Obras Completas de Platón. Plato
atenienses, que jamás he desempeñado ninguna magistratura, y que tan solo he sido senador. La tribu Antióquida, a la que pertenezco, estaba en turno en el Pritaneo, cuando contra toda ley os empeñasteis en procesar, bajo un contesto, a los diez generales que no habían enterrado los cuerpos de los ciudadanos muertos en el combate naval de las Arginusas[17]; injusticia que reconocéis y de la que os arrepentisteis después. Entonces fui el único senador que se atrevió a oponerse a vosotros para impedir esta violación de las leyes. Protesté contra vuestro decreto, y a pesar de los oradores que se preparaban para denunciarme, a pesar de vuestras amenazas y vuestros gritos, quise más correr este peligro con la ley y la justicia, que consentir con vosotros en tan insigne iniquidad, sin que me arredraran ni las cadenas, ni la muerte.
Esto acaeció cuando la ciudad era gobernada por el pueblo, pero después que se estableció la oligarquía; habiéndonos mandado los treinta tiranos a otros cuatro y a mí a la Tholos,[18] nos dieron la orden de conducir desde Salamina a León el de Salamina, para hacerle morir, porque daban estas órdenes a muchas personas para comprometer al mayor número de ciudadanos posible en sus iniquidades; y entonces yo hice ver, no con palabras sino con hechos, que la muerte a mis ojos era nada, permítaseme esta expresión, y que mi único cuidado consistía en no cometer impiedades e injusticias. Todo el poder de estos treinta tiranos, por terrible que fuese, no me intimidó, ni fue bastante para que me manchara con tan impía iniquidad.
Cuando salimos de la Tholos, los otro cuatro fueron a Salamina y condujeron aquí a León, y yo me retiré a mi casa, y no hay que dudar que mi muerte hubiera seguido a mi desobediencia, si en aquel momento no se hubiera verificado la abolición de aquel gobierno. Existe un gran número de ciudadanos que pueden testimoniar de mi veracidad.
¿Creéis que hubiera yo vivido tantos años si me hubiera mezclado en los negocios de la república, y como hombre de bien hubiera combatido toda clase de intereses bastardos, para dedicarme exclusivamente a defender la justicia? Esperanza vana, atenienses; ni yo ni ningún otro hubiera podido hacerlo. Pero la única cosa que me he propuesto toda mi vida en público y en particular es no ceder ante nadie, sea quien fuere, contra la justicia, ni ante esos mismos tiranos que mis calumniadores quieren convertir en mis discípulos.
Jamás he tenido por oficio el enseñar, y si ha habido algunos jóvenes o ancianos que han tenido deseo de verme a la obra y oír mis conversaciones, no les he negado esta satisfacción, porque como no es mercenario mi oficio, no rehúso el hablar, aun cuando con nada se me retribuye; y estoy dispuesto siempre a espontanearme con ricos y pobres, dándoles toda anchura para que me pregunten, y, si lo prefieren, para que me respondan a las cuestiones que yo suscite.
Y si entre ellos hay algunos que se han hecho hombres de bien o pícaros, no hay que alabarme ni reprenderme por ello, porque no soy yo la causa, puesto que jamás he prometido enseñarles nada, y de hecho nada les he enseñado; y si alguno se alaba de haber recibido lecciones privadas u oído de mí cosas distintas de las que digo públicamente a todo el mundo, estad persuadidos de que no dice la verdad.
Ya sabéis, atenienses, por qué la mayor parte de las gentes gustan de escucharme y conversar detenidamente conmigo; os he dicho la verdad pura, y es porque tienen singular placer en combatir con gentes que se tienen por sabias y que no lo son; combates que no son desagradables para los que los dirigen. Como os dije antes, es el Dios mismo el que me ha dado esta orden por medio de oráculos, por sueños y por todos los demás medios de que la divinidad puede valerse para hacer saber a los hombres su voluntad.
