Obras Completas de Platón. Plato

Obras Completas de Platón - Plato


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Laques lo han encontrado, no me sorprenderá; porque siendo más ricos que yo, han podido hacer que se les enseñara, y siendo también más viejos han podido encontrarle por sí mismos; por esto me parecen muy capaces de poder instruir a un joven. Por otra parte, jamás hubieran hablado con tanto desembarazo sobre la utilidad o inutilidad de estos ejercicios, si no estuviesen seguros de su capacidad. Por lo tanto, a ellos es a quienes corresponde hablar. Pero lo que me sorprende es que estén tan encontrados en sus dictámenes. Te ruego, Lisímaco, que a la manera que Laques te suplicó que no me dejaras marchar, y que me obligaras a dar mi dictamen, tengas ahora a bien no dejar marchar a Laques y Nicias, sin obligarles a que te respondan, diciéndoles: Sócrates asegura que no entiende nada de estas materias, y que es incapaz de decidir quién de vosotros tiene razón, porque no ha tenido maestros, ni tampoco ha encontrado esta ciencia por sí mismo; por lo tanto, vosotros, Nicias y Laques, decidnos si habéis visto algún maestro excelente para la educación de la juventud. ¿Habéis aprendido de alguno este arte? ¿O le habéis encontrado por vosotros mismos? Si lo habéis aprendido, decidnos quién ha sido vuestro maestro, y quiénes son los que viven entregados a la misma profesión, a fin de que si los negocios públicos no nos dejan el desahogo necesario, vayamos a ellos, y a fuerza de presentes y de caricias les obliguemos a tomar a su cargo nuestros hijos y los vuestros, y a impedir que por sus vicios deshonren a sus abuelos; y si habéis encontrado este arte por vosotros mismos, citadnos las personas que habéis formado, y que de viciosos se han hecho virtuosos en vuestras manos; pero si es cosa que desde hoy comenzáis a mezclaros en la enseñanza, tened presente que no vais a hacer el ensayo sobre carienses (carios),[1] sino sobre vuestros hijos y los hijos de vuestros mejores amigos, y temed no os suceda precisamente lo que dice el proverbio: hacer su aprendizaje sobre una vasija de barro.[2] Decidnos, pues, qué es lo que podéis o no podéis hacer. He aquí, Lisímaco, lo que yo quiero que les preguntes, y no les dejes marchar sin que te contesten.

      LISÍMACO. —Me parece que Sócrates habla perfectamente. Ved, amigos míos, si os es fácil responder a todas estas preguntas; porque no podéis dudar que haciéndolo así, nos dais a Melesías y a mí un gran placer. Ya os he dicho, que si hemos contado con vosotros para deliberar en este asunto, ha sido porque hemos creído que teniendo hijos vosotros como nosotros, que van a entrar bien pronto en la edad en que debe pensarse en su educación, estaréis ya preparados sobre este punto; y ésta es la razón por la que, si nada hay que os lo impida, debéis examinar la cuestión con Sócrates, dando cada uno sus razones; porque, como éste ha dicho muy bien, éste es el negocio más grave de nuestra vida. Ved, pues, de acceder a mi súplica.

      NICIAS. —Se advierte bien, Lisímaco, que solo conoces a Sócrates por su padre y que no lo has tratado de cerca; sin duda solo lo viste durante su infancia en los templos, o cuando su padre le llevaba a las asambleas de vuestro barrio, pero después que se ha hecho hombre formal, bien puede asegurarse que no has tenido con él ninguna relación.

      LISÍMACO. —¿Por qué dices eso, Nicias?

      NICIAS. —Porque ignoras por completo, que Sócrates mira como cosa propia a todo el que conversa con él, y aunque al pronto solo le hable de cosas indiferentes, le precisa después por el hilo de su discurso a darle razón de su conducta, a decirle de qué manera vive y de qué manera ha vivido, y cuando la conversación ha llegado a este punto, Sócrates no lo deja hasta que ha examinado a su hombre a fondo, y sabe cuánto ha hecho, bueno o malo. Yo lo he experimentado sobradamente, y sé muy bien que es una necesidad pasar por esta aduana, de la que no me lisonjeo de estar yo libre. Sin embargo, en este punto me doy por satisfecho, y experimento un singular placer todas las veces que puedo conversar con él; porque nunca es un mal grande para nadie, que alguno le advierta las faltas que ha cometido y pueda cometer. Si un hombre quiere hacerse sabio, no tema este examen, sino que por el contrario, según la máxima de Solón, es preciso estar siempre aprendiendo; y no creas neciamente que la sabiduría nos viene con la edad. Por consiguiente no será para mi, ni nuevo, ni desagradable, que Sócrates me ponga en el banquillo de los acusados, y ya supuse desde luego, que estando él aquí, no serían nuestros hijos objeto de discusión, sino que lo seríamos nosotros mismos. Por mi parte me entrego a él voluntariamente; que dirija la conversación a su gusto. Ahora indaga la opinión de Laques.

