Cuentos breves y extraños como la vida misma. María Cucurella Miquel

Cuentos breves y extraños como la vida misma - María Cucurella Miquel


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adquieren un significado global cuando se van leyendo unos detrás de otros. Todos parten, en realidad, de un mismo origen al que además parecen dirigirse, cerrando un ciclo vital en el que estamos todos inmersos: nacimiento, vida, recuerdos, silencio e imágenes fulgurantes que aparecen y desaparecen. Escritos con una vis irónica se muestran a un tiempo en toda su desnudez y crudeza, plasmando así escenas de la vida cotidiana, pero también otras envueltas en un halo fantástico que aporta ese toque evocador que hace que no podamos dejar de leer el siguiente relato.

logoequili Cuentos breves y extraños como la vida misma

      © 2020, María Cucurella Miquel

       © 2020 , La Equilibrista

       [email protected]

       www.laequilibrista.es

      

       Primera edición: 2020

       Maquetación: La Equilibrista

       Imprime: Ulzama Digital

      ISBN Ebook: 9788418212031

       Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de: NOCTIVORA, S.L.

      A Debora, a Gina

      y a mi muñeca de trapo

      

      Solo de la quietud puede nacer el movimiento,

       y ese es el sentido profundo de la emoción.

      Ágata Zynk

      La escritura es un acto de fe.

      Lady Moon,

      Ermitaña

      La escritura es, para mí, una forma de música.

       Nace, como la música, del silencio. Y hacia el silencio se dirige. Estos cuentos no pretenden ser una sinfonía, o una ópera. Son, sencillamente, esbozos de piezas o movimientos musicales muy breves que, unidos, forman una pequeña composición. Cada uno de estos movimientos es autónomo, pero se necesitan los unos a los otros para existir, para darse sentido mutuamente. Así, el lector, no debe intentar comprenderlos de inmediato. No debe dejarse guiar por la lógica o por la razón. Lo invito a dejarse llevar por el discurrir mismo de la tinta. A dejarse sorprender por las imágenes, quizá chocantes, quizá irritantes, quizá hermosas, que se encuentre. Y a abandonarse al extraño tejido que ellas mismas van componiendo; a explorar su tacto, su olor, su ritmo. Dentro de esta composición encontrarás repeticiones, variaciones, círculos. Lo único que realmente espero es que generen en ti un movimiento, o una interrogación. Escúchalos. Lo demás forma parte del misterio mismo de la escritura, que desconocemos tanto tú como yo.

      Me preocupa que ya no seas capaz de mirar a la cara a los leopardos y recortar tu perfil milenario sobre la arena. Me preocupa mirarte y que, en el rostro todavía oculto por la maleza, no pueda intuirse el silencio de la caverna donde creciste antes de salir a ver la luz del sol.

      Cuando miro por las noches tus fotos en silencio, y veo tus ojos adormecidos, pero encendidos aún por la luz de la vida, me pregunto qué fue de todos los sueños que con tanta paciencia tejías en el rincón más oscuro de tu habitación.

      Era un rincón oscuro y secreto.

      Un lugar apagado de los rumores del mundo, donde escuchabas tu respiración y también el latir de tus sueños.

      Sé que ahora permaneces oculto, y no sé dónde.

      Sé que desde allí quizá todavía construyas castillos y seas capaz de observar el vaivén incesante de las olas sobre la arena.

      Allí todavía te reconozco.

      Reconozco tu sonrisa traviesa y tus ademanes incómodos, veloces, de ladrón.

      Nunca has robado demasiado, pero siempre con picardía.

      Y lo mismo que robabas a tus vecinos, se lo has robado a tu tiempo.

      Pero entreveo todavía aquel rostro iluminado, aquellos ojos inquietos que escrutaban las calles y el paisaje en busca de luz. Fue precisamente el rincón oscuro de tu cuarto lo que te permitió hacer germinar la semilla. Esa que poco a poco te ha llevado donde ahora estás, y te ha permitido comprender que solamente una cosa importa en el mundo.

      Pero no la puedo decir. No porque sea un secreto. O quizá precisamente porque lo es: un secreto no es algo que no se diga porque se quiere esconder, sino porque no hay palabras para expresarlo.

      Y tu secreto eres tú.

      Todas tus horas de silencio y de amargura. Las horas interminables en que escuchabas repiquetear la lluvia sobre el cristal y sabías que había muchas otras personas allá afuera. Personas que esperaban, como tú, a que la ventana se abriera.

      Quisiera preguntarte si se abrió. Aunque te conozco: sé que no lo dirías.

      A veces me pregunto por qué te escribo y si espero una respuesta. Y con el tiempo he aprendido a responderme a mí misma: sinceramente, no.

      No espero tus respuestas, tus cartas, o tus noticias.

      Espero solamente que estas palabras lleguen a su destino, que puedas reconocerte en aquella vieja fotografía, que puedas ver de nuevo el gesto soñador, y la luz encendida.

      Porque si lo ves, si puedes llegar a verlo, aunque sea solo un segundo, tengo la convicción de que, de un modo u otro, tu respuesta me llegará; en el canto de un mirlo, en la naturaleza, o en las ciudades que lentamente desnudarán sus calles de los ruidos y darán paso al suave murmullo que, ya entonces, empezaba a latir desde el rincón más secreto y oscuro de tu habitación.

      —No puedo —me dijo Aurora mientras bajábamos las escaleras de caracol—. Te prometo que no puedo.

      Aurora llevaba un vestido largo de color azul eléctrico. Era su primera aparición en público y sabía que no podía fallar. Se había preparado durante todo el invierno, y el público la esperaba impaciente porque nos habíamos encargado de convencer al mundo de que era la mejor.

      Al llegar al final de las escaleras, Aurora se detuvo en seco, me miró con una furia en las pupilas que no le había visto nunca y me dijo:

      —Lo siento.

      A partir de aquel momento todo se precipitó.

      Dio media vuelta y ascendió por las escaleras tan deprisa que no tuve siquiera tiempo de alcanzarla. Cuando llegué al piso superior revisé todas las habitaciones, una a una. Ni rastro. De pronto me pareció escuchar un rumor desde el balcón. Había saltado. Pero no parecía haberse hecho daño, porque la vi correr y perderse por detrás de los setos del jardín.

      No volví a saber nada más de ella. La buscamos por todas partes. Llamamos a la policía. Fue en vano. Nunca más regresó a la casa. No mandó noticias: ni una carta, ni un mensaje, ni un correo electrónico. Nada. Su teléfono lo había dejado sobre la mesa del camerino, como una señal de la ausencia que iba a llenar a partir de aquel momento toda mi vida.

      Pasaron los años y me sumí en una especie de niebla densa y pesada. Dejé de salir con mis amigos. No busqué una nueva mujer. Me encerré en un trabajo febril


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