media docena de hombres formaba filas. Frente a aquellas pequeñas figuras creyó distinguir la curiosa pluma que coronaba los uniformes de los oficiales. La comitiva echó a andar con el oficial al frente en dirección tierra adentro. El fuerte no se calmó pero los soldados regresaron a sus tareas cotidianas; recargar las baterías, apuntar y llenar de nuevo la bahía de espuma. Miguel cerró el catalejo y lo dejó dentro de su pequeña caja de madera forrada. Descendió las escaleras directamente en dirección a la calle con una sonrisa. Se reunían de nuevo las Cortes y quería estar allí para verlo.
02
Gabriel Dufresne se internó en aquella tierra hostil una vez más. Jamás se acostumbraría a recorrer aquellas marismas. Los armajos que crecían en las partes más llanas parecían extraños dedos que se extendían desde las tripas de la propia tierra para agarrar los tobillos de aquellos hombres extranjeros que lo habían conquistado todo. A lo lejos, las sombras de los pinares eran objeto de las miradas temerosas de sus hombres. Los densos bosques de pinos eran el escondrijo perfecto para los guerrilleros que atacaban sus caravanas y convertían su retaguardia en un infierno. Todo soldado francés había aprendido rápido a vigilar los pinares. El que no aprendía no tenía la posibilidad de cometer el mismo error por segunda vez.
El temor de ser objetivo de un solitario disparo desde la sombra de los pinos no era lo que ponía nervioso a Gabriel. Algo en las salinas que se recortaban a lo lejos hacía que su espalda se enfriara por el sudor. Las pequeñas pirámides de sal levantadas por los campesinos le recordaban sus años destinados en Egipto y los horrores que allí observó, tanto en el campo de batalla, como entre sus tumbas abandonadas. No había vuelto a sentir algo parecido en los más de diez años de campañas que le separaban de su estancia en el lejano país. No, no eran los disparos lo que le ponían nervioso. Sus hombres lo notaban, pero lo achacaban al temor de sufrir un ataque de los guerrilleros. Había algo en esa tierra que se había aferrado a su corazón con fuerza.
Sus hombres marchaban al paso detrás de su caballo y observaban atentamente a su alrededor. No quedaban animales en los caminos. El constante tronar de las baterías de la costa había espantado a todo ser vivo que no fuera un francés o un bandolero. El silencio le permitía escuchar el viento entre los pinos y el pesado discurrir del agua en las marismas y los caños que daban al mar. La zona era pantanosa y las tropas francesas tenían que utilizar siempre los caminos para desplazarse, lo que les convertía en el blanco perfecto para una emboscada. Las salidas de las plazas fuertes, como aquella, siempre eran un riesgo que afrontaban con honor.
La región miraba a los franceses con los mismos ojos con los que miró, hacía miles de años, a los primeros fenicios que convirtieron la zona en un punto de abastecimiento. Aquella tierra era antigua y había estado habitada por el hombre desde tiempos inmemoriales. Gabriel sentía que su vida militar le estaba llevando a las diferentes cunas de la humanidad y sabía que tarde o temprano alguna de ellas se convertiría en su tumba. A pesar de la mentalidad racional del soldado, no podía dejar de sentir que siempre había algo peculiar en los lugares donde había sido destinado. Su corazón se sentía igual cruzando aquellas marismas que luchando por atravesar las interminables dunas del desierto.
Junto a él marchaban buenos hombres. Con alguno había compartido penurias durante toda la guerra y otros eran soldados bisoños que veían la acción por primera vez. La situación del frente al sur de la península había hecho que las relaciones entre la soldadesca fueran distendidas. No es que hubiera desaparecido la jerarquía pero se permitían otro tipo de interacciones y camaradería que la inmediatez del combate y las continuas marchas forzadas no permitían.