Si lo que digo no fuese cierto, os sería fácil convencerme de ello; porque si yo corrompía a los jóvenes, y de hecho estuviesen ya corrompidos, sería preciso que los más avanzados en edad, y que saben en conciencia que les he dado perniciosos consejos en su juventud, se levantasen contra mí y me hiciesen castigar; y si no querían hacerlo, sería un deber en sus parientes, como en sus padres, sus hermanos, sus tíos, venir a pedir venganza contra el corruptor de sus hijos, de sus sobrinos, de sus hermanos. Veo muchos que están presentes, como Critón, que es de mi pueblo y de mi edad padre de Critóbulo, que aquí se halla; Lisanias de Esfeto (Σφηττός, Sphettus), padre de Esquines, también presente; Antifón, también del pueblo de Céfisa y padre de Epígenes; y muchos otros, cuyos hermanos han estado en relación conmigo, como Nicóstratos, hijo de Zótidas Theosdotide y hermano de Teódoto, que ha muerto y que por lo tanto no tiene necesidad del socorro de su hermano. Veo también a Páralo, hijo de Demódoco y hermano de Teages; Adimanto, hijo de Aristón con su hermano Platón, que tenéis delante; Eantodoro, hermano de Apolodoro[19] y muchos más, entre los cuales está obligado Méleto a tomar por lo menos uno o dos para testigos de su causa.
Si no ha pensado en ello, aún es tiempo; yo le permito hacerlo; que diga, pues, si puede; pero no puede, atenienses. Veréis que todos estos están dispuestos a defenderme, a mí que he corrompido y perdido enteramente a sus hijos y hermanos, si hemos de creer a Méleto y a Ánito. No quiero hacer valer la protección de los que he corrompido, porque podrían tener sus razones para defenderme; pero sus padres, que no he seducido y que tienen ya cierta edad, ¿qué otra razón pueden tener para protegerme más que mi derecho y mi inocencia? ¿No saben que Méleto es un hombre engañoso, y que yo no digo más que la verdad? He aquí, atenienses, las razones de que puedo valerme para mi defensa; las demás que paso en silencio son de la misma naturaleza.
Pero quizá habrá alguno entre vosotros, que acordándose de haber estado en el puesto en que yo me hallo, se irritará contra mí, porque peligros mucho menores los ha conjurado, suplicando a sus jueces con lágrimas, y, para excitar más la compasión, haciendo venir aquí, sus hijos, sus parientes y sus amigos, mientras que yo no he querido recurrir a semejante aparato, a pesar de las señales que se advierten de que corro el mayor de todos los peligros. Quizá presentándose a su espíritu esta diferencia, les agriará contra mí, y dando en tal situación su voto, lo darán con indignación.
Si hay alguno que abrigue estos sentimientos, lo que no creo, y solo lo digo en hipótesis, la excusa más racional de que puedo valerme con él es decirle: —Amigo mío, tengo también parientes, porque para servirme de la expresión de Homero:
Yo no he salido de una encina o de una roca[20] sino que he nacido como los demás hombres. De suerte, atenienses, que tengo parientes y tengo tres hijos, de los cuales el mayor está en la adolescencia y los otros dos en la infancia, y sin embargo, no les haré comparecer aquí para comprometeros a que me absolváis.
¿Por qué no lo haré? No es por una terquedad altanera, ni por desprecio hacia vosotros; y dejo a un lado si miro la muerte con intrepidez o con debilidad, porque ésta es otra cuestión; sino que es por vuestro honor y por el de toda la ciudad. No me parece regular ni honesto que vaya yo a emplear esta clase de medios a la edad que tengo y con toda mi reputación verdadera o falsa; basta que la opinión generalmente recibida sea que Sócrates tiene alguna ventaja sobre la mayor parte de los hombres. Si los que entre vosotros pasan por ser superiores a los demás por su sabiduría, su valor o por cualquier otra virtud se rebajasen de esta manera, me avergüenzo decirlo, como muchos que he visto, que habiendo pasado por grandes personajes, hacían, sin embargo, cosas de una bajeza sorprendente cuando se los juzgaba, como si estuviesen persuadidos de que sería para ellos un gran mal si les hacían morir, y de que se harían inmortales si los absolvían; repito que obrando así, harían la mayor afrenta a esta ciudad, porque darían lugar a que los extranjeros creyeran, que los más virtuosos, de entre los atenienses, preferidos para obtener los más altos honores y dignidades por elección de los demás, en nada se diferenciaban de miserables mujeres; y esto no debéis hacerlo, atenienses, vosotros que habéis alcanzado tanta nombradía; y si quisiéramos hacerlo, estáis obligados a impedirlo y declarar que condenaréis más pronto a aquel que recurra a estas escenas trágicas para mover a compasión, poniendo en ridículo vuestra ciudad, que a aquel que espere tranquilamente la sentencia que pronunciéis.
Pero sin hablar de la opinión, atenienses, no me parece justo suplicar al juez ni hacerse absolver a fuerza de súplicas. Es preciso persuadirle y convencerle, porque el juez