Obras Completas de Platón. Plato

Obras Completas de Platón - Plato


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que era yo el que sabía un remedio; él volvió hacia mí sus ojos como para interrogarme, echándome una mirada que no me es posible describir, y todos cuantos estaban en la Palestra se apuraron a colocarse en círculo alrededor de nosotros. En este momento, querido mío, mi mirada penetró por entre los pliegues de su túnica, se enardecieron mis sentidos, y en mi trasporte comprendí hasta qué punto Cidias es inteligente en amor, cuando hablando de un bello joven, y dirigiéndose a un tercero, le dice: No vayas, inocente gamo, a presentarte al león, si no quieres que te despedace. En cuanto mí, me he creído cogido entre sus dientes. Sin embargo, como me preguntó si sabía un remedio para el mal de cabeza, le respondí, no sin dificultad, que sabía uno.

      —¿Qué remedio es? —me dijo.

      Le respondí que mi remedio consistía en cierta hierba, pero que era preciso añadir ciertas palabras mágicas; que pronunciando las palabras y tomando el remedio al mismo tiempo se recobraba enteramente la salud; pero que por el contrario las hierbas sin las palabras no tenían ningún efecto. Pero él dijo:

      —Voy, pues, a escribir las palabras que tú vas a decirme.

      —¿Las diré a petición tuya o sin ella?

      —A mi ruego, Sócrates, —replicó riéndose.

      —Sea así; ¿pero sabes mi nombre?

      —Sería una falta en mí el ignorarlo —dijo—; en el círculo de jóvenes casi eres tú el principal objeto de nuestras conversaciones, y respecto a mí mismo, recuerdo bien haberte visto, siendo niño, muchas veces en compañía de mi querido Critias.

      —Perfectamente, repliqué yo; seré más libre para explicar en qué consisten estas palabras mágicas, porque no sabía cómo hacerte comprender su virtud. Es tal su poder, que no curan solo los males de cabeza. Quizá has oído hablar de médicos hábiles. Si se les consulta sobre males de ojos, dicen que no pueden emprender solo la cura de ojos, y que para curarlos tienen que extender su tratamiento a la cabeza entera; en igual forma imaginar que se puede curar la cabeza sola despreciando el resto del cuerpo, es una necedad. Razonando de esta manera, tratan el cuerpo entero y se esfuerzan en cuidar y sanar la parte con el todo. ¿No crees tú que es así como hablan y como pasan las cosas?

      —Es verdad —respondió.

      —¿Y tú apruebas esta manera de hablar y razonar?

      —No puedo menos —dijo.

      Viendo a Cármides de acuerdo conmigo, más animado, poco a poco recobré mi serenidad y advertí que rehacía mis fuerzas. Entonces le dije:

      —El mismo razonamiento puede hacerse con ocasión de nuestras palabras mágicas. Yo las aprendí allá en el ejército, de uno de estos médicos tracios, discípulos de Zámolxis,[3] que pasan por tener el poder de hacer a los hombres inmortales. Este tracio declaraba que los médicos griegos tienen cien veces razón para hablar como yo les hice hablar antes; pero añadía: «Zámolxis, nuestro rey, y por añadidura un dios, pretende que si no debe emprenderse la cura de los ojos sin la cabeza, ni la cabeza sin el cuerpo, tampoco debe tratarse del cuerpo sin el alma; y que si muchas enfermedades se resisten a los esfuerzos de los médicos griegos, procede de que desconocen el todo, del que por el contrario debe tenerse el mayor cuidado; porque yendo mal el todo, es imposible que la parte vaya bien». Del alma, decía este médico, parten todos los males y todos los bienes del cuerpo y del hombre en general, e influye sobre todo lo demás, como la cabeza sobre los ojos. El alma es la que debe ocupar nuestros primeros cuidados, y los más asiduos, si queremos que la cabeza y el cuerpo entero estén en buen estado.[4]