      LAQUES: —Mi opinión es sencilla, Nicias, o por mejor decir, no lo es; porque no es siempre la misma. Unas veces me arrebatan estos discursos, y otras veces no los sufro. Cuando oigo a un hombre que habla de la virtud y de la ciencia, y que es un verdadero hombre, digno de sus propias convicciones, me encanta, es para mí un placer inexplicable ver que sus palabras y sus acciones están perfectamente de acuerdo, y se me figura que es el único músico que sostiene una armonía perfecta, no con una lira, ni con otros instrumentos, sino con el tono de su propia vida; porque todas sus acciones concuerdan con todas sus palabras, no según el tono lidio, frigio, o jónico, sino según el tono dórico,[3] único que merece el nombre de armonía griega. Cuando un hombre de estas condiciones habla, me encanta, me llena de gozo y no hay nadie que no crea que estoy loco al oír sus discursos; tal es la avidez con que escucho sus palabras. Pero el que hace todo lo contrario me aflige cruelmente, y cuanto mejor parece explicarse, tanta mayor es mi aversión a los discursos. Aún no conozco a Sócrates por sus palabras, pero lo conozco por sus acciones, y lo he considerado muy digno de pronunciar los más bellos discursos y de hablar con entera franqueza; y si lo hace como decís, estoy dispuesto a conversar con él. Estaré gustoso en que me examine, y no llevaré a mal que me instruya, porque sigo el dictamen de Solón: que es preciso aprender siempre, aun envejeciendo. Solo añado a su máxima lo siguiente; que solo debe aprenderse de los hombres de bien. Porque precisamente se me ha de conceder, que el que enseña debe ser un hombre de bien, para que no tenga yo repugnancia; y no se interprete mi disgusto por indocilidad. Por lo demás, que el maestro sea más joven que yo, que carezca de reputación y otras cosas semejantes, me importa muy poco. Así, pues, Sócrates, queda de tu cuenta examinarme, instruirme y preguntarme lo que yo sé. Éstos son mis sentimientos para contigo desde el día en que corrimos juntos un gran peligro, y en que diste pruebas de tu virtud, tales como el hombre más de bien podía haber dado. Dime, pues, lo que quieras, sin que mi edad te detenga en manera alguna.

      SÓCRATES. —Por lo menos no podemos quejarnos de que no estéis dispuestos a deliberar con nosotros y a resolver la cuestión.

      LISÍMACO. —A nosotros toca ahora hablar, Sócrates, y me expreso así, porque te cuento a ti como uno de nosotros mismos. Examina en mi lugar, y te conjuro a ello por amor a estos jóvenes, qué es lo que podemos exigir de Nicias y Laques, y delibera con ellos explicándoles lo que tú piensas; porque respecto a mí, me falta la memoria a causa de mis muchos años, olvido la mayor parte de las preguntas que quería hacer, y no me acuerdo de mucho de lo que se dice, sobre todo cuando la cuestión principal se ve interrumpida y cortada por nuevos incidentes. Discutid entre vosotros el negocio de que se trata, os escucharé con Melesías y después haremos lo que creáis que deba hacerse.

      SÓCRATES. —Nicias y Laques, es preciso examinar la cuestión que hemos propuesto, a saber: si hemos tenido maestros en este arte de enseñar la virtud, o si hemos formado algunos discípulos, y si los hemos hecho mejores de lo que eran; pero me parece que hay un medio más corto que nos llevará directamente a lo que buscamos, y que penetra más en el fondo del debate. Porque si conociésemos que una cosa cualquiera, comunicada a alguno, le podía hacer mejor, y si con esto adquiriésemos el secreto de comunicársela, es claro que debemos por lo menos conocer esta cosa, puesto que podemos indicar los medios más seguros y más fáciles de adquirirla. Quizá no entendéis lo que os digo, pero un ejemplo os lo hará patente. Si sabemos con certeza que los ojos se hacen mejores comunicándoles la vista y podemos comunicársela, es claro que conoceremos lo que es la vista y sabremos lo que debe hacerse para procurarla; en lugar de lo cual, si no sabemos lo que es la vista o el oído, en vano intentaremos ser buenos médicos para los ojos y para los oídos, ni dar buenos consejos sobre el medio mejor de oír y de ver.

      LISÍMACO. —Dices verdad, Sócrates.

      SÓCRATES. —Nuestros dos amigos ¿no nos han llamado aquí, Laques, para deliberar con nosotros, acerca


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