Doce horas. Mayte Esteban

Doce horas - Mayte Esteban


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quienes limpian calles y hospitales.

      A quienes no están durmiendo nada, porque están elaborando mascarillas o buscando EPIs hasta debajo de las piedras…

      Aplaudo a esos padres y madres que, viendo aparcados a la fuerza sus otros trabajos fuera de casa, están dándolo todo dentro como limpiadores, cocineros, maestros improvisados y tranquilizadores de humores estresados. A ellos, que temen el futuro, pero que disimulan delante de los niños y los animan con mil juegos inventados a que contribuyan en las tareas cotidianas.

      Aplaudo a los niños pequeños, que no entienden por qué no se puede salir pese al buen tiempo que hace, pero que acaban cediendo, tranquilizados por los cuentos de sus padres.

      Aplaudo a los abuelos que están solos, echando de menos esos besos de sus seres queridos, esos que los mantenían más vivos que la torre de medicinas que toman.

      Aplaudo, por supuesto, a los farmacéuticos, que siguen detrás de los mostradores de sus farmacias día tras día.

      Incluso aplaudo a quienes simplemente están cumpliendo con este confinamiento sin hacer nada más que mantenerse sanos.

      A los únicos que me dejo fuera de mis aplausos es a los que se saltan la cuarentena porque están cansados de estar en casa. Joder, ni que los demás no echáramos de menos la rutina que teníamos.

      Cuando acaban las palmas —en mi barrio nadie ha salido muy juerguista, solo son aplausos, nada de canciones, bingos y demás historias que se ven en la tele—, vuelvo dentro.

      Regreso a mi trabajo un rato. Desde que todo esto empezó lo hago online y distribuyo mis horas como quiero.

      Adrián cerró el ordenador y se dispuso a cenar algo antes de terminar un informe. El blog le servía de distracción esos días, le hacía más llevadero el encierro. Mientras cenaba, echó un vistazo al teléfono: había más de cien mensajes en el grupo de la universidad. Hacía un año que nadie escribía un solo mensaje, pero el aburrimiento en esos días y las ganas de saber de los otros lo había reactivado.

      Del otro mensaje que esperaba, nada.

      Sofía

      20:30

      Sofía llevaba un rato hablando con su amiga Claudia a través de WhatsApp. Conversaciones de veinteañeras.

      CLAUDIA: Se te está yendo la pinza, pero muchísimo.

      SOFÍA: NO ME ENTIENDES.

      CLAUDIA: Relájate un poquito, guapa, y no me grites.

      SOFÍA: No me comprendes porque no estás en mi situación.

      CLAUDIA: Te entiendo perfectamente, pero esto no va a salir bien.

      Sofía se quedó mirando la pantalla mientras pensaba la respuesta. Después, tecleó a la velocidad del rayo:

      SOFÍA: Puede que salga mal, pero no me voy a quedar con la duda.

      CLAUDIA: Me agotas, de verdad. Haz lo que se te ponga, pero te vistes con el top gris y los pantalones de cuero. Ya que vas, que sea dándolo todo.

      SOFÍA: Mmm, mejor me pondré el top negro y unos vaqueros.

      CLAUDIA: Si es que no sé ni para qué te doy mis fabulosos consejos si no me haces ni puto caso NUNCA. ¡Hala, me piro!

      Sofía dejó el teléfono sobre la mesa y encendió el portátil. Faltaba bastante para la hora en la que había quedado con Manuel. Eran amigos desde que tontearon en el instituto hacía cinco años y habían seguido llamándose cada cierto tiempo, pero no había sido hasta el encierro en sus casas a causa del coronavirus cuando empezaron a hablar más seguido. A los primeros mensajes de cortesía por WhatsApp para preguntar qué tal estaban, siguieron otros muchos, a los que se fueron sumando llamadas. Los dos estaban confinados a solas en sus respectivos pisos de estudiantes y sus conversaciones amenizaban la espera de ese día en el que pudieran, al fin, retomar sus vidas.

      Sofía recordó la tarde anterior, justo después de los aplausos. Se llamaron, como cada una de las noches de ese tiempo extraño.

      —¿Tú qué es lo primero que deseas hacer en cuanto nos dejen salir? —preguntó Sofía, cuando ya llevaban más o menos media hora hablando.

      —Salir a correr. Estoy harto de la cinta. Me siento como un hámster.

      —Pues yo, en cuanto pueda, lo que quiero hacer es dar un paseo por una calle petada de gente.

      —¿No te dará miedo cruzarte con tanto potencial foco de contagio? —le preguntó Manuel, que a base de ver noticias sobre lo mismo en la tele ya hablaba con lenguaje burocrático.

      —No lo sé —contestó Sofía—, pero me has hablado de un deseo, ¿no? Pues yo deseo eso, volver a sentir que hay gente a mi alrededor. Bullicio, jaleo, abrazos, besos, risas… Este silencio me está fundiendo las cuatro neuronas que tenía vivas.

      Manuel se rio al otro lado de la línea y Sofía sintió que su risa le hacía cosquillas por debajo de la piel. Se atrevió a proponerle algo.

      —Oye, Manu, a lo mejor piensas que estoy imbécil, pero…

      Se quedó callada, buscando la mejor manera de que aquello no sonase extraño. ¿Quería pedirle una cita? Sí, quería hacerlo, pero no sabía qué le parecería lo que se le había ocurrido. A lo mejor dejaba de llamarla, pensando que era una chalada, o a lo mejor acababa espantándolo y se quedaba aún más sola esos días.

      —¿Estás aún ahí, Sofi? —preguntó Manuel, preocupado porque no la escuchaba.

      —Sí, sí, estoy aquí.

      —¿Por qué voy a pensar que eres imbécil?

      «Porque lo soy», se dijo Sofía, pero no lo puso en voz alta.

      —¿Quieres cenar conmigo mañana por la noche?

      Lo soltó deprisa, tan deprisa que Manuel tuvo que quedarse un rato pensando por si había entendido mal.

      —¿Ves? Piensas que soy idiota, no tenía que habértelo dicho.

      —No, no, no creo que seas idiota, es que no sé cómo pretendes que cenemos juntos, si no podemos salir de casa. ¿Te piensas saltar el confinamiento? Mira que están las calles vacías y seguro que como se asome alguien a una ventana no vas a pasar desapercibida. De una multa…

      —Si me dices sí, te digo cómo —le interrumpió ella, antes de perder el valor del todo.

      —Te digo sí mientras no te pongas en riesgo.

      Sofía exhaló un suspiro de alivio y le expuso su plan.

      Manuel aceptó.

      María Jesús

      21:00

      Era de noche, pero en la UCI del hospital hacía mucho que el tiempo no se medía con los mismos relojes que en el resto del mundo. En ella, los principios y finales no tenían una secuencia lógica, sino que se regían por la mejoría o el empeoramiento de los pacientes. Siempre había sido así, pero desde que el virus lo invadió todo, en aquel lugar, epicentro del combate, cada cama tenía su propio reloj. En cada una, una batalla silenciosa medía las fuerzas entre el agente patógeno y el cuerpo que había ocupado.

      María Jesús estaba tomando nota de la medicación que tenían que administrar a cada uno de los enfermos cuando uno de los médicos, un joven que se había incorporado en la crisis, le pidió que lo acompañara.

      —Deja eso y ven conmigo —le dijo.

      Ella no dudó. La UCI era así, había que correr si el médico lo requería porque la situación se había vuelto crítica y ese reloj, ese maldito reloj que no daba las horas como en el resto del mundo, había empezado a acelerar hacia el vacío de la muerte


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