      «Querido mío», añadía, «se trata al alma valiéndose de ciertas palabras mágicas. Estas palabras mágicas son los bellos discursos. Gracias a estos bellos discursos, la sabiduría toma raíz en las almas, y, una vez arraigada y viva, nada más fácil que procurar la salud a la cabeza y a todo el cuerpo». Enseñándome el remedio y las palabras, «Acuérdate, me dijo, de no dejarte sorprender para no curar a nadie la cabeza con este remedio, si desde luego él no te ha entregado el alma para que la cures con estas palabras; porque hoy día, añadía, es un error de la mayor parte de los hombres el creer que se puede ser médico de una parte sin serlo de otra». Me recomendó mucho que no cediera a las instancias de ningún hombre, por rico, por noble, por hermoso que fuese, y que no obrase jamás de otra manera. Yo lo he jurado, estoy obligado a obedecer, y obedeceré infaliblemente. Con respecto a ti, siguiendo las recomendaciones del extranjero, si quieres entregarme desde luego el alma para que yo la hechice con las palabras mágicas del tracio, curaré tu cabeza con el remedio. Si no, yo no puedo hacer nada por ti, mi querido Cármides».

      Apenas Critias me oyó hablar de esta manera, cuando exclamó:

      —¡Qué fortuna es para este joven, Sócrates, tener el mal de cabeza, si al curarse ve la necesidad de perfeccionar igualmente su espíritu! Te diré, sin embargo, que Cármides me parece superior a los jóvenes de su edad, no solo por la belleza de las formas, sino también por esa cosa misma por la que tú has llegado a saber las palabras mágicas; porque tú quieres hablar de la sabiduría, ¿no es verdad?

      —Precisamente.

      —Has de saber —replicó— que a los ojos de todos es incontestablemente el más sabio entre sus compañeros, y que en todo lo demás no es inferior a ninguno de la edad que él tiene.

      —Ciertamente —dije entonces—, es justo, ¡oh Cármides!, que sobresalgas entre los demás por todas estas cualidades; porque no creo que ninguno de nosotros, remontando hasta nuestros abuelos, pueda presentar con probabilidad dos familias capaces de producir por su alianza un renuevo más precioso ni más noble que aquellas de las que tú desciendes. Anacreonte, Solón y los demás poetas han celebrado a porfía la familia de tu padre que se liga a Critias, hijo de Drópidas, diciendo lo mucho que ha sobresalido por su belleza y su virtud y por todas las demás ventajas que constituyen la felicidad. Por la de tu madre sucede lo mismo. Jamás se conoció en el continente un hombre, ni más hermoso, ni mejor que tu tío Pirilampo, embajador que fue ya cerca del gran rey, ya cerca de otros príncipes del continente. Esta familia no cede en nada a la precedente. Con tales antepasados tú no puedes menos de ser el primero de todos. Por esta parte de belleza que se ofrece a la vista, querido hijo de Glaucón, no has degenerado de tus abuelos; y si en cuanto a sabiduría y a otras cualidades análogas estás dotado en los términos manifestados por Critias, entonces, mi querido Cármides, declaro que tu madre ha echado al mundo un dichoso mortal. Entendámonos, pues. Si estás ya en posesión de la sabiduría, como lo pretende mi querido Critias; si eres suficientemente sabio, nada tienes que ver con las palabras mágicas de Zámolxis o de Ábaris, el hiperbóreo,[5] y debo en este instante enseñarte el remedio para el mal de cabeza; pero si por el contrario piensas tener aún algo que aprender, es preciso que yo te hechice antes de hacerte conocer el remedio. A ti toca decirme si participas de la opinión de Critias, si crees tu sabiduría completa o aún incompleta.

      Cármides se ruborizó al pronto, y pareció más hermoso, porque la modestia cuadraba bien a su edad juvenil después dijo con cierta dignidad, que no le era fácil responder en el acto sí o no a semejante pregunta.

      —Porque, —añadió—, si niego que soy sabio, me acuso a mí mismo, lo que no es razonable; y además doy un mentís a Critias y a muchos otros que me creen sabio, a lo que parece. En el caso contrario, hago yo mismo mi elogio, lo que no es menos inconveniente. Yo no sé qué responder.

      Entonces yo le dije:

      —Hablas bien, Cármides, y he aquí en consecuencia cuál es mi dictamen. Es que examinaremos juntos, si tú posees o no la cualidad en cuestión; de esta manera evitaremos, tú el decir palabras que te costarían demasiado, y yo el curarte sin haber examinado antes si tienes necesidad del remedio. Si esto te place, emprenderé contigo este examen. Si no, dejémoslo en este estado.

      CÁRMIDES. —Eso me agrada cuanto es posible, y te suplico, que veas cuál es la mejor manera de proceder a esta indagación.


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