La nave A-122. Julio Carreras
pasando las vacaciones de Navidad con su familia. Mañana estará de regreso».
— Pese a la reticencia de Brey, la hemos llamado por teléfono. Según nos han dicho, quiere hablar con usted directamente. Está muy preocupada por este asunto y pretende abordarlo personalmente.
— Brey no ha puesto muy buena cara… —añadió Wiggum.
—¿Cree que tiene algo que ver?
— No lo sé. Pero mi instinto me dice que Jude no se fía de él.
—Esto cada vez me gusta menos... —murmuró Matías mientras se pasaba la mano concienzudamente por la calva—. Parece que todo está excesivamente planeado, demasiado para tratarse de un robo de coches.
—Al menos esto nos permite descartar la opción del robo usando los contenedores de carga para sacarlos por mar… Los coches nunca llegaron a la zona logística, lo hubiera captado el resto de cámaras.
—Sí. Menos da una piedra. Nos acercaremos para entrevistarla —dijo haciendo un gesto en el que incluía a Laure.
— Pero eso no es lo único —continuó la agente—. Tal y como nos ordenó, hemos buscado imágenes captadas por otras cámaras cercanas a la nave A-122.
—¿Dónde las obtuvieron?
—Fuimos a preguntar a otras empresas cercanas.
—¿Y qué tenemos?
—¡Otra vez nada!
Exasperado por el desmedido suspense de la explicación de Moyá, le animó con la mano a que avanzara hacia el punto en el que se encontraban.
—¡Demonios! Que esto no es El sexto sentido… ¡No le ponga tanta intriga y vaya al grano!
—Ya va… ¡Encima que se esfuerza una en entretenerle! Hay cuatro cámaras que no gestiona el Consorci y captan parcialmente la calle que da acceso a la nave A-122. Todas ellas de empresas cercanas y… adivine qué. Las cuatro fueron boicoteadas la noche del robo utilizando el mismo sistema que en el interior de la nave, con un spray.
Sin duda el que había ejecutado el robo conocía muy bien la zona.
—Pero aún hay más. ¡Ah!, y esto le va a gustar.
Acto seguido la agente, esta vez con la ayuda de un más participativo Wiggum, extendieron un amplio mapa de la Zona Franca. Una zona coloreada en rojo se resaltaba en el centro.
—Hemos marcado en color la zona que cubrían las cámaras boicoteadas del Consorci. Toda esta zona —puntualizó la agente pasando la mano por el área coloreada—, estuvo «a oscuras» el día de Navidad. Estas —dijo señalando cuatro líneas verdes que partían del mismo punto, la nave A-122, y recorrían las calles del área coloreada en diferentes direcciones—, son las posibles rutas de salida hacia las carreteras cercanas.
—Según esto, solo hay cuatro vías de escape de los coches, trailers o como quiera que sea que hayan sacado los vehículos. Cuatro rutas para sacarlos de la Zona Franca —añadió Wiggum bajo la atenta mirada del resto del equipo—. Vamos a buscar imágenes que cubran estas salidas. Debajo de las piedras si es necesario.
—Adelante. ¡Excelente trabajo! —exclamó Fonseca mirando con satisfacción a Moyá y dando un suave golpecito sobre la espalda del fornido agente.
Wiggum hizo ademán de enrollar el mapa, pero Matías le indicó con un gesto que lo colgara con unas chinchetas en la pared.
En los rostros de su equipo se veía un atisbo de optimismo por los primeros descartes.
—¿Sabemos por qué robaron sesenta y nueve coches? ¿Esos y no otros? —preguntó Moyá.
—Suena tan erótico… —susurro el hondureño sacando la lengua con un gesto ordinario.
—Hágase un favor, Antunes… Vaya al psicólogo. ¡Está enfermo! Sí, lo sabemos, son los que pasaban más desapercibidos.
Fonseca les relató lo que habían averiguado el viernes anterior, incluso sin hacer nada para ocultar su resquemor, reconoció la buena idea que había tenido Laureano.
Antes de dar por finalizada la reunión y hacer el tradicional brindis de fin de año, repasaron las líneas en las que seguirían trabajando cada uno. Que el robo hubiera tenido lugar en aquella época era un inconveniente. Entre tanto festivo los ladrones podrían tomarles ventaja y sacar los coches del país o, lo que era peor, podrían haber sido trasladados a algún desguace o taller para allí ser despiezados y luego enviados al norte de África o a Europa del este para volverlos a recomponer, una práctica habitual utilizada en los robos de coches de lujo y de colección.
No tenían tiempo que perder.
* * *
Matías y Laure pasaron el resto de la mañana gestionando los procedimientos burocráticos internos que conllevaba la apertura de una nueva investigación, lo que en el argot policial se conocía como «abrir un GATI», y poniendo en orden lo que tenían hasta el momento. Las horas pasaron volando y antes de que se dieran cuenta eran las dos de la tarde.
—Será cuestión de ir a comer —dijo Laure.
A pesar de que estaban en pleno invierno hacía un día soleado, uno de esos sorprendentes días que los habitantes del Mediterráneo disfrutaban de vez en cuando. La luz que entraba por la ventana invitaba a pasar de la cantina y salir a la calle a dar una vuelta. Matías dudó unos segundos, pero al final se decidió, no le vendría mal tantear un poco más a Laure.
—Vamos, chico, vente conmigo a comer. Te voy a llevar a un sitio del que luego podrás fardar.
Laure tenía pensado quedar con su mujer a comer, necesitaba desconectar un poco del cargante Fonseca; aun así, se sacrificó. Sabía que le convenía llevarse bien con aquel capullo si quería sacar tajada de la misión. Demostrar que estaba a la altura de resolver casos fuera de su ámbito habitual era el empujoncito que necesitaba su carrera en ese momento.
—Está bien… pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que dejes de una vez de llamarme chico.
—¿Solo eso?
—Eso… y que invites.
—Ni lo sueñes.
Nada más arrancar el coche, Matías al volante, la rasgada voz de John Kay emergió de los altavoces como preludio de una nueva sesión de rock para Laure. «¿Aquel tipo no se cansaba nunca del estruendo de las guitarras?»
Well you don’t know what we can find Why don’t you come with me, little girl, on a magic carpet ride? Well you don’t know what we can see Why don’t you tell your dreams to me? Fantasy will set you free.
La extraña pareja tomó el desvío de la autovía para dirigirse a Castelldefels, donde según le aclaró Fonseca antes siquiera de que él se lo preguntase, estaba el mejor sitio para tomar pescado de toda Barcelona.
Ese día estaba inusualmente hablador y a lo largo del camino le fue explicando la historia de todas y cada una de las canciones que sonaron en el estéro de su coche, algo que a Laure se la traía sencillamente al pairo. Un peaje más que pagar para alcanzar su objetivo.
Al cabo de media hora llegaron a O Afilador, un viejo edificio de madera y cemento pintado de blanco y azul a orillas del mar. El típico lugar en el que Laure jamás se hubiera detenido. Nada más entrar en el local, un hombre se acercó y saludó a Matías con gran efusividad. Se trataba de Rodrigo, el dueño del local, un gallego de adopción con semblante bonachón que rondaría los sesenta y que, a decir por su prominente barriga, debía de encargarse personalmente de probar todos y cada uno de los platos que ofrecía a su más bien escasa clientela.
Como si Laure no existiera, apoyados en la desierta barra del bar, los dos corpulentos hombres se pusieron al día de sus respectivas vidas durante un buen rato. Al joven